Sana y olímpica laicidad
por Eduardo Gómez
En cualquier comunidad política digna de así llamarse, ni la iglesia está en posesión de decidir sobre los quehaceres de la política, ni el Estado puede dictar la religión y la moral del pueblo. Bajo la escena sacrílega de la ceremonia de los juegos olímpicos parisinos, subyace una vieja cuestión, superada (al parecer) para muchos católicos. Es la cuestión de la separación Iglesia-Estado por mor de una sana laicidad, que, vistos los resultados, es tan sana como la exhortación al consumo de cianuro. No se hace de la Última Cena un alegato a la ideología de género así, sin más. Se hace porque el Dios cristiano aún es el mayor obstáculo para imponer una religión de Estado, formalizada en la deconstrucción antropológica del Génesis.
No bromeaba Hegel cuando decía que la principal aspiración del Estado era ser dios en la tierra, para tal omnipotencia terrenal fue diseñado. Una vez divorciado de la autoridad de la Iglesia católica, al Estado no le queda otro destino que encarnar al príncipe de este mundo. No nos llevemos a engaño; son los Estados los que tienen la última palabra para decidir qué es lo que se oficia en las ceremonias de unos juegos, por mucho que los figurantes del Comité Olímpico Internacional comparezcan como máximos responsables. La neutralidad del Estado es un engañabobos; no pueden acogerse a ninguna neutralidad los gobernantes impelidos a tomar decisiones sobre el bien y el mal común.
Ya advirtió San Agustín sobre la amenaza del secularismo mientras remarcaba la distinción entre las dos ciudades, la de Dios y la del mundo. En el fondo visionaba el peligro de disociación entre la vida civil y la vida religiosa. Cuando la vida religiosa y la civil entran en conflicto, solo puede quedar una.
A estas alturas es un hecho que la separación (en realidad divorcio) Iglesia-Estado ha conducido a la devastación de la política y a la usurpación de la religión. Su inercia totalitaria erige al monstruo estatal en iglesia cuyos itinerantes dogmas han de cumplirse religiosamente; es el cumplimiento de la razón de Estado que ve en la ideología de género el credo que andaba buscando. ¿Que mejor religión para el Estado que la reconstrucción sexual del Génesis?
Así se llega al estatoclericalismo. Es verdad que el Estado se presenta como una inofensiva y despersonalizada maquinaria de poder, pero el artefacto lo conducen unos hombres y los hombres tienen ideas. El insigne Dalmacio Negro no se ha cansado de repetir que el Estado es una “máquina revolucionaria“ y quienes disponen de la máquina “pueden aplastarlo y cambiarlo todo”. Véase el Estado actual, que en su permanente desmadre revolucionario, devora la política y arrebata la religión al pueblo. Su incontrolable poder promueve el secularismo que carcome la vida religiosa, y acto seguido se erige en clero una vez encontrado su credo.
¡Quién diría que Dante Alighieri iba a ser uno de los pensadores que iba a terciar con más lucidez en tan espinoso asunto! Si bien es cierto que Dante en su breve tratado De la monarquía se propuso frenar a la clerigalla más ávida de poder, las líneas de demarcación que trazó entre la Iglesia de Cristo y el poder terrenal fueron certeras; el encargo del poder político, sea cual fuere, no está supeditado directamente a la Iglesia, pero sí a Dios. Ni el clero puede derogar los decretos políticos, ni el poder temporal puede hacer lo propio con los decretos divinos, ya que “toda jurisdicción es anterior a su juez. El juez está ordenado a la jurisdicción y no al contrario“.
En De la monarquía, Dante refuta las injerencias pontificias en los asuntos del Emperador, salvo (y esto es crucial) que éste ponga en peligro la salvación de las almas, que recordemos es la principal finalidad del oficio sacerdotal. En este punto Dante solo hacía rescatar la doctrina de Papas como Gelasio I, Inocencio III o Gregorio VII, que admitían que tanto la autoridad pontificia como la potestad temporal son de origen divino. Dicho lo cual, Dante apostilló lo siguiente: “El Papa y el emperador, que son relativos, deben ser subordinados a una unidad en la que se encuentra esa relación de superposición sin ningún otro carácter diferencial. Y esa unidad sería el mismo Dios”.
Con respecto al poder temporal, aclaró que “dividir el imperio es acto contrario a la función encomendada al emperador, la cual consiste en mantener sujeto al género humano en un solo querer“. Dicho de otro modo, la tarea asignada al Estado se circunscribe al bien común. Para no dejar resquicio de duda Dante matiza que “el reino temporal no recibe su ser del espiritual, ni sus facultades… pero sí recibe, para obrar mejor y más eficazmente, la luz de la gracia que en el Cielo y en la Tierra le infunde la bendición del Sumo Pontífice“.
De lo anteriormente expuesto, se puede inferir que la Iglesia no es facultativa, pero sí necesaria inspiradora del poder político, y una vez que el Estado divide a los pueblos, los destruye y se apropia del poder religioso, se convierte en un poder temporal ilegítimo, dado que la religión (tal como la moral, y el derecho) es cosa del pueblo y no es atribuible al Estado, que como forma de organización política tiene la facultad asignada de velar por lo que Dante llamó “el derecho humano“ y jamás puede escindirse de la “Monarquía Universal” (término con el que hace referencia a una posible homogeneización de todos los imperios, que en última instancia pendería del Reino de Dios).
Aquel breve ensayo que algunos tergiversadores han interpretado como una suerte de alegato medieval del laicismo, no era ni mucho menos una separación integral, sino una demarcación estrictamente política, en ningún caso teologal. El Estado pues, goza de autonomía para regir en la jurisdicción temporal que le ha sido asignada, pero ni le está permitido ser aconfesional ni menos aún soberano, porque el único soberano es Dios. Así Dante clarificaba la distinción entre lo terrenal y lo celestial. No solo no clama por un Estado laico o aconfesional, sino que su tesis supone una enmienda a la totalidad del Estado moderno por sembrar la discordia y salirse de su jurisdicción.
Si la ideología de género no hubiese alcanzado la categoría de religión de Estado, la agraviosa profanación olímpica jamás se hubiera producido. Malas noticias para la sana laicidad que tanto anhelaban muchos católicos. Ciertamente, sana laicidad fue sin duda la de Dante.
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