La sublime belleza de la Cruz triunfante
por Eduardo Gómez
En De Natura Deorum, Cicerón consideraba de suma importancia el hecho de saber si la Providencia toma partido en la dirección y gobierno del mundo. Para ello, el filósofo romano cuestionó las diversas teorías sobre la naturaleza de los dioses. A una de esas teorías, respondería que Dios ha de tener alguna forma, y ésta ha de ser necesariamente la más bella. Pero aquella discusión inconclusa, que Cicerón desarrolla tejiendo unos diálogos entre políticos con los que trabó amistad, desconocía el factor determinante de la revelación sobrenatural. Aunque en medio de sus disquisiciones intuía la naturaleza sublime de lo divino, ni por asomo pudo el bueno de Cicerón imaginar la que se avecinaba años más tarde en la provincia romana de Judea.
La historia secular y oficialista, tan draconiana con los hechos como infiel y rácana con la verdad, siempre presentó a un joven rabino, prendido y condenado por reivindicar su divinidad y desautorizar al sanedrín. Pero a juzgar por el cataclismo que hizo temblar aquella parte del orbe, mucho más debió acontecer. Ocurrió que el hombre a quien sus discípulos llamaban Mesías era, tal como dicen las Sagradas Escrituras, el Verbo Encarnado, la realidad de un Dios hecho Hombre que, a decir verdad, no fue crucificado, sino que asaltó la cruz, la conquistó y la sometió, la hizo Suya. Los periodistas chismosos lo llamarían sensacionalismo, los historicistas estúpidos lo llamarían imperialismo, los pacifistas meapilas lo llamarían sadismo. No deja de ser lo más grande y gozoso que los mortales en su vida terrenal hayan podido contemplar: la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.
La naturaleza de Dios no tiene principio, sino que es principio de todo y su Hijo amado, de la misma naturaleza que el Padre, no podía menos que resucitar una vez conquistado el monte del Calvario. Solo que en lugar de bajar de la cruz tan campante y abatir a mamporros a los desaprensivos que de su reinado hacían chanzas, aguardó al tercer día, para desconcierto de propios y extraños que contemplaban estupefactos un sepulcro vacío. Cristo había resucitado. Un hombre crucificado había doblegado todo el mal y el sufrimiento del mundo.
Desde entonces, los cristianos pueden llevar con dicha toda cruz de este mundo en honor a un rey cuyo reino ya no tendrá fin. Las más bajas pasiones fueron redimidas por el amor de quien en la oscuridad del Gólgota tomó la cruz del género humano. El solo amor incondicional (que no irracional) de un Dios subido y clavado a un madero bastó para someter todos los males y reducirlos a la mínima expresión, una expresión contingente.
El hombre clavado a un madero, conocido por la historia como Jesús de Nazaret, vino a salvar hasta el último hombre, incluso a los incrédulos, e incluso a los materialistas en su título de alta nobleza de la incredulidad. Porque no olvidemos que la cruz es la materia orgánica de este mundo, lo es desde el pecado original. El término “materia” proviene de otro más antiguo y simbólico, que es “madera “. Tras la crucifixión, la nueva materia de este mundo pasaría a ser un madero (esta vez) con forma de cruz repleta de amor divino. Un mundo hecho de madera con forma de cruz, donde la cruz de la salvación reemplaza la cruz del pecado, la muerte y el dolor. La cruz triunfante, que habría de forjar la nueva madera; el imperio de una cruz que salvaría, enseñaría, sostendría, regeneraría, rescataría y en definitiva, haría nuevos a los hombres.
El sacerdote Francisco Fernández Carvajal, en su obra Hablar con Dios, llena de sabias meditaciones, expuso que existían tres formas de llevar la cruz, en paralelo a los tres hombres crucificados en el Gólgota.
Una de las cruces es llevada sin esperanza, con rabia, “sin sentido, sin explicación, que incluso aleja de Dios“. Se corresponde con la cruz del hombre actual, sumido en ideologías, absorto en confortabilidades materiales, aferrado a bienes espurios, postrado ante una tecnología que idolatra y evasivo ante el dolor y el sufrimiento. Su cruz es eterna, no redime; es la que lleva el mal ladrón que requirió a Cristo a salvarle de la cruz apelando a Su poderío celestial. Aquel ladrón no estaba interesado en el sentido sobrenatural del sufrimiento. Era carne de madero viejo, igual que el mundo que hogaño nos circunda.
La segunda cruz es la del buen ladrón, reconocedor de sus faltas, en principio resignado a su suerte, pero que los últimos compases de su pena capital experimenta la compañía de Cristo a su lado y le reconoce como Dios, recibiendo de Éste la promesa de una vida eterna más allá del calvario presente. Es el hombre que, en el cadalso de su pequeñez, recupera la dignidad, reconoce a su redentor y se encomienda al Único que salva. Una cruz con esperanza, revitalizada en la fe.
Hay una tercera cruz sobre el Gólgota, que emerge en medio de las otras dos, una cruz salvadora que, en palabras del padre Fernández Carvajal, “nos enseña cómo debemos cargar con la nuestra: con amor, corredimiendo con Él a todas las almas, reparando por los propios pecados. El señor ha dado un sentido profundo al dolor“. Una cruz abrazada por el mismo Dios que sale a nuestro encuentro y llena de un sentido nunca visto las nuestras. Una cruz que desborda la lógica que Cicerón había aprendido según el cual todo lo que nace debe morir; pues el dueño y señor absoluto de la cruz ha prometido vida eterna a los biennacidos que le aman. Nada hubiera hecho sospechar al filósofo romano que la naturaleza de Dios se manifestaría con tan inefable belleza: un mesías venido a ser prendido entre traidores, abandonado por sus discípulos, juzgado entre fariseos, sentenciado por escépticos, escarnecido por la soldadesca, vilipendiado por las muchedumbres, crucificado entre ladrones, glorificado por pecadores y resucitado de entre los muertos. Es la firma del Señor de la Historia.
Mucho tiempo atrás, consumado el pecado original, el madero del mundo había caído sobre los hombres como una losa en forma de cruz sin esperanza. Pero la cruz del mundo un día sería tomada, conquistada y sometida, portando desde lo alto del Gólgota la apoteosis de amor de un Dios triunfante, clavado a un madero, y resucitado al tercer día. El Dios cuya belleza apenas intuyó entre brumas el insigne romano Marco Tulio Cicerón.
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