Los derechos humanos van dirigidos al bien
Hoy se habla mucho de los derechos humanos, y los defendemos con decisión, por estar convencidos de que nos pertenecen por naturaleza. Hablamos de “mi vida” y de “mis derechos”. De mi vida ya hemos visto que no es tan mía como me puede parecer. Debemos precisar bien las cosas.
Ahora me propongo meditar sobre “mis derechos”. Bien haremos en volver sobre esta cuestión y analizarla con una mirada profunda, a fin de evitar errores graves. No olvidemos que los errores cometidos contra los fundamentos de la vida se pagan muy caros.
Durante siglos hubo personas que se creían dotadas del derecho de poseer personas en condición de esclavas. Posiblemente tenían ciertos conocimientos y se consideraban personas "cultas". Esa dosis de cultura les permitió llevar una vida desahogada, pero su dosis de "cultura" no fue suficiente para descubrir la inhumanidad de la esclavitud. Con el tiempo se abrieron a la luz y hoy celebramos que esa lacra haya desaparecido, aunque no del todo, pues ciertas prácticas –como la inicua trata de blancas– son otra forma de esclavitud.
De manera un tanto afín, hoy día se acepta y rinde honores al derecho de abortar. Por eso se hace urgente descubrir de dónde proceden nuestros derechos. A veces se afirma que surgen de nuestra naturaleza y de su dignidad. Esto es verdad, pero debemos clarificar, en concreto, de dónde arrancan nuestros derechos y cómo se relacionan con nuestros deberes y quehaceres. Esta clarificación nos permitirá orientar bien nuestra conducta.
Por naturaleza, las personas necesitamos crecer, y lo hacemos mediante el encuentro. Este es el hito primero y primario de nuestro proceso de crecimiento personal. Nos exige una actitud de entrega generosa, y nos concede energía, alegría, entusiasmo, plenitud y, consiguientemente, felicidad. Al pensar que nos basta encontrarnos de verdad para sentirnos felices, descubrimos la grandeza que encierra en sí el valor de la unidad. Al vivir este valor, vemos que, al dirigirnos a las personas, generamos a menudo relaciones de amor, y éstas se convierten en el "ideal de nuestra vida", es decir, en nuestro mayor bien. De ahí nuestra intuición de que, para crecer, debemos orientarnos hacia el bien, no hacia el mal. Esto explica nuestra consigna: "El bien siempre; el mal nunca. Lo justo siempre; lo injusto, nunca".
Los derechos surgen siempre a favor de la vida, no en contra, por cuanto ellos brotan de las últimas profundidades de nuestra existencia. Los padres tienen derechos sobre los hijos en medida proporcional a las obligaciones que sienten hacia ellos, no para ejercer dominio, sino para dirigir rectamente su crecimiento. Pueden, por ejemplo, obligarlos a ayudar, según su edad, en ciertas tareas de la familia, pero han de hacerlo sin merma de su formación escolar básica, que será para ellos un bien indispensable. Todo profesor tiene derecho a regular la disciplina de los alumnos en la clase y exigirles ciertas tareas, porque tiene el deber de formarlos en diversos aspectos que significarán para ellos un bien.
Esta interpretación de los derechos nos orienta en orden a concebir rectamente nuestra capacidad de disponer sobre las personas. Tenemos derecho a disponer de ciertas personas si este poder de disposición no se dirige, en definitiva, a dominarlas y manejarlas, sino a permitirles un desarrollo digno. Un director de orquesta dispone de un gran número de personas muy cualificadas profesionalmente, pero no lo hace para manipularlas a su arbitrio, sino para elevarlas a la cumbre de sus posibilidades y su prestigio. Los dirige obedeciendo a la partitura, pero aquí obedecer no significa una merma de la libertad sino el paso a una forma de libertad sumamente creativa. Todos ellos dan vida a la obra, la re-crean, le dan cuerpo sensible, y, con ello, promueven el bien común.
Los distintos derechos nos facilitan modos diversos de promover la vida. Una persona creyente se siente obligada a cumplir con sus deberes religiosos, y ha de contar con el derecho de tener la posibilidad de hacerlo.
Los derechos se generan, a una con los deberes, en la marcha de la vida hacia el bien que supone su pleno desarrollo, es decir, su verdad. A una mirada profunda, nuestra verdad –como personas– significa el estado de pleno logro que conseguimos cuando tomamos los distintos valores (unidad-amor, bien-bondad, justicia, belleza) como los “ideales de nuestra vida” y modelamos nuestra existencia bajo su potente inspiración. Con ello nuestra vida consigue su desarrollo perfecto, su máximo bien.
Como vemos, los derechos no son una patente de corso que nos autoriza a actuar a nuestro arbitrio. Todo ello se da en el nivel 1. Los valores pertenecen al nivel 3 y actúan sobre las realidades del nivel 2. De ahí que, cuando uno los toma como guías e ideales de la propia existencia, convierte la libertad de maniobra en libertad creativa, que se dirige al bien de todos.
Ahora vemos que los deberes y los derechos están dirigidos al logro del bien de cada persona. No son arbitrarios, ni pueden ser cambiados por la meta opuesta, que es el mal. Por eso, pensar que tenemos "derecho" a fulminar el mayor bien del nasciturus, que es su vida, con todo su futuro por delante, es una contradictio in terminis, una contradicción en sí misma, pues todo derecho del hombre tiene como razón y meta el deber de fomentar la vida, desarrollarla, protegerla. Por tanto, aunque alguna ley precipitada lo legalice, no deja de ser radicalmente contrario a la actitud auténticamente humana, al êthos del hombre, a su actitud "ética".
Nada extraño que la práctica metódica del aborto desestabilice gravemente la vida de quienes la realizan, como advirtió el Dr. Bernard Nathanson, en su día el máximo promotor de dicha aberración. Según confesión propia, el primer aviso serio acerca de la inviabilidad de esta conducta lo recibió al advertir que el ambiente de su clínica se hizo irrespirable –pese a su extraordinario éxito económico–, ya que la convivencia se desquició radicalmente. Se lo oí en una conferencia muy emotiva que pronunció ante 10. 500 jóvenes en la Guadalajara mexicana.
Ya en la antigüedad griega, el gran Sófocles nos advirtió, en su Antígona, que "nada hay más asombroso que el hombre". Cuando los niños llegan, desvalidos, a la vida, los están esperando gentes que los acogen y les permiten desarrollarse. El aborto quiebra esta asombrosa armonía, y deja entre nosotros la simiente de lo que John Steinbeck llamará, en su obra La perla, "la música del mal".
Por su condición de persona. el ser humano no recibe la vida hecha de una vez por todas. Debe irla configurando él en relación a las realidades de su entorno. Este deber va emparejado con el derecho de tener un ambiente propicio a dicho crecimiento, tanto en el aspecto biológico como en el espiritual.
Por diversas razones, mi infancia estuvo rodeada de imágenes de la gran Historia: Spinola recibiendo las llaves de la ciudad de Breda, Colón pisando por primera vez tierras americanas con afán apostólico, el Cristo de Velázquez infinitamente inmolado y, a su vera, una gran imagen de Santa Catalina de Alejandría, una joven cristiana de la antigüedad que puso su portentosa inteligencia al servicio de su fe (a ella le costó la vida, pero su imagen me acompañó y arropó hasta el presente).
Nunca agradeceré bastante haber crecido rodeado de grandes ejemplos de humanidad, porque ellos me ayudaron a crecer –incluso en circunstancias muy adversas– vinculando armónicamente deberes y derechos.
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