De incendios y elecciones generales
En el reparto de espacios y funciones, se observa un desplazamiento calculado de la presencia cristiana en la sociedad. Parece que ha habido una especie de reajuste ante la otrora omnipresencia eclesial, según dicen los desplazadores. Así, lo que la comunidad cristiana puede hacer o decir, sufre una censura implacable al ser expulsada del paraíso de la modernidad donde se autoentronizan en su templo los nuevos predicadores.
Se ha escuchado últimamente un adjetivo lleno de prejuicio etiquetador, para advertir del lobo que viene: «Cuidado con los ultracatólicos». Lo de 'ultra' resulta ser un recurso curioso, especialmente en la boca de los amigos de todos los excesos paniaguados, las malas compañías que imborrables tienen en sus genes la sangre de sus actos terroristas o la rentable monserga de sus aspiraciones 'indepes', aliñadas con secesiones y bendecidas con indultos como moneda de cambio.
La palabra de los que creemos en Dios sin hacerlo contra el hombre es una palabra que bebe del alto testimonio del Señor Jesús, de la sabiduría que recogen los Evangelios, y que se estructura en la llamada doctrina social de la Iglesia y la tradición cristiana. Con este bagaje nos presentamos en una sociedad plural, a veces líquida, sin horizontes morales sólidos, y con un prurito neopagano que hace gala de su postcristianismo de salón.
Tenemos unos días abrasadores. Es lo que sucede en el verano con las calendas de julio, sin que lo decrete Greta Thunberg con sus cambios climáticos y demás corifeos que la jalean. Época de incendios que arrasan, también los hay cuando las llamas de políticas erráticas nutridas de mentiras patentes y mucha ideología que campa nos dejan un panorama que sobrecoge por sus consecuencias varias.
Porque los incendios, ya sean naturales o ya sean provocados, arrasan cruelmente todo un pasado: archivos y bibliotecas, enseres y aperos, campos y casas, todo cuanto representaba el diario paisaje de una vida cotidiana tejida de escenarios, de recuerdos, de patrimonio heredado, cuidado y trabajado.
Todo eso sucumbe en el fragor de unas llamas que reducen a cenizas tantas cosas justas y necesarias. Me estoy refiriendo al patrimonio cultural, moral, convivial, religioso que durante tanto tiempo hemos compartido, aún en medio de nuestras tibiezas indiferentes, de peleas intolerantes y contradicciones que traicionan.
Pero la herencia era bella, fecunda y esperanzadora, no siempre bien vivida, compartida y con respeto testimoniada. Teníamos una historia de siglos que nos identificaba, con unos valores que alimentaban las creencias religiosas, las relaciones fraternas y el creativo afán de construir entre todos un mundo más justo, seguro y mejor.
Cuando suceden incendios afectan al pretérito de nuestras herencias y al presente de nuestro patrimonio, nos alcanzan sus llamas traicioneras, dejándonos pobres, confusos, enfrentados de la noche a la mañana. Pero hay algo que las llamas no alcanzarán: el futuro que se dibuja humilde delante.
Y de esto van las próximas elecciones generales: una oportunidad de reestrenar lo que vale la pena, sin cansarnos nunca de estar empezando siempre: la vida en todos sus escenarios (naciente, creciente y menguante), la verdad como compromiso verificable de programas políticos que no mienten, la libertad en la expresión religiosa y cultural y en la elección educativa que para los hijos tienen los padres, el respeto por la historia sin reescribirla con memorias tendenciosas y falseadas que reabren heridas, el evitar confrontaciones que nos dividen y enfrentan fratricidamente, el cuidado del bien moral de la unidad de un pueblo rico en historia, paisaje, lenguas y riquezas complementarias.
Son el pequeño botón de muestra del vergel que deseamos que florezca ensoñado y sereno tras los incendios de las recientes pesadillas. Entre el desastre trucado y mendaz y el cambio deseable, hay que escribir pacientes un itinerario juntos, especialmente las gobernanzas políticas salientes con sus propios matices complementarios, como bomberos verdaderos, lejos de los pirómanos mendaces. España lo necesita y se lo merece.
Tomado del blog de la parroquia de San Félix en Lugones (Asturias).
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