Un puente sobre aguas turbulentas
Hay cantos que marcan tu camino, de tantas veces como los has tatareado. Quizás te han llegado en momentos tan precisos como inciertos, arrojando esa luz que te faltaba, esa paz que no llegaba, ese abrazo que te hiciera saberte sostenido y acompañado. Así me sucedió a mí ya en mis años más mozos cuando escuché y canté uno de los temas más populares de Simon y Garfunkel: Puente sobre aguas turbulentas. Así dice su primera estrofa: "Cuando estés cansado sintiéndote pequeño. Cuando las lágrimas estén en tus ojos, las secaré todas. Estoy a tu lado cuando los tiempos se ponen difíciles y los amigos simplemente no pueden ser encontrados. Como un puente sobre aguas turbulentas…".
Art Garfunkel canta 'Bridge over troubled waters [Puente sobre aguas turbulentas'], una canción de Paul Simon, en el Central Park de Nueva York, en 1981, en un concierto que los reunió once años después de su separación.
Sí, ¡cuántas veces se experimentan en carne viva estos sentimientos que nos sobrecogen por su dureza, por su incertidumbre, por el masivo peso de algo que tal vez nos abruma demasiadamente! Sabemos que las tormentas pasan cuando descargan sus enconos, que la noche disuelve sus penumbras con los primeros rayos de un sol que amanece, y que todo vuelve a su ser tras el zarandeo que pone a prueba nuestra confianza.
En la vertiente francesa de la frontera pirenaica con España, hay un célebre puente: el Pont d’Espagne: recio y muy anclado en aquellas rocas en los bosques centenarios, que te permiten asomarte al espectáculo de sus aguas bravías, a su potencial sonoro que te ensordece. En aquel precioso valle de Gavarnie, se levanta enhiesto ese puente bajo cuyos arcos bajan revueltas las aguas turbulentas desde el deshielo de sus glaciares.
La vida real no es distinta a este escenario. Y la historia de la humanidad, la historia de la misma Iglesia, también nos asegura que hay un final bondadoso que siempre se reserva la divina Providencia, la que pertenece en exclusiva a un Dios que se concedió eternamente la última Palabras sobre las cosas. No por saberlo dejan de doler las pruebas que desafían tu esperanza. Pero hemos de acertar a recordarnos el final del verso de la vida, cuando el Señor declama la última estrofa en nuestro poema. Me vienen estos pensamientos y recuerdos cuando veo tantas revueltas agitadas en el mundo y en la misma Iglesia. Es como si estuviésemos ante un final de ciclo, en un cambio de escenario, en una inevitable mutación de derivas tras haber tocado techo en no pocas pretensiones altaneras o haber llegado al fondo de nuestros abismos estériles.
Andamos muy revueltos, sí. A guisa de algo tan bello y necesario como unas bendiciones, nos hemos enredado de una forma insospechada cuando no hacía falta para nada. Porque hemos nacido para una bendición, para ser bendecidos y bendecir, sin maldición ninguna (Romanos 12,14). Pero ese bien-decir que pedimos a Dios no puede tener la secreta o patente intencionalidad de legitimar lo que Dios mismo no bendice. El propio Papa Francisco lo ha subrayado en plena polémica: el Señor bendice a las personas, nunca los pecados. Por eso bendecimos solamente a las personas, no sus uniones, sus relaciones, sus derroteros, sus aventuras. La bendición nos regala la cercanía de Dios que ofrece su luz para ver las cosas como las contemplan sus ojos, nos acerca su gracia para convertir lo que se nos tuerce o pervierte. De esa bendición divina, todos somos mendigos.
Otra cosa es que hagamos de la bendición un derecho que Dios no nos otorga para intentar justificar lo que Él no aprueba forzándolo tramposamente. Por eso la Santa Sede, hace tan sólo dos años y con la anuencia del mismo Papa, llegó a la conclusión serena y respetuosa de que no son objeto de bendición las parejas homosexuales o los divorciados vueltos a casar. Sí cada una de sus personas, no la resulta de sus uniones. Decir ahora lo contrario ha introducido mucha confusión, y una innecesaria y dañina perturbación en la comunidad cristiana. Quiera Dios y el testimonio de los santos pastores de la gran tradición cristiana, ser para nosotros ese puente sólido que nos permite vivir en paz en medio de las aguas turbulentas que desafían nuestra confianza.
Publicado en el portal de la archidiócesis de Oviedo.
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