Viernes, 19 de abril de 2024

Religión en Libertad

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XXXIII Domingo tiempo ordinario

por Al partir el pan

Proverbios 31, 10-13. 19-20. 30-31; 1 Tesalonicenses 5, 1-6; Mateo 25, 14-30

«Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra»
«Me detengo a mirar el hoy que tengo ante mis ojos. Ese hoy del que espero más. Ese hoy que me gustaría fuera distinto. Hoy, ahora, tengo la obligación de ser feliz y dar gracias
»
 
Hay un espacio de tiempo que no consigo definir bien. Entre el pasado que he dejado atrás y el futuro que sueño, existe un tiempo indefinido que no controlo y me asusta. Es «el entretanto». Es ese tiempo que transcurre ante mis ojos y en el cual tengo que optar. Decido lo que hago, lo que dejo, lo que emprendo. Entre tanto sucede lo que sueño, tengo que vivir así, como soy ahora, como estoy ahora. En presente. Aquí y ahora. Sé que vivir bien «los entretantos» de mi vida es el desafío más grande que tengo ante mis ojos. Es la opción más difícil que he de tomar. Puedo quedarme atado en el pasado, en lo que fue y perderme lo que estoy viviendo. Puedo vivir queriendo retener las hojas que caen del almanaque. Intentando evitar que caigan. Es como si quisiera que ese pasado que aún arrastro cargando con desgana sea ya, ahora mismo, parte del futuro que sueño. Y al mismo tiempo es como si quisiera dejarlo todo atrás para comenzar algo nuevo, distinto, cerrando puertas abiertas. Me da miedo esa rutina tediosa que sostengo entre mis manos. Lo he vivido en carne propia cuando me decidí y entré en mi comunidad queriendo ser sacerdote. Por delante tenía un largo camino que recorrer hasta la ordenación. Pero en el presente era seminarista. Y tenía claro que mi vocación no era ser seminarista. Durante un tiempo todo era nuevo, y viví feliz mi nueva condición. Pero con el tiempo lo nuevo y la rutina hicieron vieja mi vida y soñé lo que aún no poseía. Y me dio miedo vivir queriendo dejar de ser seminarista para ser sacerdote. Se me hacía pesado «ese entretanto» algo molesto y cadencioso, porque aún no tenía que ver con la vida apasionante de sacerdote que había imaginado. Y me fugaba al futuro, pensándome ya ordenado, viviendo algo aún no presente. Decidí entonces un día vivir como si «mi entretanto» de seminarista fuera ya mi vocación definitiva. Un ahora eterno. Decidí vivir en presente. Es verdad que sabía que si Dios quería un día sería sacerdote. Tenía un camino marcado. Pero eso no me liberaba de mi obligación de vivir el presente como un gran regalo, sin angustias, sin miedos, sin pereza. Conozco a tantas personas que no saben vivir «los entretantos» de su vida. Se angustian pensando que ese tiempo indefinido en el que se hunden sus pies no tiene nada de bueno. Es como una tierra de nadie antes de tocar el paraíso soñado. Como si ese presente incómodo ante el cual se angustian fuera una barrera infranqueable, un foso profundo, entre un después y un jamás. Y en medio de sus dudas, ni siquiera saben dónde se encuentra ese futuro lleno de ilusiones que sueñan. Es como si la vida para ellos se detuviera entre ese pasado que se ha convertido en carga y ese futuro soñado que nunca llega. Y quisieran reinventarse, hacerse de nuevo, darse una nueva oportunidad. Sueñan con una nueva etapa, con un cambio de hábitos y de rutinas. Pero nada sucede. Es como este clima de hoy en el que esperamos que llueva, pero no llueve. Y no se ven ni siquiera algunas nubes que nos hagan alimentar la esperanza de un cambio de tiempo. Y de repente «los entretantos» se convierten en una carga pesada que me impide ser feliz. Voy arrastrando con desgana la vieja capa de siempre soñando con una capa nueva. Que me dé nuevas ilusiones, y despeje mis dudas. Pero, ¿qué ocurre si nunca llega esa etapa que sueño? ¿Y si estoy condenado a ser infeliz el resto de mis días viviendo lo de ahora? Creo que no será así. Sé que tengo la obligación de disfrutar «los entretantos» que Dios me regala en medio de mi camino. Hoy decido detenerme y contemplar el instante que vivo. Lo contemplo. Justo el otro día leía: «Con la percepción logramos una cosa nueva, no necesitamos lograr nada. La presión por lograr eficacia, el tener que hacer algo trae consigo miedo y angustia. Lo importante es no querer juzgar o cambiar nada, sino asimilar todo de la manera como se nos manifiesta. Pudiera ser que nos aburriéramos. El tedio es un sentimiento que podemos observar»[1]. Me detengo a mirar el hoy que tengo ante mis ojos. Ese hoy del que espero más. Ese hoy que me gustaría fuera distinto. Sé que quizás no será para siempre. Y lo que hoy vivo será un día parte de mi pasado. Pero hoy, ahora, tengo la obligación de ser feliz y dar gracias. Cuando espero el hijo que no llega. O el cónyuge anhelado. O el trabajo de mis sueños. O la casa que cambiará mi vida. O la oportunidad que me abrirá nuevos horizontes. No lo sé. Quiero mirar cara a cara a «mi entretanto». Le pongo nombre y lo observo, lo contemplo. Me lleno de su presencia. Dejo de querer cambiarlo. Respiro hondo. Asumo que es parte de lo que me toca vivir hoy y decido hacerlo con alegría. Dios quiere que sea santo así, aquí y ahora. No sé cuánto me queda de vida. ¿Por qué amargarme soñando con angustia con realidades que quizás nunca sucedan? Me alegro y sonrío. Y me digo: «Esto es justo lo que yo quería». No digo nada más. Sigo caminando feliz y confiado. Reconozco que la vida es demasiado corta para vivirla amargado. Tengo un corazón inmenso que sueña con la eternidad. Sueño con ese tiempo ideal que no poseo. Con esa salud que me abandona. En medio de mis miedos y de mis dudas quiero retener la alegría que poseo. Pero sé que a veces no es tan fácil hacerlo. Por eso decido hoy mismo comenzar a ser yo mismo. Sin tener miedo.

Hay una belleza que está en la superficie. Una belleza que todos ven y entra por los sentidos. Una belleza de piedras preciosas, de brillos mágicos, de luces que deslumbran y suaves melodías. Una belleza que enamora y eleva el corazón a las alturas, con una simple mirada. Un paisaje que a la vista resulta asombroso. Esa belleza la perciben todos, yo la percibo. Me atrae con una fuerza mágica, casi instintiva. Las cosas bellas en su exterior deleitan. La fealdad en el exterior produce un rechazo profundo. Nos aleja de lo que aún no conocemos en un interior. Hay otra belleza oculta que permanece inaccesible a los ojos humanos. A veces no la veo, cuando me aleja la fealdad de la superficie. A veces no la busco, cuando me detengo en la aparente belleza externa y creo que eso me basta. Dicen que los árabes al construir la Alhambra construían con sobriedad el exterior de sus muros y torres. No querían aparentar lujo. Gracias a eso parecía que no había tampoco lujo ni belleza en el interior. Sin embargo, dentro se guardaba lo más bello. Lo más suntuoso. El lujo más maravilloso. Una casa por fuera podía ser una casa humilde en apariencia. Pero al entrar percibías la belleza en todo su esplendor. Todo el oro, todas las piedras preciosas, lo más suntuoso. Así fue construida la Alhambra. Creo que algo parecido sucede con el alma y el cuerpo. Hay fachadas muy bellas hechas de piel y luz. Cubiertas maravillosas que deslumbran. Todo parece revestido de oro. Cubierto de joyas. El perfume me habla de una belleza no escondida. En la superficie se ha invertido todo el esfuerzo. Es cierto que puede que su interior sea también bello. Pero a veces no es así y el interior es feo. Las apariencias engañan. Es necesario dar un paso y hacer un esfuerzo para descubrirlo. Es necesario profundizar en la vida. Sin quedarme en la apariencia. Hay personas que en apariencia no son tan bellas. Su fealdad exterior produce rechazo. No destacan por su físico, ni por su forma de ser. Sin embargo en su interior hay mucha belleza escondida. Hoy parece tener más éxito lo de fuera, lo que se ve. Pero luego, lo que de verdad uno valora, es la belleza interior. La que no se deteriora con el paso del tiempo. La bondad y la belleza que permanecen para siempre. Hay personas a su vez que son bellas por dentro y por fuera. Reconozco que si tengo que elegir, prefiero la belleza interior. La que pasa desapercibida a los ojos ignorantes. La que no descubren los necios. Me gusta esa belleza que no veo con el primer golpe de vista. Tengo que esforzarme y ahondar un poco para ver lo bello que está oculto. Abrir la puerta y entrar dentro. Las apariencias engañan, embelesan, apasionan. Pero es la belleza escondida en lo profundo del corazón lo que permanece en el tiempo. Quiero ser bello por dentro. Aunque por fuera no lo sea tanto. Para eso debo guardarme más, proteger más mi intimidad, cultivarla, enriquecerla. Quiero reservarla para Dios, para aquellos que me quieran por lo que soy, no por lo que parezco. Pero reconozco que a veces me desparramo por el mundo que quiere saber qué hago, qué pienso, qué digo, qué deseo. Expongo mi interior. Me desnudo sin pudor alguno. Quiero guardar mi belleza y cuidarla para Dios. Quiero crecer en belleza interior. Y quiero aprender a ver a Dios en la belleza que me rodea. En una obra de la pintora Cristina Rueda titulada «El imperio de los santos», vinculada a una serie llamada, «Belleza de toda belleza», comenta la autora: «En ella se pretende rescatar el antiguo valor de la belleza suprema, la verdad entera. Vivimos tiempos convulsos, paganos, hedonistas y agónicos, donde todo vale, y nada importa. Los valores eternos han caído en desuso, y así nos va, andamos a tientas no se sabe muy bien hacia dónde, ni hasta cuándo. Cuando se pierde la fe en Dios, curiosamente, también se pierde en uno mismo. ¿Es posible vivir en plenitud, saborear la esperanza y descubrir que más allá de nuestros límites, hay un mundo que clama por nuestro bien, por mantenernos a salvo?». La belleza de Dios se refleja en el hombre, en el mundo. La belleza de su amor se vuelve pálido reflejo en el amor humano que entrego y recibo. En la belleza honda que ven mis ojos percibo la belleza de un Dios que me ama con locura. Quiero aprender a apreciar la belleza que miro, para poder ver a Dios con más facilidad. No quiero convertirme en un buscador de cosas feas. Sino en un enamorado de lo bello. Busco con los ojos del alma la belleza escondida, oculta en los pliegues humanos. Esa belleza eterna que yo mismo poseo y busco por todas partes. Quiero aprender a asombrarme con la belleza que me deslumbra. Comenta Manuel Bartolomé Cossío algo muy importante en la educación: «El mundo entero debe ser desde el primer momento materia de aprendizaje para el niño, como lo sigue siendo, más tarde, para el hombre. Hacer del niño en vez de un almacén, un campo cultivable. Y de cada cosa una semilla y un instrumento para su cultivo. Evitar que el hombre pueda dolerse del tiempo que ha perdido. Teniendo delante las cosas sin verlas. Es el ideal que aspira a cumplir, mediante el arte de saber ver, la pedagogía moderna». Tengo que aprender a ver la realidad. Quiero apreciar a los demás en su belleza, aunque aparentemente sea su fealdad lo que más resalta. Quiero profundizar en mis vínculos. Ir más allá de mis prejuicios. No quedarme en la superficie de las cosas. Ser capaz de ver a Dios actuando en todo lo que me rodea. Me resulta difícil vivir en la hondura. Pero es allí donde crezco y me hago más de Dios. Donde puedo cuidar mi jardín interior. Es en esa hondura donde descubro la belleza de Dios reflejada en mi propia alma. Necesito cultivar el arte de saber ver a Dios en todo. Voy más allá de la superficie de las cosas. Me niego a conformarme con una belleza pasajera y caduca. Busco en todo la belleza oculta de Dios.

Muchas veces me conmueve pensar que soy totalmente original. Que nadie es igual a nadie. Que soy distinto a todos los que conozco. Tengo mi propia mirada, mi criterio, mis heridas, mis sueños. A mí no me gusta que me etiqueten y que decidan por mí lo que tengo que pensar. No estoy condenado a actuar como lo hacen todos. O a pensar como todos piensan. No quiero que me clasifiquen en un grupo determinado del que no pueda salir. Mi alma está llena de matices, de luces y sombras, con mi historia y mi percepción de las cosas. Con mi inteligencia para juzgarlo todo y saber ver su belleza. Con capacidad para discernir lo que no está bien dentro y fuera de mí. Estoy llamado a hacer de mi vida algo grande. Una obra de arte. Por eso no me conformo con el mínimo. Lo quiero todo. Veo en mi interior las diferencias y las semejanzas con el mundo. Aprecio los matices y aprendo de la vida. No quiero imitar a nadie, porque como dice Manuel Bartolomé Cossío, existe un deber: «El deber que cada cual tiene de hacer de su propia vida una obra de arte». Sé que puedo ver la vida como es. Apreciar lo que está bien y lo que está mal. Y decidir libremente lo que elijo, lo que hago, aquello por lo que opto. Tengo mis puntos de vista. Mi mirada y mi originalidad. No soy perfecto. Hago cosas bien y cosas mal. Soy original en mi manera de mirar las cosas. Nadie puede decidir lo que siento en cualquier campo. Y sé que no puedo ser juzgado por lo que soy. Por eso no dejo que nadie me meta en un bloque, en un esquema. Y decido firmemente no meter a los demás en un bloque. No masifico a otros y no me dejo masificar. Ojalá pudiera tener siempre mi propia mirada y hacer autocrítica. Entender que yo hago cosas mal y también las hacen los que piensan como yo. Soy original, único. Decía el P. Kentenich: «¿Cómo puedo asegurar mi propia originalidad y, a la vez, estar interiormente abierto a otras maneras de ser, y también desplegarlas y desarrollarlas?»[2]. Decido mirar a cada persona como un individuo y respetar su forma original de ser y de darse. Yo soy original. Los demás también son originales. Me reconozco distinto y acepto al otro en sus diferencias. No lo quiero meter en una masa gris en la que todos piensan igual. Lo respeto y lo valoro. Pero no quiero vivir toda mi vida diferenciándome de los demás. Esforzándome en hacer ver mis diferencias. Me da pena que así me olvide de lo que me une a los que no son como yo. Los otros, los distintos, no son como yo. Pero no son ni mejores ni peores. No quiero olvidar lo que me une a ellos. Si lo olvido me aíslo y vivo rodeado de enemigos, de amenazas. No juzgo sus diferencias. Sé que no se pueden comparar los dolores de cada uno. Tengo mi propia vida y mi dolor. Tengo mi herida y mi decepción. Los otros las suyas. Reconociéndome único y frágil me siento compasivo con los que sufren a mi lado. No hago bandos. No coloco en un grupo a los buenos y en otro a los malos. Sólo hay personas con las que estoy unido mucho más de lo que a veces creo. No me dejo masificar. No pienso igual en todo al mirar a los que están cerca de mí y comparten mi camino. Ni siquiera con esos siento que pienso igual. Cada uno tiene su original forma de ver las cosas. Y eso es sagrado, aunque a veces me incomoda. Porque, por comodidad, tiendo a unificar. Deseo de golpe que todos piensen igual, según lo que toca, para no sentirme incómodo. Me olvido de lo importante. Soy una persona libre, capaz de tener mi propia mirada y mirar al otro por encima de sus ideas sobre la vida. Soy mucho más grande que un grupo. Esa es mi misión con Dios y con María. A veces no puedo cambiar las circunstancias, ni a los demás. Es el momento de que mi corazón cambie y tenga más hondura. Es la oportunidad y el reto para conquistar mi alma. Esa alma única que vive en comunión, no aislada, no en guerra. Eso es lo único que sé que está en mi mano. Convertir mi corazón. Para poder mirar la realidad con pureza y sin prejuicios. Creo que así miraba Jesús la vida. Y su mirada es la mía. O al menos así lo intento. Está en mi mano cambiar el corazón. En todas las realidades hay cosas duras y cosas bonitas. Belleza y fealdad. Puedo mirarlo de una manera o de otra. Puedo quedarme con un detalle malo o abrazar el bueno. Sólo depende de mí. Sé que tengo una belleza única y escondida. Y hay una belleza también oculta en las personas que están cerca de mí. Y en las que están lejos, en aquellas a las que no amo. En su vida hay una misión, un destello único de Dios. Tengo algo propio que dar. No siempre puedo vivir exigiéndole a la vida y a los demás lo que necesito. Decía el P. Kentenich: «Como personas comunitarias no podemos preguntar y decir: - ¿Qué me entrega a mí la comunidad? Esa pregunta se puede plantear al comienzo. Pero más adelante tengo que plantearme otra pregunta: - ¿Qué le doy yo a la comunidad?»[3]. Tengo un tesoro en mi alma para compartir. Una forma original de ser hombre, de ser humano, de ser misericordioso. Miro mi alma para ver mis rasgos propios. Mi forma única de amar a los demás. Y desde lo que soy acojo y acepto al que no piensa como yo. Al que es distinto. Al que no reacciona como yo espero. Es la forma que tengo de darme. Desde lo que soy. Abierto a todos.

Hoy Jesús me invita a usar bien los talentos que pone en mis manos: «Un hombre, al irse de viaje, llamó a sus empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de plata, a otro dos, a otro uno, a cada cual según su capacidad; luego se marchó». Jesús me deja tiempo y lo pone entre mis manos. Me da un corazón con capacidad para amar. Me regala dones y talentos para que los ponga al servicio de los hombres. Me gusta pensar que me ha dado Dios grandes dones. Me gusta tocarlos. Saber que son suyos. Que yo sólo administro. Quisiera ponerlos al servicio de los hombres. Enterrarlos para que den buen fruto. Pero muchas veces me da miedo perder lo que tengo y los escondo. El que tenía un talento lo escondió por miedo a perderlo: «El que recibió uno hizo un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor». Y cuando el Señor volvió, le dijo: «Señor, sabía que eres exigente, que siegas donde no siembras y recoges donde no esparces, tuve miedo y fui a esconder mi talento bajo tierra. Aquí tienes lo tuyo». El miedo a perder. El miedo a malgastar la vida. El miedo a que mi talento no sea reconocido o no dé fruto. Tal vez es mi mirada negativa que no ve que el talento sea un don para otros. O pienso que no es tan útil todo lo que tengo. Y lo escondo por miedo al rechazo, al ridículo. O por comodidad. Creo que tengo muchos talentos. Y a veces me da miedo pensar que Dios me exija de acuerdo a lo me ha dado. Creo que todos tenemos muchos talentos. Pero nos falta fe. Me falta creer más en la fuerza de mi voz. En la agilidad de mis gestos. En la pasión de mi amor. Me falta creer en la claridad de mi inteligencia. En mi propia docilidad ante el amor de Dios. En la fuerza de mis palabras. Y aun así, sé que todo lo que tengo es tan pequeño y frágil. Dice la tradición que los cálices normalmente se hacían de tal forma que la base era estrecha y la parte superior del cáliz muy ancha. Eso quería decir que lo que pone el hombre es poco, y la gracia de Dios es la que nos eleva y salva. En la parte ancha del cáliz es donde el vino se convierte en la sangre de Jesús. Su fuerza, su gracia, su poder. Ambas partes estaban unidas por un anillo, símbolo de la alianza entre Dios y el hombre. Hace falta esa base humana para que Dios pueda actuar en mí. Hace falta que ponga lo mío, mi don, mi talento, mi barro, mi base estrecha. Hace falta que no guarde mis talentos en un lugar escondido, que no me quede quieto con miedo. Dios quiere que lo entierre todo para que muera y dé fruto. Quiere que lo haga visible a los ojos de los hombres, para que en mi pobreza otros puedan ver el poder de Dios. Me gusta la expresión que usa Jesús. Dios nos da: «A cada cual según su capacidad». Es verdad que no da a todos lo mismo. A unos más, a otros menos. A unos más oportunidades, a otros menos. Me siento muchas veces un privilegiado de Dios. Y no doy tantas gracias. En otras ocasiones me siento menos cuidado por Dios. Y veo que tengo menos capacidad que otros. Tiendo a compararme. Veo el bien en los demás y en mí veo sólo pobreza. Veo la luz en otros y en mí la oscuridad. Veo miseria en mis manos y riqueza en los que me rodean. La envidia me hace daño. O el desprecio de los que veo más capacitados. No importa lo que tenga, lo que importa es que confíe y lo ponga en manos de Dios. Leía el otro día sobre S. Ignacio y su obra: «Hombres y mujeres empapados de evangelio, capaces de tomar decisiones y guiar grupos. Capaces de desvivirse por otros. De soñar y contagiar sueños. De levantar al caído, cuidar al herido, inquietar al tibio, alentar al triste y ayudar a cada quien a dar lo mejor de sí mismo. Gente frágil, claro está. Y limitada, como todos lo somos. Imperfectos. Capaces de grandes aciertos, pero también humanos para cometer errores, y ojalá capaces de rectificar cuando sea necesario. Altos o bajos, guapos o feos, tímidos o dicharacheros, racionales o emotivos... eso no es lo esencial. Lo que hace falta es que, desde su debilidad y su capacidad estén dispuestos a amar y servir. Por los otros. Por Dios y su proyecto. En todo. Y para eso Ignacio está preparado a obrar como si todo dependiese de sí mismo, sabiendo que al final todo depende de Dios. Luchar hasta el extremo, para después dejarlo todo en las manos divinas»[4]. Esa es la actitud que quiero tener en mi vida. Ser siempre consciente de mis dones. Pero no sintiéndome menos que nadie. Hay personas que no hacen algo porque creen que lo van a hacer mal. Esconden su talento. Porque ven a otros que brillan más. El otro día una persona me comentaba con pena: «Me siento solo muchas veces. Porque veo que la gente busca a los que brillan y yo no brillo». Me conmovieron sus palabras. A veces puedo sentirme solo porque el mundo busca el brillo, la luz, el talento, el éxito. Y yo no lo tengo. Busca al que tiene muchas capacidades, no al que tiene pocas. Ensalza al que triunfa, no al que ha fracasado. Se queda con el que tiene vivos colores, no con el de tonos grises. Se acerca a los que ríen y hacen reír, no a los que viven tristes y apesadumbrados. Alaba al que está contento con todo, no al que se queja siempre. Suele ser así en la vida. ¿Qué pasa entonces si yo no brillo, si no tengo vivos colores, si no estoy siempre alegre y no soy siempre positivo? ¿Qué sucede si yo no río tanto y mi mirada es seria? ¿Estoy condenado a quedarme solo? Los hombres pueden pasar delante de mí sin fijarse. Tengo mis talentos ocultos, pero no los ven. Tengo mis dones tapados bajo una apariencia sin luz. No me ven brillar, no descubren mi belleza. Yo mismo no me veo tan bello como otros y me desanimo. Escondo el talento. Quisiera no compararme nunca. No vivir pendiente de cómo los demás hacen las cosas, aquello que yo también hago. Si me comparo puede que salga perdiendo. Y el miedo a perder siempre me bloqueará. Quiero tener una mirada abierta y confiada. Dios me ha dado una capacidad y quiere que me dé por entero desde lo que yo soy. Desde mi verdad. No voy a dejar de cantar aunque sé que otros cantan mucho mejor que yo. No tengo que ser el mejor en lo que hago para poder hacerlo. Dios me pide que no quiera ser otro. Que sea yo mismo. Que confíe. Me pide sólo agua y saber que Él la va a transformar en vino. Yo pongo lo mío, Él multiplica mis pocos panes. Entonces está claro, tengo que ser yo, sólo yo, no imitar a nadie. El otro día un abuelo le decía a su nieto en su primera comunión: «Yo pido para ti que sigas siendo siempre tú mismo. Porque eres muy bueno, y tienes mucha luz». Antes de él algunos habían pedido otras cosas para el niño. Dones que a lo mejor no tenía y sería bueno que un día los tuviera. Pero el abuelo se centró en lo que su nieto sí tenía. En la belleza que él veía en el niño. Alabó su verdad más honda. Se fijó en lo que no era necesario cambiar ni ocultar. Me gustó esa mirada. En la vida no quiero caer en la tentación de desear ser otro distinto. No quiero vivir comparándome y deseando los dones que no poseo. No quiero ser el mejor, ni el más capaz. No quiero ser distinto a como soy. Me gusta mi belleza, me gustan mis talentos. Me gusta mi historia y mi camino. Me lo tengo que repetir cada mañana para no olvidarme. Estoy dispuesto a pasar toda mi vida conmigo en soledad. Gozando de mi propia compañía. Es evidente que soy la mejor persona para compartir mis pasos. Pero no siempre acepto esta verdad. Se me olvida cuánto me quiere Dios. Y mendigo cariño y reconocimiento. Me lo vuelvo a decir. Me gusta como soy. Lo quiero repetir cada mañana para que mis caídas y fracasos no me hagan perder la esperanza. Dios me quiere como soy, como ese abuelo, quiere que cada día de mi vida salga orgulloso a la calle. Feliz de ser como soy.

Al final de la parábola vuelve el señor y quiere recibir los frutos de lo que han trabajado: «Se acercó el que habla recibido cinco talentos y le presentó otros cinco, diciendo: - Señor, cinco talentos me dejaste; mira, he ganado otros cinco. Su señor le dijo: - Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor. Se acercó luego el que habla recibido dos talentos y dijo: - Señor, dos talentos me dejaste; mira, he ganado otros dos. Su señor le dijo: - Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu señor». Vuelve y quiere ver lo que han hecho sus servidores con su dinero. Al que ha producido fruto le da mucho más como premio. Reconozco que me cuesta un poco esta imagen de Dios. Sé que Dios me lo ha dado todo. Mi vida, mi tiempo, mi fuerza para amar, mi capacidad de crear, mis sueños, mis anhelos y deseos. Mi voz y mis silencios. Mis manos que acarician y construyen. Mis brazos que sostienen y abrazan. Sé que todo lo ha puesto en mi corazón y me ha enviado a darme. Sé que esa es mi misión, lo tengo claro. No vivo para mí. No puedo vivir centrado en mí. Pero me cuesta pensar en este Dios que me alaba sólo si yo produzco, si doy, si entrego. Me cuesta esa medida que usa para exigirme unrendimiento después de mi trabajo. Creo más en la gratuidad de Dios. Creo que es generoso conmigo después de ver cómo me he dejado la vida amando. Pero al ver el premio que recibe el que ha producido me hace pensar en un Dios juez, en un Dios empresario. Es como si mi relación con Dios fuera una relación comercial. Sólo valgo si produzco. Y si guardo mis talentos Dios se mostrará severo conmigo y me alejará de su presencia. Lo reconozco, esa forma de ver a Dios me quita la paz. Creo que Jesús no pasó entre los hombres exigiendo cuentas. No pidió lo que no podían darle. No se quedó mirando todo lo que les faltaba para ser perfectos. Sino que dio a todos en sobreabundancia aunque hubieran entregado muy poco. Esa imagen de Dios que desborda mi expectativa es la que me anima a luchar y a poner todos mis talentos al servicio de los hombres. El Papa Francisco en la Exhortación Amoris Laetitia me habla de ese Dios: «La experiencia de ser perdonados por Dios, justificados gratuitamente y no por nuestros méritos». Yo lo doy todo. Pero no recibo de acuerdo a lo que he dado. Como un pago justo por mi esfuerzo. Como un derecho. Como si fuera una medida que satisficiera mi generosidad con los hombres. Estoy convencido de algo. El que siembra amor, a la larga, recibe amor. El que siembra odio, acaba recibiendo odio. Eso me queda claro. Siempre que hago las cosas por amor siento que mi corazón se ensancha. Cuando me guardo por egoísmo veo cómo me vuelvo pequeño y mi corazón se endurece. Pienso en la gratuidad al darme. Me doy y amo sin esperar nada a cambio. Creo que es la mejor manera de ser hijo de Dios. Pienso que en la parábola, Jesús me dice hoy que Dios siempre me dará más, siempre me desbordará y nada, absolutamente nada de lo que yo entregue, dejará Dios de guardarlo, atesorarlo, y multiplicarlo por mil. Hoy las palabras de Jesús encuentran eco en mí. No quiero que diga nunca: «Se acercó el que había recibido un talento y le dijo: Eres un empleado negligente y holgazán». No quiero ser negligente. Pienso en los talentos que he recibido y me pregunto si los exploto, si invierto mis dones, si soy generoso al darlos. Miro mi alma a veces mezquina que se busca a sí misma. Que añora la comodidad y no quiere perder nada de cuanto tiene. Pienso en mi pobreza y en mi riqueza. Guardo a veces. Me reservo. Tengo miedo. No quiero pensar en el mérito, ni en el premio. Pienso más bien en que todo lo que tengo lo he recibido gratis. Nada es mío por derecho. Es un don. Es una gracia. Es gratuidad. Por eso quiero ser así con todos. Y quiero vivir sin derechos, sin exigencias. No quiero quejarme cuando no recibo lo que espero. No quiero verme enojado con el mundo por no tener tanto como esperaba. La pobreza de espíritu me hace menesteroso y agradecido. Decía el P. Kentenich: «¿Por qué solemos ser tan terriblemente desagradecidos? Porque nos acordamos muy poco de las misericordias de Dios. Y esto proviene de la grave carencia de una delicada infancia espiritual, de nuestra falta de cultivo de la soledad con el Padre, de coloquio cara a cara con Él. Si fuese filial estaría más a solas con Él. Pero como soy tan poco filial, mi corazón está en permanente distracción, derramado en las cosas del mundo, a la búsqueda de satisfacciones. Si fuésemos más niños, tendríamos ese delicado sensor para detectar las misericordias de Dios y buscaríamos la soledad con Él»[5]. Me falta un corazón de niño. Un corazón de hijo. Agradecido ante su Padre por todo lo que recibe. Sin esperar nada. Sin exigir nada. Contento porque todo es un don, un regalo, una gracia. Me gustaría ser más así. Dar todo lo que he recibido gratis. Amar más de lo que amo sin esperar ser amado. Buscar que los demás se sientan amados por mí sin buscar recompensa. ¡Cuánto cuesta la gratuidad! ¡Qué difícil vivir sin exigencias! Tengo que aprender a ser más pobre de espíritu para no esperar nada, para no exigir nada. Un corazón grande y abierto. Despojado de todo lo que no le corresponde y anhelando sólo el encuentro con Dios cuando venga a buscarme.
 

[1] Franz Jalics, Ejercicios de contemplación, 32
[2] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[3] J. Kentenich, Milwaukee Terziat, N 21 1963
[4] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[5] J. Kentenich, Niños ante Dios
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