El fenómeno de los «hipohijos»: cuanto más mimados de niños, más dificultades vivirán como adultos
Tablet, teléfono móvil y todo tipo de caprichos...Muchos niños tienen todo lo que quieren, sus padres parecen sus sirvientes y esto se mantiene según van creciendo, incluso en la edad adulta. Esta sobreprotección y el colmar todos sus deseos de manera inmediata provoca la pérdida del asombro, entierra las ventajas del esfuerzo y acaba con la imaginación.
Son conocidos como los hipohijos, cuyo número es cada vez mayor en Occidente. Berta G. de la Vega explica este fenómeno en este extenso reportaje en El Mundo:
La evidencia se acumula: somos padres tan estupendos, tan pendientes de cualquier aspecto de la vida de nuestros hijos, que se la estamos arruinando.
Leemos sobre la bondad de fomentar el autocontrol de los niños, pero los primeros que no cumplimos somos los padres: atamos los cordones a chicos de 10 años, untamos sus tostadas, llevamos al recreo el bocadillo olvidado en casa y, sí, también esperamos a que salga de las entrevistas de trabajo. «Les educamos con Walt Disney para una vida que es The Walking Dead», explica Francisco Castaño, profesor, escritor y terapeuta de familias.
Hipohijos ha bautizado Eva Millet a esos descendientes de los hiperpadres en su último libro, Hiperniños. Son el resultado de querer niños que no sufran, de confundir la felicidad con subidones de alegría temporal, de solucionarles todo. Son niños de autoestima baja cuando llega la realidad con las rebajas, sufren ansiedad o depresión y carecen de recursos para manejarse por el proceloso y complejo mundo de la vida adulta. «Queremos educarles para el mar abierto entrenando en una piscina de plástico», suele resumir Gregorio Luri, filósofo y pedagogo.
En el fondo, los deseamos dependientes.
Las últimas advertencias llegan de la mano de dos psicólogos de EEUU, William Stixrud y Ned Johnson, autores del libro The Self-Driven Child (A favor del niño autónomo, Ed. Penguin Random House), y también de Eva Millet. Todos advierten de esos hipohijosque, después de una carrera competitiva por entrar en una buena universidad en EEUU, por ejemplo, se acaban matriculando en asignaturas como Psicología y Buena Vida, escogida por un 25% de los nuevos alumnos. Porque, según los autores americanos, en esa vida tan ocupada se les escapa algo tan básico como encontrarle el sentido.
Y, según sus experiencias, luego llegan la depresión y la angustia que vaticinan las estadísticas para cuando se enfrenten a esa vida real que suele empezar con un trabajo en el que aterrizan después de una entrevista a la que a veces ya van con los padres. «He tenido a candidatos acompañados por sus padres y luego me han llamado para preguntar por el tipo de contrato», explica Bernal Girón, gerente de Planeta Explora, una empresa dedicada a la divulgación científica entre los niños.
Los autores estadounidenses, además, advierten de que son niños cansados, sin tiempo libre, porque los padres también han asumido el rol de planificadores de eventos y agenda cultural, además de ponerle en las manos la tecnología que les tendrá enganchados. Son niños que apenas tienen tiempo para aburrirse, con las horas del día copadas entre colegio, deberes y extraescolares. No saben lo que es jugar sin la supervisión de un adulto pero, como advierte Millet, la amplificación de las malas noticias no ayuda a que nos relajemos: «En Gran Bretaña hubo un efecto Madeleinepor la desaparición de la niña en Portugal. Dejaron a los niños menos solos».
Puede pasar estos días en España con el caso del pequeño Gabriel. Por eso, las familias que optan por mayor autonomía se enfrentan a mayor presión social: «El año pasado, mi hijo de 11 años empezó a ir al colegio solo en autobús de línea. Dos paradas. Pues muchas madres me dijeron que le comprara un móvil y yo les decía: pero, a ver, ¿qué nos pasó a nosotras de pequeñas?», dice Adriana Guijarro, una de las que sí son capaces de ponerse la presión social por montera.
Los padres de Fernando Alix, 49 años, lo hicieron sin haber leído tantos libros. Le dejaron ir con 13 años recién cumplidos, con su hermano Antonio, un poco mayor, en bicicleta de Madrid a Carranza, en el País Vasco. Corrían los años 80: «Antonio se empeñó en que hiciéramos Madrid- Burgos del tirón». Y allí que se fueron. Hasta reventar.
Sus padres lo vieron normal. Llevaba montando en bici por el centro de Madrid desde que tenía nueve años y ya se había ido a Ávila varias veces. Cuando acabó COU, recibió 35.000 pesetas de regalo y un mes en bici por Marruecos. «¿Llamar por teléfono a casa?», se ríe. «Creo que cuando llegamos a Almería de vuelta en el ferri».
Antes había empezado a correr en moto y su padre, médico, dejó de darle dinero pronto para esos gastos. Se tuvo que arreglar él sólo la moto. Pero no le aconsejaron dejar los estudios por un taller. Completó Económicas en la Autónoma, a curso por año: «Me sirvió para obtener la satisfacción de ver que puedes hacer lo que te propongas». Pero enseguida volvió a su idea: mensajero por la mañana, mecánico por la tarde. Hasta que pudo dedicarse al taller a tiempo completo. Desde hace años es dueño de un negocio en Madrid. «Mis padres me apoyaron pero no me lo pusieron fácil», explica, y eso cree que le motivó «más». Y está feliz con su taller, sin haberse matriculado en una asignatura sobre cómo alcanzar la felicidad.
La motivación es la caja negra de la Psicología y está muy relacionada con lo que se llama «agencia» en esta rama científica, o sea, la capacidad de decidir. Pero los padres de hoy la entienden de manera curiosa: «Ahora se entiende por autonomía dejar que los niños pequeños elijan qué se ponen de ropa o la marca de zapatillas», suele contar en sus charlas Gregorio Luri, uno de los divulgadores más activos en España de la educación del carácter. Es decir, de enseñar con el ejemplo a ser responsable, que no es otra cosa que apechugar con las decisiones. Pero hay que poder elegir. Caerse y levantarse.
Francisco Castaño, autor de La mejor medalla, la educación, explica que precisamente «educar es enseñarse a valerse por sí mismos», o sea, hacerse adultos. Hace un mes, la revista médica The Lancet defendía, sin embargo, extender el concepto de adolescencia hasta los 24 años, al haberse retrasado lo que marcaba el paso a la edad adulta, como el primer empleo o el primer hijo. «De todas maneras, llegarán y se harán adultos», explica Roberto Colom, profesor de Psicología de la Autónoma de Madrid, que duda de los datos sobre la epidemia de depresión y ansiedad: «Nos faltan estudios longitudinales, a lo largo de varios años». Y, en España, esas investigaciones no existen.
Tenemos lo que ven el profesor Castaño y Pedro García Aguado en su asesoría a familias: «A los niños que se les hace todo, cuando llegan a la adolescencia y ven que no consiguen ciertas cosas por sí mismos, se frustran y vuelcan la impotencia con sus padres».
-¿Hasta qué punto le hacen todo?
-Yo he tenido algún alumno de 18 años que no ha venido a clase porque su madre me dice que se le olvidó despertarle. Hay otros a los que les ponen la cesta de la ropa sucia directamente en el dormitorio y, aun así, ni siquiera abren la tapa. Estamos generando incompetentes e irresponsables que no tienen ni idea de cómo funciona la vida, por evitarles que sufran lo más mínimo. La necesidad agudiza el ingenio y ellos nunca la experimentan.
Los autores de A favor del niño autónomo advierten de una tendencia más extraña en EEUU que en España: jóvenes que no se quieren emancipar. Tan a gusto en casa. «Están muy acostumbrados a que sean otros los que se encarguen de su vida», explicaban los autores en una entrevista con Scientific American. Y esos otros, los padres, «están viendo la educación como algo muy competitivo, tienen la sensación de que sus hijos se pueden quedar atrás», dice Millet, referido, claro está, a un segmento de población de clase media alta.
Millet se fija en los exámenes de Selectividad, donde ya es habitual «ver a padres que les llevan bolis de repuesto o bocadillos» a los estudiantes. La autora dibuja niños también paralizados por la presión de los padres a estar a la altura de sus expectativas, por el miedo a equivocarse. A eso, añade «la vida que nos enseña Instagram, donde todo perfecto».
Un consejo que dan los autores norteamericanos es fomentar horas de desintoxicación digital, sin pantallas, sin móviles, sin tabletas. También los padres. Porque, como dice Millet, el móvil se ha convertido «en el nuevo cordón umbilical: la manera perfecta de controlar al niño».