El profesor Stith denuncia los efectos secundarios de la posibilidad de «elegir»
Facilitar la muerte complica la vida: el suicidio asistido y la paradoja de la abuela enferma
Si aceptamos el suicidio asistido, lo más probable es que surja una cultura del desprecio hacia las personas discapacitadas y los ancianos. Cualquier apoyo que se dé al suicidio pone en peligro no sólo la vida de las personas, sino también la dignidad humana y la calidad de las relaciones de quienes ayudan a las personas con enfermedades graves. Es la tesis que sostiene en The Public Discourse el profesor Richard Stith, investigador senior de la Facultad de Derecho de la Universidad de Valparaíso (Chile):
El profesor Stith se formó en las universidades de Harvard, Berkeley y Yale.
FACILITAR LA MUERTE DIFICULTA LA VIDA
El acceso al suicidio sigue siendo un tema de discusión, sobre todo en debates sobre la legalización del suicidio asistido (ahora llamado a menudo, eufemísticamente, "ayuda a morir"). Pero hay un tema sobre el que no se habla en dichos debates: al facilitar la muerte, dificultamos la vida. Una vez que el suicidio sea aceptado y se pueda acceder fácilmente al mismo, se culpará a las personas dependientes que se nieguen a elegir la muerte de imponer deliberadamente una carga a sus cuidadores y a la sociedad, lo que añadirá nuevas formas de sufrimiento al final de su vida.
Sin embargo, este no es el mal que suelen alegar quienes se oponen al suicidio asistido, que suelen argumentar, con razón, que poner a disposición de las personas dependientes un fármaco letal pone en riesgo la vida misma, ya que expone a estas personas, muy vulnerables, a presión o coacción para que soliciten la muerte. Sin embargo, a menudo se olvidan de mencionar el otro gran mal que resulta de cualquier "derecho a morir": facilitar el suicidio no solo pone en peligro al enfermo o moribundo, sino también la calidad de las relaciones humanas.
¿Deben considerarse prescindibles algunas vidas?
Cuando elegir la muerte no se considera una opción, podemos imaginarnos a las personas que luchan contra enfermedades graves o en condiciones de discapacidad como héroes que combaten contra un destino implacable. Su vida y su muerte están llenas de un significado que debe ser descubierto por ellos y por quienes les rodean. Si una abuela enferma lucha para seguir viviendo, en su desgracia y a pesar de su sufrimiento y su discapacidad puede ser objeto de compasión y solidaridad. Se la puede considerar muy merecedora de un seguro sanitario o de una ayuda del gobierno. Además, puede ser motivo de inspiración para su familia, amigos y vecinos, que se sienten privilegiados por compartir algunas de sus frustraciones cuidándola y pueden sentirse solidarios -con ella y entre ellos- luchando a su lado. Y cuando la muerte llega, sus últimas experiencias y la memoria duradera de sus cuidadores pueden crear una red de personas unidas en su recuerdo.
Al contrario, el derecho de una persona con una enfermedad grave al suicidio asistido (o a la eutanasia voluntaria) significa que la vida de dicha persona es prescindible, que el hecho de que su existencia continúe es legalmente menos importante que la existencia de las personas sanas (cuyas vidas están protegidas contra el suicidio). Hace ya tiempo que los colectivos de personas discapacitadas indican que una de las razones por las que el suicidio asistido está bien visto es que las personas con discapacidad grave no son muy importantes para el resto de la sociedad. No nos importa que reciban presiones para solicitar la muerte. Pero si deciden vivir, lo hacen sabiendo que, para el resto de la sociedad, no cuentan mucho.
Lo más importante: una vez que a una abuela enferma se le ha facilitado la opción del suicidio asistido, su libre decisión de seguir sufriendo ya no despertará la compasión de su familia, y dejará de tener el apoyo de la comunidad. Como explicó en una ocasión el doctor Ezekiel Emanuel, oncólogo y experto en ética, nombrado consejero de sanidad por el presidente Barack Obama: "La legalización plena del suicidio asistido y la eutanasia tendría el efecto paradójico de que el paciente sea considerado responsable de su propio sufrimiento. En lugar de ser considerado, por encima de todo, víctima del dolor y del sufrimiento causado por la enfermedad, se consideraría al paciente como alguien que podría acabar con su sufrimiento aceptando una inyección o unas pastillas; negarse a ello significaría que es decisión del paciente vivir con dolor, que es su responsabilidad. Culpar al paciente reduciría la motivación de sus cuidadores -que dejarían de proporcionar atenciones añadidas- y eliminaría su sentimiento de culpa si no le ofrecen los cuidados necesarios".
Muchas personas en estado de relativa fragilidad ya piensan que son una carga para los demás . A esto se añadiría un sentimiento de culpabilidad porque ahora pensarán que son ellos, y no la enfermedad y la edad, los culpables de los problemas que estarían causando a otros.
Una vida egoísta... por no morir
La abuela que elige vivir a pesar de depender en gran medida de otras personas será considerada una persona profundamente egoísta, que prefiere beneficiarse de sus cuidadores a un coste muy alto. Y como el beneficio que recibe es, según sus cuidadores, cada vez más pequeño -a medida que se aproxima a la muerte o tiene más dolor o es cada vez más dependiente debido al aumento de su discapacidad-, su aparente egoísmo aumenta: elige gravar más a su familia y a la sociedad en aras de un beneficio cada vez más insignificante para ella.
Si sigue adelante hasta el punto de que sus cuidadores y otros juzguen que su vida es una carga para ella no menos que para el resto de la sociedad, entonces no sólo es considerada egoísta, sino también irracional. Como ha advertido la conferencia episcopal estadounidense, "aquellos que optan por vivir entonces pueden ser vistos como egoístas e irracionales, como una carga innecesaria para otros, e incluso animados a verse a sí mismos de esa manera". Su derecho a elegir la muerte tiene como resultado una cruel paradoja si esa persona insiste en vivir: a medida que su sufrimiento y su necesidad de asistencia aumentan, la compasión y la disponibilidad de su familia a sacrificarse por ella disminuyen... como disminuye también la disponibilidad del seguro sanitario a seguir pagando su atención médica.
Esta disminución del respeto y de la preocupación por los enfermos no se limitará a las familias y comunidades mezquinas o tacañas. Si seguir cuidando de una abuela apenas contribuye a su bienestar físico y una muerte sin dolor es fácil de conseguir, ¿cómo podrá nadie obviar este hecho? La cortesía y el amor inhibirán la sinceridad, pero la persona discapacitada será consciente de que su familia no podrá evitar pensar: "¡Qué manera tan absurda de derrochar el dinero de la universidad de sus nietos!".
Hace unos años, el Times de Londres publicó una carta en la que Margaret White, de noventa años, escribía: "Estoy feliz en la residencia de ancianos y no tengo ningún deseo de morir. Sin embargo, si se legalizara la eutanasia voluntaria creo que sería mi deber absoluto pedirla, porque tengo diecinueve descendientes que necesitan mi herencia. Estoy segura de que no soy la única en esta situación". Si, por el contrario, la Sra. White eligiera vivir, claramente se sentiría culpable por no cumplir con lo que ella percibe que es su "deber absoluto". Al convertir el suicidio en un derecho, lo que estamos haciendo es que las personas con gran necesidad de asistencia tengan que elegir entre una muerte fácil o un severo sentimiento de culpa.
Una abuela afectuosa podría llegar a preguntarse si está siendo demasiado egoísta incluso por seguir comiendo, dado que el dinero de su comida podría utilizarse para cosas más útiles. Atormentada por la culpa, podría ahogarse en un mar de resentimiento, temerosa de ser recordada como un ser humano egoísta que murió de manera deshonrosa.
La dependencia no niega la dignidad humana
Un teórico del derecho muy relevante en Estados Unidos, el difunto Ronald Dworkin, resaltó el desprecio que puede acompañar a este resentimiento y escribió: "Nos sentimos consternados ante una persona -incluso la desaprobamos-... que descuida o sacrifica la independencia que creemos que la dignidad requiere". Para Dworkin, una persona que elige vivir a pesar de su situación de dependencia niega ser alguien "cuya vida es importante por sí misma".
Para Nietzsche resultó un obstáculo insalvable, en una sociedad todavía cristiana, hacer deseable la eliminación de enfermos y discapacitados. La legalización del suicidio asistido puede convertir en realidad el sueño del filósofo nihilista alemán: que quienes más ayuda merecen sean contemplados sin compasión como una carga por la sociedad, por sus mismos familiares, e incluso por ellos mismos. (Retrato de Friedrich Nietsce, obra del fotógrafo Gustav Adolf Schultze en 1882.)
Aquí Dworkin se hace eco de ese gran ateo del siglo XIX que pretendía purgar nuestra sociedad de todo resto de compasión cristiana. Friedrich Nietzsche instaba proféticamente: "Vegetar dependiendo cobardemente de los médicos y las máquinas después de que el significado de la vida y el derecho a la vida hayan desaparecido debería provocar un profundo desprecio en la sociedad". Nietzsche se quejaba de que los cristianos (al menos en su época) se opusieran a este desprecio hacia las personas dependientes: "Si a los degenerados y a los enfermos... se les da el mismo valor que a los sanos... entonces lo antinatural se convierte en ley. Este amor universal por los hombres es, en la práctica, la preferencia por los que sufren, los desfavorecidos, los degenerados, y ha disminuido y debilitado, de hecho, la fuerza, la responsabilidad, el deber elevado de sacrificar a los hombres... Las especies necesitan que los deformes, los débiles y los degenerados mueran: pero es precisamente estos a quienes los cristianos protegen con vigor".
Nietzsche afirmó que estaba buscando un "nihilismo práctico y auténtico". Pero, como era de esperar, encontró que el nihilismo era difícil de vender y reflexionó: "Problema: ¿con qué medios se puede conseguir una forma rígida de nihilismo realmente contagioso, que enseñe y ponga en práctica la muerte voluntaria con una escrupulosidad científica (y no una exigencia vegetal y débil que espera una falsa vida después de la muerte)?".
¿Se resolverá por fin el "problema" de Nietzsche en nuestros días? ¿Se podrá convencer, por medio de un celebrado derecho al suicidio asistido, a las personas muy ancianas, muy enfermas y muy discapacitadas de que son un peso despreciable si no eligen la muerte "libremente"?
Cada vez que se da un paso adelante hacia el suicidio asistido se pone en peligro no sólo la vida, sino también la dignidad humana y el apoyo a las personas con enfermedades graves. Por el contrario, cuando nuestras leyes y nuestra cultura consideran el suicidio como una tragedia en lugar de una elección benigna, y se niegan a facilitar el acceso al mismo, es más probable que las personas más necesitadas reciban una ayuda compasiva en lugar de acabar con sentimientos de culpa y resentidos. Quienes se oponen a la legalización del suicidio asistido tienen, por consiguiente, no sólo firmes argumentos provida, sino también argumentos relacionados con la calidad de vida que pueden esgrimir cada vez que se debata sobre este tema.
Traducción de Elena Faccia Serrano.