Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

"El Espíritu Santo, alma de la misión": Raniero Cantalamessa

ReL

"EL ESPÍRITU SANTO, ALMA DE LA MISIÓN"
RANIERO CANTALAMESSA, ofm cap
Traducción: Pablo Cervera Barranco 

No es esta la primera vez que me piden hablar sobre el Espíritu Santo y la misión. Por otro lado, estoy convencido de que la aportación más útil que puedo dar a vuestra jornada académica no es decir cosas nuevas e inéditas, sino más bien compartir con vosotros lo esencial de lo que el Señor me ha concedido entender y experimentar en todos estos años de ministerio de predicación. No tengo miedo entonces de repetir aquí cosas que se encuentran publicadas ya en alguno de mis libros[1]. Entre un texto escrito y la palabra viva de este momento hay la misma diferencia que entre la puntuación musical de una sinfonía en un papel y su ejecución en vivo frente a una audiencia atenta.
 
1.      El medio y el mensaje
 
Si yo quiero difundir una noticia, el primer problema que se me plantea es con qué medio transmitirla: ¿con los periódicos?, ¿la radio?, ¿la televisión? El medio es tan importante que la moderna ciencia de las comunicaciones sociales ha acuñado el eslogan: «El medio es el mensaje» (The mediums is the message)[2]. Ahora bien, ¿cuál es el medio primordial y natural de transmisión de la palabra? Es el aliento, el soplo, la voz. Él toma, por así decirlo, la palabra que se ha formado en el secreto de mi mente y la lleva hasta vosotros. Los demás medios no hacen más que potenciar y amplificar este primer medio del aliento o de la voz. Incluso la escritura viene después y presupone la viva voz, puesto que las letras del alfabeto no son más que signos que representan sonidos.
 
También la palabra de Dios sigue esta ley. Se transmite por medio del aliento, de un soplo. ¿Y cuál es, o quién es, el soplo, o el ruah de Dios, según la Biblia? Lo sabemos: ¡es el Espíritu Santo! ¿Puede mi aliento animar vuestra palabra, o vuestro aliento animar la mía? No. Mi palabra sólo puede ser pronunciada con mi aliento y la vuestra, con el vuestro. Así, de forma análoga, se entiende, la palabra de Dios: sólo puede ser animada por el soplo de Dios que es el Espíritu Santo.
 
Esta es una verdad sencillísima y casi obvia, pero de consecuencias inmensas. Es la ley fundamental de todo anuncio y de toda evangelización. El Espíritu Santo es su verdadero y esencial medio de comunicación, sin el cual no se percibe más que el revestimiento humano del mensaje. Las palabras de Dios son «Espíritu y vida» (cf. Jn 6,63) y, por tanto, no se pueden transmitir ni acoger si no «en el Espíritu».
 
Esta ley fundamental es la que vemos en acción, concretamente, en la historia de la salvación. Jesús comenzó a predicar «impulsado por el Espíritu Santo» (Lc 4,14ss). Él mismo declaró: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres» (Lc 4,18).
 
Después de la Pascua, Jesús exhortó a los apóstoles para que no se alejaran de Jerusalén hasta que no hubieran sido revestidos de la fuerza de lo alto: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros para que seáis mis testigos» (Hch 1,8). Todo el relato de Pentecostés sirve para poner de manifiesto esta verdad. Llega el Espíritu Santo y he aquí que Pedro y los demás apóstoles, en voz alta, comienzan a hablar de Cristo crucificado y resucitado y su palabra tiene tanta fuerza que tres mil personas sienten que les traspasa el corazón.
 
El Espíritu Santo, venido sobre los Apóstoles, se transforma en ellos en un impulso irresistible para evangelizar. San Pablo llega a afirmar que sin el Espíritu Santo es imposible incluso proclamar que Jesús es el Señor, que es la forma más elemental y el principio mismo de todo anuncio cristiano. Sin el Espíritu Santo – dice san Agustín –, grita al vacío «Abba» quien lo grite[3] y sin el Espíritu Santo grita en vano «¡Jesús es el Señor!» quien lo grite. San Pedro define a los apóstoles como «aquellos que han anunciado el Evangelio en el Espíritu Santo» (1Pe 1,12). Con la palabra «Evangelio» indica el contenido y con la expresión «en el Espíritu Santo» indica el medio, o el método, del anuncio.
 
Sin embargo, nadie podrá expresar jamás el nexo íntimo que existe entre la evangelización y el Espíritu Santo mejor de cómo lo hizo el mismo Jesús la noche de Pascua. Al aparecerse ante los apóstoles en el cenáculo, les dijo: «Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros. Después sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (Jn 20,21-22). Al dar a los apóstoles el mandato de ir a todo el mundo, Jesús les confirió también el medio para poderlo realizar – el Espíritu Santo–, y lo confirió, significativamente, con el signo del soplo, del aliento.
 
He desarrollado estas reflexiones teológicas sobre el papel del Espíritu Santo en la evangelización —como se habrá notado— con prisas, sucintamente, porque, en realidad, lo que más me apremia es desarrollar el segundo punto: qué hacer, en concreto, para obtener el Espíritu Santo en nuestra evangelización; cómo hacer para ser, también nosotros, revestidos de la fuerza de lo alto, como en un «nuevo Pentecostés». Destacaré dos medios que considero esenciales para este propósito: oración y rectitud de intención. Lo que digo no se aplica sólo a la evangelización, sino que implica todo nuestro ministerio pastoral, por lo cual creo que nos interpela a todos, incluso a quien no está ocupado en la predicación en sentido estricto.
 
2.      Oración
 
Es fácil saber cómo se obtiene el Espíritu Santo para la predicación. Es suficiente ver cómo lo obtiene Jesús y cómo lo obtiene la misma Iglesia el día de Pentecostés. Lucas describe el acontecimiento del bautismo de Jesús de la siguiente manera: «Mientras Jesús estaba orando, se abrió el cielo, descendió el Espíritu Santo sobre él» (Lc 3,21-22). «Mientras estaba orando»: se diría que, para san Lucas, fue la oración de Jesús la que abrió los cielos e hizo descender al Espíritu Santo. No mucho después, en el mismo Evangelio de Lucas, leemos: «Mucha gente acudía para oírlo y para que los curase de sus enfermedades. Pero él se retiraba a los lugares solitarios para orar» (Lc 5,15-16). Ese «pero» adversativo es muy elocuente; crea un contraste especial entre las multitudes que apremian y la decisión de Jesús de no dejarse arrastrar por las multitudes renunciando a su diálogo con el Padre.
 
La tradición evangélica se ha preocupado de transmitirnos únicamente las noticias sobre la oración personal de Jesús; pero todo hace pensar que, junto a esta oración personal o privada, en la jornada de Jesús, existía la oración común a todos los israelitas piadosos, prevista en tres horas establecidas: al salir el sol, por la tarde durante el sacrificio en el templo, y por la noche, antes de dormir. ¡También Jesús ha recitado la liturgia de las horas! Por tanto, la oración fue una especie de telón de fondo ininterrumpido en la vida de Jesús, como un tejido continuo en el que todo se empapa.
 
Si, desde Jesús, pasamos ahora a la Iglesia, notamos lo mismo. El Espíritu Santo, en Pentecostés, vino sobre los apóstoles mientras ellos hacían «constantemente oración en común» (Hch 1,14). Lo único que podemos hacer en relación con el Espíritu Santo, el único poder que tenemos sobre él, es invocarlo y rezar. No hay otros medios. Pero este medio «débil» de la oración y de la invocación es, en realidad, infalible: «¡Cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes le pidan!» (Lc 11,13). Dios se ha comprometido a dar el Espíritu Santo a quien ora.
 
No es suficiente la oración personal; se necesita también la de toda la comunidad. He experimentado muchas veces que la palabra de Dios ama venir sobre el anunciador cuando está en oración con una comunidad. Una vez estaba buscando una palabra para proclamar durante la predicación que hago todos los años el Viernes Santo, en la Basílica de san Pedro, en presencia del Papa. En un grupo de oración, un hermano leyó el fragmento de Flp 2. Al oír las palabras «toda rodilla se doble», una luz. Como si alguien me hubiera dicho: Ésta es la palabra que debes proclamar. Así hice y se reveló verdaderamente, por los frutos, como palabra de Dios.
 
Creo que no hay don más precioso para un anunciador o un pastor de almas que tener a su alrededor a un grupo de personas con las que orar con sencillez, como hermanos entre hermanos, sin distinciones de grado, de jerarquía. Tal y como estaban los apóstoles con las mujeres y los discípulos en el cenáculo, antes de salir por las calles de Jerusalén. Después, cuando están ante el pueblo, los apóstoles retoman sus vestiduras de apóstoles y su autoridad. En Hch 4 se ve cómo está la comunidad en oración, con la fuerza de los carismas que se manifiestan en ella, que devuelve el valor a los apóstoles Pedro y Juan, amenazados por el Sanedrín e inseguros sobre qué hacer, de forma que vuelven a anunciar con franqueza (parresia) a Cristo.
 
El esfuerzo para una evangelización mundial está expuesto a dos peligros principales. Uno es la inercia, la pereza, el no hacer nada y dejar que los demás hagan todo. El otro es lanzarse a un activismo humano febril y vacío, con el resultado de perder poco a poco el contacto con la fuente de la palabra y de su eficacia. Esto también sería lanzarse al fracaso. Cuanto más aumenta el volumen de la evangelización y de la actividad, más debe aumentar el volumen de la oración.
 
Se objeta: esto es absurdo: ¡el tiempo es el que es! De acuerdo. Pero, ¿quién ha multiplicado los panes, no podrá acaso multiplicar también el tiempo? Por lo demás, es lo que Dios hace continuamente y lo que experimentamos cada día. Después de haber rezado, se hacen las mismas cosas en menos de la mitad de tiempo. También se dice: ¿Cómo estar tranquilos rezando, como no correr, cuando la casa se quema? Esto también es verdad. Pero imaginad lo que le ocurriría a un equipo de bomberos que corriera a apagar un fuego y después, una vez en el sitio, se diera cuenta de que no tienen con ellos, en los depósitos, ni una sola gota de agua. Así somos nosotros cuando corremos a predicar sin orar. No es que falte la palabra; por el contrario, cuanto menos se reza, más se habla, pero son palabras vacías, que no traspasan el corazón de nadie. Palabras «inútiles».
 
Jesús dijo una frase que siempre ha hecho temblar a los cristianos: «De toda palabra ociosa que digan los hombres darán cuenta el día del juicio» (Mt 12,36). ¿Qué quiere decir palabra «ociosa»? ¿Tal vez palabra inútil, palabra mala, o calumnia? Los textos paralelos (cf. Mt 7,15-20) permiten comprender que Jesús quiere hablar aquí de los falsos profetas que hablan en nombre propio. El término griego, que se traduce normalmente por «inútil», u «ocioso», significa literalmente «ineficaz, estéril, que ni crea ni produce nada» (argon). Por tanto, palabra vacía, estéril. Lo contrario de la palabra de Dios que se define, con frecuencia, en la Biblia como enérgica (energes), eficaz y creadora (cf. 1Ts 2,13; Hb 4,12).
 
La famosa palabra «ociosa» de la que los hombres deberán dar cuenta en el día del juicio no es, por tanto, cualquier palabra ociosa; es la palabra inútil, vacía, pronunciada por quien debería pronunciar las enérgicas palabras de Dios. Es, en resumen, la palabra del falso profeta, que no recibe la palabra de Dios y que, sin embargo, induce a los demás a creer que es palabra de Dios. El hombre deberá dar cuenta de cada palabra inútil sobre Dios. He aquí el sentido de la grave advertencia de Jesús.
 
«Evita las palabrerías profanas», decía san Pablo a su discípulo Timoteo (2 Tim 2,16). ¡Cuántas conversaciones profanas las confundimos con palabra de Dios! En medio del torbellino de palabras inútiles y puramente humanas que salen de la Iglesia, el mundo ya no percibe la enérgica palabra de Dios y encuentra un buen pretexto para quedarse tranquilo en su incredulidad y en su pecado. Si escuchara la verdadera palabra de Dios, ya no sería tan fácil para el incrédulo escapar diciendo (como hace con frecuencia, después de escuchar nuestras predicaciones): «¡Palabras, palabras, palabras!». La palabra de Dios, leemos en Jeremías, es «como el fuego, como el martillo que deshace la roca» (Jer 23,29).
 
La evangelización tiene necesidad vital de auténtico espíritu profético. Sólo una evangelización profética puede sacudir al mundo. En el Apocalipsis se lee la siguiente frase: «El testimonio de Jesús es el espíritu de profecía» (Ap 19,10). Como decir: el alma de la evangelización (¡«testimonio de Jesús» equivale a evangelización!) es la profecía. Ahora bien, es precisamente de la oración de donde se saca este espíritu profético.
 
Hay dos formas de preparar una predicación. Puedo sentarme a la mesa y elegir yo mismo la palabra a anunciar y el tema a desarrollar basándome en mis conocimientos, preferencias, etc., y después, una vez preparado el discurso, ponerme de rodillas para pedir a Dios que le dé fuerza a mis palabras, que añada el Espíritu Santo a mi cultura. Es ya una buena cosa, pero no es el camino profético. Es necesario hacer lo contrario. Primero, ponerse de rodillas y preguntar a Dios qué palabra quiere decir; después, sentarse a la mesa y poner la propia cultura y los propios medios al servicio de Dios para dar cuerpo a esa palabra. Esto lo cambia todo: ya no se trata de una palabra mía, sino de la palabra de Dios; ya no es Dios el que debe hacer suya mi palabra, sino yo quien hago mía la palabra de Dios.
 
De hecho, Dios tiene, en toda circunstancia, una palabra suya que quiere que llegue a su pueblo. Es la que cambia las cosas, la que se necesita descubrir. Y es seguro que él no falla al revelársela a su ministro, si se la pregunta humildemente y con insistencia. Al principio, se trata de un movimiento casi imperceptible del corazón: una pequeña luz que se enciende en la mente, una palabra de la Biblia que comienza a llamar la atención y que ilumina una situación. Por tanto, una pequeña semilla. Pero, a continuación, te das cuenta de que dentro estaba todo; había un trueno que podría arrancar los cedros del Líbano. Estaba la fuerza del Espíritu Santo. Después te sientas en la mesa, abres tus libros, utilizas tus apuntes, recoges tus recuerdos, consultas a los Padres de la Iglesia, a los maestros, a los poetas… Pero ya es todo distinto. Ya no es la palabra de Dios al servicio de tu cultura, sino tu cultura al servicio de la palabra de Dios. Es ella la que domina y la que está por encima. Entonces, ella libera toda su fuerza.
 
¿Qué sucede en la oración que sea tan importante como para determinar todo este cambio? Es que con el solo hecho de ponerse en oración, el hombre se somete a Dios, se pone en actitud de obediencia y de apertura en relación con él: «reconoce a Dios su poder» (cf. Sal 68,35). Dios no puede revestir con su autoridad más que a quien acepta su voluntad. De otra forma sería magia, no profecía. Dios —decía el apóstol Pedro para explicar la incredulidad de los jefes del Sanedrín— da el Espíritu Santo «a quienes se someten a él» (cf. Hch 5,32). Lo da a los obedientes.
 
Hay que morir a uno mismo, dejarse lacerar el corazón, para acoger toda la voluntad del Padre, que es mucho más grande y distinta que la nuestra. Yo estoy persuadido de que existieron muchas noches de Getsemaní en la vida de Jesús, no sólo una. En ellas él luchaba con Dios, pero no para doblegar a Dios a su voluntad, como hacía Jacob en su lucha con Dios, sino para doblegar su voluntad humana a Dios y decir, ante cada nueva dificultad y exigencia: «Fiat, Sí». Después de estas noches, Jesús volvía a predicar a las multitudes y las multitudes decían, llenas de asombro: «¡Habla con autoridad! ¿De dónde le viene esta autoridad?».
 
¡Claro que hablaba con autoridad! De hecho, hablaba con la autoridad misma de Dios, porque cuando uno se rinde completamente a Dios, entonces, misteriosamente, Dios se rinde a él y le confía su Espíritu y su poder, del que ahora sabe que no abusará para sí mismo y para su gloria, ni para manipular a sus hermanos. Entonces sucede que las palabras que él pronuncia traspasan el corazón. Él mismo experimenta una autoridad que no viene de él. Con este propósito, aconsejo acercarse al sacramento de la reconciliación antes de cada compromiso importante de predicación. Estar libres de pecado sitúa en una especial sintonía con Dios.
 
3.      Una evangelización humilde
 
Después de la oración, un medio importantísimo para permitir al Espíritu Santo que obre a través de nuestra predicación y, en general, a través de todo nuestro ministerio pastoral, es la rectitud de intención. El hombre ve lo externo, pero Dios escudriña las intenciones del corazón (cf. 1 Sam 16,7). Una acción vale para Dios lo que vale la intención con que se hace. El Espíritu Santo no puede actuar en nuestra evangelización, si el motivo de la misma no es puro. No puede hacerse cómplice de la mentira. No puede venir a potenciar nuestra vanidad.
 
Entonces, debemos preguntarnos: ¿por qué queremos evangelizar? ¿Por qué queremos dedicar este milenio a una evangelización mundial? El «por qué» se predica es casi tan importante como el «qué» se predica. Nada ofusca y disminuye tanto el poder de nuestra predicación como la falta de pureza en las intenciones. Hago referencia a dos direcciones en las que es necesario trabajar, sobre todo, para purificar nuestras intenciones: la humildad y el amor.
 
San Pablo pone de manifiesto que se puede anunciar a Cristo por motivos no buenos y no rectos: «Algunos predican a Cristo por espíritu de envidia y competencia,… por rivalidad» (Flp 1,15-17). Hay dos fines fundamentales por los que predicar a Cristo: o por nosotros mismos, o por Cristo. Consciente de esto, el Apóstol declara solemnemente: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo» (2Co 4,5).
 
Todos sabemos que Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, ha querido crear una antítesis tácita entre Pentecostés y Babel, de forma que presenta la Iglesia como el anti-Babel. Pero, ¿en qué consiste el contraste entre las dos situaciones? ¿Es que en Babel las lenguas se confunden y nadie entiende nada, aun hablando la misma lengua, mientras que en Pentecostés todos se entienden, aun hablando lenguas distintas? La explicación está en la misma Biblia. Está escrito que los constructores de la torre de Babel se prepararon para la empresa diciendo: «Ea, edifiquemos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta el cielo. Hagámonos famosos y no andemos más dispersos por la tierra» (Gén 11,4).
 
¿Habéis oído lo que dicen? «¡Hagámonos famosos!», y no: «¡Hagamos famoso a Dios!». En cambio, en Pentecostés todos entienden a los apóstoles porque ellos «proclaman las grandes obras de Dios» (Hch 2,11). No se proclaman a sí mismos, sino a Dios. Se han convertido radicalmente. Ya no discuten quién de ellos es el más grande, sino que están preocupados sólo de la grandeza y de la majestad de Dios. Están «ebrios» de su gloria. Éste es el secreto de esa conversión en masa de tres mil personas. Por esto los hombres, ante la palabra de Pedro, «sintieron que les traspasaba el corazón». El Espíritu Santo pasaba sin obstáculo a través de su palabra, porque la intención era recta, es decir «dirigida».
 
En la antigüedad se creía que los constructores de Babel eran impíos que pretendían desafiar a Dios. Si así fuera, la contraposición juzgaría hoy sólo a los ateos, a los de fuera, y coincidiría con el contraste entre la Iglesia y el mundo. Pero no es así. Hoy sabemos que los constructores de Babel eran hombres piadosos y religiosos. La torre que querían construir era, en realidad, un templo para la divinidad. Era uno de esos templos con terrazas superpuestas, llamados zikkurat, de los que se han encontrado restos en Mesopotamia. El pecado de los hombres de Babel es que construyen un templo «a» Dios, pero no «para» Dios. Lo construyen para hacerse famosos, para su gloria. Instrumentalizan a Dios.
 
Por tanto, Babel nos juzga a nosotros. La contraposición entre Babel y Pentecostés ocurre dentro de la Iglesia. La evangelización, y este mismo discurso mío, toda iniciativa y actividad pastoral, puede situarse de la parte de Babel o de la de Pentecostés. Cada vez, se pasa del espíritu de Babel al de Pentecostés a través de una conversión del corazón. ¡Nosotros somos capaces de utilizar para nuestra afirmación personal incluso las cosas más santas, incluso el servicio a Dios, incluso a Dios! Somos impíos, podemos admitirlo claramente. ¡Cuál fue mi confusión y sorpresa el día en que, intentando descubrir, a través de los comentarios bíblicos, quiénes pudieron ser, históricamente, los constructores de Babel, de repente, vi con extrema claridad que uno de ellos era yo! Ya no necesitaba la arqueología. Ya no era necesario excavar en las ruinas de Mesopotamia; era suficiente excavar en mi interior, en mi corazón.
 
Éste es también el camino hacia un auténtico acuerdo ecuménico en la evangelización. Mientras trabajemos para hacernos famosos, o para hacer famoso a nuestro movimiento, a nuestra orden religiosa particular, a nuestra Iglesia o denominación, no podemos más que dividirnos entre nosotros, cristianos, y dejarnos consumir por el espíritu de competición y de rivalidad como, de hecho, ha ocurrido en el pasado. Cuando nos convirtamos a la gloria de Dios y anunciamos juntos sus grandes obras en fraternal concordia, en el respeto escrupuloso a las directrices de la propia Iglesia y con espíritu de humildad y de obediencia, entonces, todos nos escucharán, las personas se sentirán traspasar el corazón. Construiremos verdaderamente la torre que llega hasta el cielo, que es la Iglesia.
 
La solución es pedir a Dios que nos haga vivir una experiencia ardiente de su gloria, como hizo con algunos profetas. Isaías, al ver la santidad y la gloria de Dios, gritó: «¡Estoy perdido!» (cf. Is 6,5). Ezequiel cayó a tierra como muerto (cf. Ez 1,28). Después de esto pudo pronunciar su: «¡Ahora ve y profetiza a mi pueblo!» Eran hombres nuevos, muertos a la propia gloria, por tanto, libres y tremendos. El mundo está desarmado contra estos hombres. Con ellos no puede poner en práctica su poder de seducción y de lisonja.
 
Pidamos a Dios que nos conceda una experiencia de este tipo, de forma que enrojezcamos de vergüenza cada vez que nos sorprendamos buscando nuestra gloria personal y no cesemos de luchar y de arrepentirnos. Jesús decía: « ¡Yo no busco mi gloria!» (Jn 8,50). Es necesario hacer nuestras estas palabras y repetírnoslas a nosotros mismos. Ellas tienen un poder casi sacramental de realizar lo que significan. Hagamos de ellas nuestro programa secreto. Más aún, os propongo proclamar ahora todos juntos esas palabras de Jesús, como una especie de grito de batalla. Que cada uno diga fuerte, en su propia lengua: «¡Yo no busco mi gloria!». De nuevo: «¡Yo no busco mi gloria!».
 
Este es un grito que hace temblar las puertas del infierno. Cinco o seis mil sacerdotes que no busquen su propia gloria serían suficientes para convertir, no sólo la Tierra, sino también otros planetas si fuera necesario. Pero recordemos algo: la carcoma de la búsqueda de la propia gloria no muere sin antes probar el leño amargo de la cruz. Aceptar la cruz, determinadas cruces, es el único camino para purificar de verdad nuestras intenciones y convertirnos, también nosotros, como los apóstoles en Pentecostés, en muertos a nosotros mismos y en proclamadores sólo de las grandes obras de Dios.
 

4.      Evangelización y compasión

 
Una vez quitado de en medio el obstáculo principal, que es la búsqueda de uno mismo, no estamos aún en la perfección de las intenciones. La intención en la predicación de Cristo puede estar contaminada por otras faltas. Entre ellas, la principal es la falta de amor. San Pablo dice: «Aunque hable las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, no soy más que una campana que toca o unos platillos que resuenan» (1 Cor 13,1). La experiencia me ha hecho descubrir una cosa: que se puede anunciar a Jesucristo por motivos que tienen poco o nada que ver con el amor. Se puede anunciar por proselitismo, para encontrar —en el aumento del número de adeptos— una legitimación para la propia pequeña Iglesia o secta, especialmente si es de fundación propia o reciente. Se puede anunciar para llenar el número de los elegidos, para llevar el Evangelio a los confines de la tierra y así apresurar la vuelta del Señor.
 
Naturalmente, algunos de estos motivos son buenos y sacrosantos. Pero, por sí solos, no son suficientes. Falta ese genuino amor y compasión por los hombres que es el alma del Evangelio. ¿Por qué mandó Dios al primer misionero al mundo, a su Hijo Jesús? Por nada más que por amor: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16). ¿Por qué predicaba Jesús el reino? Únicamente por amor, por compasión. «Tengo compasión de estas multitudes —decía— porque son como ovejas sin pastor» (cf. Mt 9,36; 15,32). El Evangelio del amor no se puede anunciar más que por amor. Si no amamos a las personas que tenemos delante, las palabras se nos transforman en las manos, fácilmente, en piedras que hieren. Entonces, es necesario convertirse, pedir a Jesús su amor, junto con su palabra.
 
Con frecuencia, nos parecemos a Jonás. Jonás había ido a predicar a Nínive, pero no amaba a los ninivitas y Dios tuvo que esforzarse más para convertirlo a él, el predicador, que para convertir a los habitantes de Nínive. Jonás está visiblemente más contento cuando puede gritar: «¡Cuarenta días más y Nínive será destruida!», que no cuando debe anunciar el perdón de Dios y la salvación de Nínive. Se preocupa más de la higuera que le procura una sombra que de la salvación de esa ciudad. «Tú te enfadas —dice Dios a Jonás— por una higuera… ¿y no voy a tener yo compasión de Nínive, en la que hay más de ciento veinte mil personas que no saben distinguir su derecha de su izquierda?» (Jn 4,10-11).
 
Por tanto, amor por los hombres. Pero también y, sobre todo, amor por Jesús. Es el amor de Cristo el que nos debe impulsar. «¿Me amas? —dice Jesús a Pedro— Apacienta a mis corderos» (cf. Jn 21,15ss). Apacentar y predicar deben nacer de una amistad genuina con Jesús. Es necesario amar a Jesús, porque sólo quien está enamorado de Jesús lo puede proclamar al mundo con íntima convicción. Sólo se habla con efusividad de lo que se está enamorado. El amor hace poetas y, para ser evangelizadores, hay que ser un poco poetas. Jesús es el héroe y nosotros debemos ser sus cantores, los que, como los antiguos juglares, van de ciudad en ciudad, de pueblo en pueblo, proclamando las grandes hazañas de su héroe y suscitando admiración por él.
 
Hay un consejo que doy normalmente cuando algún sacerdote joven o seminarista me pregunta qué debe hacer para ser un sacerdote válido. Enamórate —le digo— de Jesús; haz de él tu amigo, tu Señor y tu héroe. Intenta establecer con él una relación de íntima y devota amistad. Pide al Espíritu Santo que ponga a Jesús «como sello en tu corazón». Después, vete tranquilo. El mundo te hará guerra, pero no te vencerá.
 
5.      Una renovación de la predicación en el Espíritu
 
Todo lo que he dicho hasta ahora nos lleva a la conclusión de que es necesaria una renovación de la evangelización en el Espíritu Santo. Las esperanzas de la Iglesia de conquistar el mundo para Cristo y de presentarle un mundo más cristiano. En la celebración del XVI centenario del Concilio ecuménico Constantinopolitano I —el concilio que definió la divinidad del Espíritu Santo— Juan Pablo II escribió que «toda la obra de renovación de la Iglesia, que el concilio Vaticano II, tan providencialmente, ha propuesto e iniciado… no puede realizarse si no en el Espíritu Santo, es decir, con la ayuda de su luz y de su fuerza»2.
 
He intentado ilustrar, en estas reflexiones mías, cómo podemos, por parte nuestra, colaborar con esta renovación de la evangelización mediante el Espíritu: con la oración, la humildad, el amor, la cruz. Ahora, antes de concluir, quisiera señalar un ámbito en que debería manifestarse esta renovación de la evangelización católica. Con frecuencia se repite que la falta, o la debilidad, de un primer anuncio fuerte de la fe, que lleve al descubrimiento y a la elección de Jesús como Señor y Salvador personal de la propia vida, es una de las causas principales del paso de muchos católicos, en determinadas zonas, a otras denominaciones cristianas o, incluso, a las sectas. Ciertamente, hay algo de verdad en ello. Nosotros, católicos, estamos más preparados, por nuestro pasado, para ser «pastores» que para ser «pescadores» de hombres, es decir, estamos más preparados para apacentar a las personas que han seguido fieles a la Iglesia que para atraer nuevas personas a ella, o a «repescar» a las que se han alejado.
 
Pero yo no creo que esta sea la razón última del malestar de la evangelización en la Iglesia católica. Esto es, a su vez, el efecto de una causa más profunda que creo que se debe tener el valor de manifestar. En las iglesias protestantes, y especialmente en determinadas iglesias nuevas y sectas, la predicación lo es todo. Como consecuencia, a ella se preparan y en ella encuentran el modo natural de expresión los elementos más dotados. Es la actividad número uno en la Iglesia. Sin embargo, ¿a quiénes se reserva entre nosotros para la predicación? ¿Dónde terminan las fuerzas más vivas y válidas de la Iglesia? ¿Qué representa el oficio de la predicación entre todas las actividades y destinos posibles para un joven sacerdote? Me parece entrever un grave inconveniente: que se dedican a la predicación sólo los elementos que quedan después de haber elegido para los estudios académicos, para el gobierno, para la diplomacia, para la enseñanza y para la administración. Aquí está, en mi opinión, el punto débil.
 
Es necesario devolver su puesto de honor en la Iglesia al oficio de la predicación. Me ha llamado la atención una reflexión del Padre de Lubac: «El ministerio de la predicación no es la vulgarización de una enseñanza doctrinal en forma más abstracta, que sería anterior y superior a él. Es, por el contrario, la enseñanza doctrinal misma, en su forma más alta. Esto era cierto en la primera predicación cristiana, la de los apóstoles, y es igualmente cierto en la predicación de los que los han sucedido en la Iglesia: los Padres, los Doctores y nuestros Pastores en el momento presente»3. A su vez, Urs von Baltasar dice que «la misión teológica misma está subordinada a la misión de la predicación en la Iglesia».
 
Estas afirmaciones me han impresionado porque parece que, de hecho, la relación existente entre estas dos actividades, por lo menos en opinión de la mayoría de la gente y de los mismos sacerdotes, es precisamente la contraria, la predicación no sería más que la vulgarización de una enseñanza más técnica y abstracta que le es anterior y superior: la teología. San Pablo, el modelo de todos los predicadores, ponía claramente la predicación antes que cualquier otra cosa y todo lo subordinaba a ella. Hacía teología predicando, y no una teología desde la que dejar que los demás dedujeran después las cosas más elementales para transmitirlas a los fieles sencillos en la predicación.
 
En este punto, yo me atrevo a hacer una invitación: «¡Teólogos, a la predicación! Teólogos, no paséis toda la vida frecuentando los libros, las bibliotecas y los institutos académicos, o las distintas redacciones. Lo que estas cosas podían daros, tal vez os lo han dado ya. Existe otra fuente de conocimiento de los caminos de Dios, otra escuela: ¡la vida, las almas! Ellas os enseñarán lo que los libros y los maestros humanos no han podido enseñaros. También va dirigida a vosotros la invitación de Jesús: ¡Id también vosotros a mi viña!: Ite et vos in vineam meam!».
 
¡Hay necesidad de vosotros, precisamente de vosotros! Hay necesidad de personas preparadas para hacer síntesis, para aplicar el mensaje al mundo de hoy, para dar al pueblo de Dios lo mejor de la doctrina, no ideas de segunda mano, para inculturar la fe en profundidad. Hay necesidad de personas preparadas en los estudios, que posean un método sólido, que abran al pueblo de Dios los depósitos de la tradición católica, donde están almacenados inmensos tesoros de experiencia, de doctrina, de santidad y de discernimiento. Y esto, sólo vosotros podéis hacerlo. Hay necesidad de personas que sepan «demostrar al mundo en qué está el pecado…. El pecado consiste en que no creen en mí» (Jn 16,8-9). Hay necesidad de personas capaces de empuñar las armas que, —como dice san Pablo— «sean capaces de destruir fortalezas, de deshacer las acusaciones y toda altanería que se levante contra el conocimiento de Dios, de someter todo entendimiento a la voluntad de Cristo» (2 Cor 4-5). Y estas personas sólo podéis ser vosotros.
 
Es verdad que el servicio que la teología presta a la evangelización es ya inmenso y variado. Pero no es suficiente. Es todavía demasiado indirecto; deja a los demás, a los simples agentes pastorales, el hacer una síntesis que ellos no son capaces de hacer. Hay necesidad de teólogos en la arena, no sólo a distancia.
 
¿Hombres «perdidos» para la investigación y para la teología? Yo digo: No; al contrario, ganados. ¿No eran Orígenes, Agustín y Basilio buenos teólogos? ¿Y qué hacían ellos todo el día si no predicar al pueblo y educarlo? ¿Cómo nacieron sus tratados teológicos más sublimes, si no de su actividad pastoral? ¿Dónde adquirieron su estupenda claridad y esencialidad, si no de la necesidad en que se encontraban, cada día, de explicar sus ideas al pueblo, con frecuencia, analfabeto? «Prefiero ser entendido por un pescador que alabado por un profesor» (Malo intelligi a piscatore quam laudari a doctore), decía san Agustín, y así ha terminado por obtener ambas cosas: es comprendido por los sencillos y admirado por los doctos.
 
Por tanto, no elementos perdidos, sino más bien ganados para la teología. Para una teología, se sobreentiende, menos académica, menos ideológica, menos escolástica y más espiritual. Menos en diálogo o, según los casos, en lucha, perenne y extenuante con la filosofía y la cultura del mundo y más en diálogo con la vida del cristiano y con el mundo de la fe. Es cierto que no todos están llamados a dejar la investigación para dedicarse exclusivamente a la predicación directa y al ministerio pastoral como el Señor me ha pedido a mí. ¡Ay si fuera así! Pero todos están llamados a asumir una parte más activa en la evangelización.
 
Un día Pedro dijo a Jesús: «Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué nos espera?» Y Jesús respondió prometiéndoles «el ciento por uno y la vida eterna» (cf. Mt 19,27-29). Quizás, también a nosotros se nos ocurre pensar: a lo que Jesús nos llama como evangelizadores es difícil; ¿qué recibiremos a cambio? Debo dar el siguiente testimonio a Jesús: Él da de verdad el ciento por uno ya aquí abajo, sin contar la vida eterna. El ciento por uno en alegría, plenitud de sentido y de vida; en hijos, hijas, hermanos, hermanas y madres. Una alegría tan profunda e intensa que Pablo la compara con la alegría del hombre que engendra una nueva vida: «Yo —dice— por medio del Evangelio os he engendrado en Cristo Jesús» (1 Cor 4,15). A veces se vive con intolerancia el propio celibato sacerdotal, pensando que nos esteriliza. La causa es que no se ha descubierto la alegría de la fecundidad espiritual que proporciona, especialmente, el ministerio de la predicación.
 
En el momento en que recibí la oración «para una nueva efusión del Espíritu», alguien pronunció sobre mí estas palabras: «Conocerás una nueva alegría en el anuncio de mi palabra». ¡Ha sido verdad! También en el ámbito espiritual, pocas alegrías son comparables a la de convertirnos en padres de almas. Una vez, en un congreso, después de haber hablado, sentí que alguien, entre la multitud, me tiraba del borde del hábito. Me volví. Era un joven que casi no tuvo tiempo de gritarme: «¡Padre, yo soy cristiano por causa tuya! Y desapareció de mi vista. Pero qué conmoción, qué sentido de temor y de agradecimiento a Dios, que nos llama a ser sus colaboradores y no para generar vida corruptible, sino incorruptible.
 
Para que no nos apeguemos al ciento por uno aquí abajo, sino sólo a la vida eterna, a veces ocurre que se nos quita toda alegría y sentimos sólo cansancio, angustia, tribulación y, sobre todo, vergüenza por la incoherencia entre nuestra palabra y nuestra vida, y deseo de callar y de escapar. Pero entonces es el momento más precioso, el de dejar toda la alegría a Jesús.
 
A propósito de la alegría que podemos dar a Jesús, un día abrí la Biblia y me vino esta palabra que creo que no es sólo para mí, sino para todos nosotros, aquí reunidos para redescubrir nuestra vocación de mensajeros del Evangelio. Es una palabra que nunca había notado antes de ahora: «El frío de la nieve en el calor de la siega, tal es un mensajero fiel para quien le envía: refresca el ánimo de su Señor» (Prov 25,13).
 
La imagen del calor y del frío me ha hecho pensar inmediatamente en Jesús en la cruz que grita: «¡Tengo sed!». Él es el gran segador sediento de almas que estamos llamados a refrescar con nuestro humilde y devoto servicio. Él es el héroe, del que estamos llamados a ser poetas y cantores. Por eso, dirijámosle nuestra oración: Señor Jesucristo, nosotros somos hombres de labios impuros y habitamos en un pueblo de labios impuros. Pero si tú nos aceptas, cada uno de nosotros te repite con alegría, como el profeta Isaías: Ecco ego, mitte me!: «¡Heme aquí Señor, envíame!»


[1] Cf. R. Cantalamessa, Con Cristo en el Tercer Milenio [trad. L. Vázquez López y P. Cervera] (Ed. Monte Carmelo, Burgos 2003).

[2] Marshal Mcluhan, Understanding Media. The Extensions of Man (Mc Graw Hill, Nueva York 1964).

[3] Cf. S. Agustín, Sermón, 71,18: PL 38,461.

2 AAS 73 (1981) 521.

3 H. de Lubac, Exégèse médiévale, I, 2 (París 1959) 670.

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