Santos Valerio y Rufino de Soissons, mártires.
"No nos avergonzamos de Aquel que ha dado nueva vida al mundo con su muerte".
Santos Valerio y Rufino de Soissons, mártires. 14 de junio y domingo posterior a Pentecostés, (traslación de las reliquias).
Valerio y Rufino eran soldados romanos de una legión, que estaba acampada en Bazoches, a los que se les encomendó supervisar las existencias de cereal destinado a la corte imperial. Eran cristianos y poco a poco comenzaron a hablar de Cristo a los lugareños, llegando a convertir y bautizar algunos, y además, a socorrer a los pobres con el trigo del emperador. Ambas acciones, predicación y caridad, les delataron como cristianos y fueron conminados por el cruel gobernador Rictiovaro (bajo él padecieron también los santos Crispín y Crispiniano). Avisados los dos amigos, huyeron a los bosques donde estuvieron por un tiempo hasta esperar que el peligro pasara, pero fueron capturados y encadenados llevados ante el malvado.
Este les preguntó: "Rufino y Valerio, que dios adoráis?" "Un solo Dios adoramos” – contestó Rufino – "Él es omnipotente, inmutable, eterno, creador de todas las cosas visibles. Él llena todo y lo gobierna todo en Jesucristo, restaurador de todo lo que hay en cielos y tierras. Y en lo que se refiere a otros dioses, creemos que son creados por humanos, hechos de materias que caduca. Nosotros adoramos a nuestro Dios, que existe antes de todas las edades, que no pasa y no caduca. Él permanece eternamente el mismo en su plenitud, siempre es simple, uniforme y duradero, perfecto a través de su Palabra. A Él sacrificamos todas las mañanas con alabanzas y corazón contrito". Rictiovaro replicó: "En nombre de nuestros príncipes invictos recomiendo que dejéis esa superstición que os pide adorar a un dios crucificado en su lugar. Avergonzaos de ello e inclinaos ante los dioses del Imperio, pues es un crimen dejar la religión de nuestros padres, pues esa misma religión ha hecho grande nuestro Imperio, le sirve de guía y protección. Por tanto, es un crimen cambiar nuestra religión por delirios infantiles". Tomó la palabra Valerio y dijo: "No nos avergonzamos de la cruz de Cristo, que ha traído la salvación al mundo. No nos avergonzamos de Aquel que ha dado nueva vida al mundo con su muerte".
Y ambos predicaron a los presentes sobre la fe cristiana y sus bienes. Predicaron la muerte y resurrección de Cristo, su pureza, santidad y dulzura frente a los viciosos y crueles dioses paganos. Irritado exclamó el gobernador: "Si no sacrificáis me veré obligado a someteros a torturas", amenaza a los que ambos mártires respondieron que era una gloria padecer por Cristo. Y les golpearon con varas hasta agotarles y les enviaron a la cárcel para que reflexionaran y cambiaran de parecer. Pero allí hallaron a otros cristianos y todos se daban ánimo mutuamente.
Al otro día fueron llevados nuevamente ante a Rictiovaro, que intentó ganarles con promesas: "Realmente, Valerio y Rufino, tan pronto como sacrifiquéis a nuestros dioses Júpiter y Mercurio, Venus y Diana, os cargaré de oro y plata, y os conseguiré altos puestos en el Imperio". Rieron los atletas de Cristo y le dijeron: "Que tu plata y oro con vayan contigo al infierno, donde los necesitan fundidos para que en ellos ardas con tu padre el diablo. Sabe que nadie nos separará de Cristo y su gracia". Mandó entonces Rictiovaro atarlos al potro y se les azotase con perdigones de plomo. Cantaban mientras los dos mártires: "Muchas son las aflicciones del justo, pero el Señor los salvará". Y cuanto más firmes permanecían, más fuerte mandaba el gobernador les azotasen, y tanto que rotas las carnes, llegaron a verse los huesos. Cuando apenas respiraban, mandó les arrojasen de nuevo al calabozo. Allí alabaron a Dios, y se les apareció un ángel que les consoló diciendo: "Continuad valientemente, nuestro Señor os llevará al coro de los mártires y tiene dispuesta la corona para vosotros". Y acto seguido, puso sobre sus cabezas hermosas y brillantes coronas, y les sanó todas las heridas. A la mañana siguiente al verles Rictiovaro totalmente recuperados y sonrientes mandó les decapitasen. Les ataron las manos y les llevaron a las afueras, a un sitio llamado Quincampoix donde entregaron las cabezas al verdugo y las almas a Cristo, el 14 de junio de 287.
Fueron sepultados allí mismo y, como otros mártires, luego de la paz de Constantino, en Soissons se construyó una iglesia a su memoria, adonde se trasladaron las reliquias. En el siglo IX los huesos fueron trasladados a Reims por el miedo a las invasiones vikingas, para volver en el siglo XII. El domingo posterior a Pentecostés de 1617 se trasladadon a la catedral de la misma ciudad. Se les invoca contra la carestía de grano, la sequía y las malas cosechas.
Fuentes:
-"Vies des pères, martyrs et autres principaux saints". Volumen 8. JEAN- FRANÇOIS GODESCARD.
-"Histoire de Soissons". Volumen 2. HENRY MARTIN y PAUL L. JACOB. París, 1837.