Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Santa Mónica, madre de San Agustín

De las lágrimas al gozo, todo por la conversión del hijo.

Ramón Rabre

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Santa Mónica entronizada.
Santa Mónica entronizada.

Santa Mónica, viuda.

Quería escribir un poco sobre esta gran santa, pero ¿qué mejor que transcribir algo de lo que el mismo San Agustín (28 de agosto; 24 de abril, bautismo; 29 de febrero, traslación de las reliquias a Pavía; 5 de mayo, conversión; 15 de junio, en la Iglesia oriental) nos dice de ella? Así que hago un extracto de las "Confesiones", y añado una nota histórica sobre su culto e iconografía:

LÁGRIMAS POR AGUSTÍN

"Por este tiempo [adolescencia] creía yo, creía ella [Mónica] y creía toda la casa, excepto sólo mi padre, quien, sin embargo, no pudo vencer en mí el ascendiente de la piedad materna para que dejara de creer en Cristo, como él no creía. Porque mi madre cuidaba solicita de que tú, Dios mío, fueses padre para mí, más que aquél. En eso tú la ayudabas a triunfar sobre él, a quien servía, no obstante ser ella mejor, porque en ello te servía a ti, que así lo tienes mandado.
 
¡Ay de mí! ¿Y me atrevo a decir que callabas cuando me iba alejando de ti? ¿Es verdad que tú callabas entonces conmigo? ¿Y de quién eran, sino de ti, aquellas palabras que por medio de mi madre, tu creyente, cantaste en mis oídos, aunque ninguna de ellas penetró en mi corazón para ponerlas por obra?.
 
Pero enviaste tu mano de lo alto y sacaste mi alma de este abismo de tinieblas. Entre tanto, mi madre, fiel sierva tuya, lloraba por mí ante ti mucho más que las demás madres suelen llorar la muerte corporal de sus hijos, porque ella veía mi muerte con la fe y espíritu que había recibido de ti. Y tú la escuchaste, Señor; tú la escuchaste y no despreciaste sus lágrimas, que, corriendo abundantes, regaban el suelo debajo de sus ojos allí donde hacía oración; sí, tú la escuchaste, Señor. Porque ¿de dónde si no aquel sueño con que la consolaste, viniendo por ello a admitirme en su compañía y mesa, que había comenzado a negarme por su adversión y detestación a las blasfemias de mi error?
 
En efecto, se vio de pie sobre una regla de madera y a un joven resplandeciente, alegre y risueño que venía hacia ella, toda triste y afligida. Éste, como le preguntase la causa de su tristeza y de sus lágrimas diarias, no por aprender, como ocurre ordinariamente, sino para instruirla, y ella a su vez le respondiese que era mi perdición lo que lloraba, le mandó y amonestó para su tranquilidad que atendiese y viera cómo donde ella estaba allí estaba yo también. Lo cual, como ella observase, me vio junto a ella de pie sobre la misma regla. ¿De dónde vino esto sino porque tú tenías tus oídos aplicados a su corazón, oh tú, omnipotente y bueno, que así cuidas de cada uno de nosotros, como si no tuvieras más que cuidar, y así de todos como de cada uno?
 
¿Y de dónde también le vino que, contándome mi madre esta visión y queriéndola yo persuadir de que significaba lo contrario y que no debía desesperar de que algún día sería ella también lo que yo era al presente, al punto, sin vacilación alguna, me respondió: «No me dijo: donde él está, allí estás tú, sino donde tú estás, allí está él?»". (Confesiones XI. 17-20).


MUERTE DE SANTA MÓNICA

"Estando ya inminente el día en que había de salir de esta vida –que tú, Señor, conocías, y nosotros ignorábamos–, sucedió a lo que yo creo, disponiéndolo tú por tus modos ocultos, que nos hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una ventana, desde donde se contemplaba un huerto o jardín que había dentro de la casa, allí en Ostia Tiberina, donde, apartados de las turbas, después de las fatigas de un largo viaje, cogíamos fuerzas para la navegación. Allí solos conversábamos dulcísimamente; y olvidando las cosas pasadas, ocupados en lo por venir, nos preguntábamos los dos, delante de la verdad presente, que eres tú, cuál sería la vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre concibió.

Abríamos anhelosos la boca de nuestro corazón hacia aquellos raudales soberanos de tu fuente –de la fuente de vida que está en ti– para que, rociados según nuestra capacidad, nos formásemos de algún modo una idea de algo tan grande.

Tales cosas decía yo, aunque no de este modo ni con estas palabras. Pero tú sabes, Señor, que en aquel día, mientras hablábamos de estas cosas –y a medida que hablábamos nos parecía más vil este mundo con todos sus deleites–, ella me dijo: «Hijo, por lo que a mí toca, nada me deleita ya en esta vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué estoy aquí, muerta a toda esperanza del siglo. Una sola cosa había por la que deseaba detenerme un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de morir. Superabundantemente me ha concedido esto mi Dios, puesto que, despreciada la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues, aquí?»

No recuerdo yo bien qué respondí a esto pero sí que apenas pasados cinco días, o no muchos más, cayó en cama con fiebres. Y estando enferma tuvo un día un desmayo, qúedando por un poco privada de los sentidos. Acudimos corriendo, pero pronto volvió en sí, y viéndonos presentes a mí y a mi hermano, nos dijo, como quien pregunta algo: «Adónde estaba?». Después, viéndonos atónitos de tristeza, nos dijo: «Enterráis aquí a vuestra madre». Yo callaba y frenaba el llanto, mas mi hermano dijo no sé qué palabras, con las que parecía desearle como cosa más feliz morir en la patria y no en tierras tan lejanas. Al oírlo ella, lo reprendió con la mirada, con rostro afligido por pensar tales cosas; y mirándome después a mí, dijo: «Enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor doquiera que os hallareis». Y habiéndonos explicado esta determinación con las palabras que pudo, calló, y agravándose la enfermedad, entró en la agonía.

Mas yo, ¡oh Dios invisible!, meditando en los dones que tú infundes en el corazón de tus fieles y en los frutos admirables que de ellos nacen, me gozaba y te daba gracias recordando lo que sabía del gran cuidado que había tenido siempre de su sepulcro, adquirido y preparado junto al cuerpo de su marido. Porque así como había vivido con él concordísimamente, así quería también –cosa muy propia del alma humana menos deseosa de las cosas divinas– tener aquella dicha y que los hombres recordasen cómo, después de su viaje transmarino, se le había concedido la gracia de que una misma tierra cubriese el polvo conjunto de ambos cónyuges.

Ignoraba yo también cuándo esta vanidad había empezado a dejar de estar en su corazón, por la plenitud de tu bondad; me alegraba, sin embargo, admirando que se me hubiese mostrado así, aunque ya en aquel discurso nuestro, el de la ventana, me pareció que no deseaba morir en su patria al decir: «¿Qué hago ya aquí?». También oí después que, estando yo ausente, como cierto día conversase con unos amigos míos con maternal confianza sobre el desprecio de esta vida y el bien de la muerte, estando ya en Ostia, y maravillándose ellos de tal fortaleza en una mujer –porque tú se la habías dado–, le preguntasen si no temería dejar su cuerpo tan lejos de su ciudad, respondió: «Nada hay lejos para Dios, ni hay que temer que ignore al fin del mundo el lugar donde estoy para resucitarme».

Así, pues, a los nueve días de su enfermedad, a los cincuenta y seis años de su edad y treinta y tres de la mía, fue libertada del cuerpo aquella alma religiosa y pía." (Confesiones XI. 23, 27-28).


Culto, patronatos e iconografía de Santa Mónica:

Ha tenido Santa Mónica varias festividades, a lo largo del tiempo: 9 (segunda traslación) y 20 de abril (primera traslación), 4 de mayo (víspera de la antigua memoria de la conversión de San Agustín) y, actualmente, 27 de agosto (víspera de San Agustín).

Su culto, aunque tardío en la Iglesia, en la Orden Agustina comienza desde los inicios de esta, en el siglo XII. El 20 de abril de 1162 sus restos fueron trasladados al monasterio agustino de Arras. El 9 de abril de 1430, fueron trasladados otra vez, con gran solemnidad a Roma, hecho que se considera su canonización oficial. Fueron llevados a la iglesia de San Agustín de Plaza Navona para ser puestos junto a los de su hijo. El Concilio de Trento fijó su memoria para el 4 de mayo, el día antes de la conversión de san Agustín (celebrada el 5 de mayo, hasta el Concilio Vaticano II, luego unida con el bautismo a 24 de abril). luego de la reforma del calendario litúrgico, se trasladó al día de hoy, 27 de agosto, víspera de San Agustín.

Es patrona de California, de Germolles-sur-Grosne, en Bretaña, donde se le proclamó como tal en el siglo XVI, ya que un 4 de mayo cayó una granizada masiva y se pidió su protección, y no hubo heridos ni daños considerables. Esta ciudad celebraba una feria y procesión el primer domingo de mayo. Por extensión, en la región se le invoca contra el granizo. En algunos países del norte de Europa quedan imágenes y altares suyos, vestigios de otrora presencia agustina. Y, claro, allí donde están establecidos, su memoria se mantiene. En Colonia existe una hermandad "de la Correa", de inspiración agustina, que la tiene por patrona. Es patrona de madres, mujeres y esposas cristianas, protectora de las que tienen los hijos descarriados y matrimonios difíciles.

Su iconografía es bastante repetitiva. Normalmente la vemos como matrona anciana, con pañuelo en las manos, que recuerda las lágrimas por el hijo descarriado. A veces se presenta vestida, en un delicioso anacronismo, con el hábito agustino (báculo incluido), protegiendo a la orden, como madre de los religiosos y religiosas. En el arte pictórico abunda el pasaje de la conversación entre madre e hijo, en Ostia, o la conversión de San Agustín. Y no falta la representación con el niño Agustín. El rosario (la oración incesante por el hijo) y el libro (la Regla de la Orden) le son también atributos típicos.

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