Santa Atanasia, la Taumaturga.
Vida de prodigios, muerte gloriosa y reliquias milagrosas.
Santa Atanasia de Aegina, abadesa, la Taumaturga. 14 de agosto, 13 y 18 de abril (traslación de las reliquias, Iglesias Orientales).
Su “vita”, escrita en 916, a unos 50 años de la muerte de la santa. Esta “vita”, cuyo original se conserva en el Vaticano, fue escrita tal vez por un presbítero que fue testigo de los hechos relacionados con la veneración de sus reliquias. Según este documento, Atanasia era hija de los nobles cristianos, Nicetas e Irene, que la educaron piadosamente, enseñándole a leer con las Sagradas Escrituras y el Salterio. Con unos diez años trabajaba en el telar de sus padres, trabajo que al ser monótono y en silencio, le permitía orar al mismo tiempo que trabajaba. Un día vio una estrella brillante descender hasta su pecho, donde derramaba una luz clarísima, que fue atenuándose hasta desaparecer. Esta gracia le supuso la conversión total, y con ella el deseo del abandono del mundo y sus vanidades, en aras de la vida en Cristo. Pero a los 16 años la casaron con un oficial del ejército, pero el matrimonio sólo duró 16 días, pus el esposo falleció al cabo, en una batalla contra los árabes bajo Maurousioi. Unos años más tarde, cuando ya podía elegir la vida monástica, un edicto imperial que mandaba casar a todas las mujeres solteras y viudas, sus padres la casaron de nuevo, esta vez con un cristiano piadoso, con el que podía dar rienda suelta a sus devociones y su caridad. Esta era constante, principalmente con las viudas y huérfanos, y los monasterios pobres. Pero sus predilectos fueron los “athinganoi” (intocables), miembros de una secta herética que retornaron a prácticas judías y que los cristianos no se atrevían ni a cruzarse con ellos en la calle. Pero Atanasia les consolaba, daba alimentos, remedios, los enterraba, y en una hambruna que vino sobre el país, cuando todos les dieron la espalda, ella los socorrió, alentando a otros cristianos piadosos a hacerlo también. Y más aún: los domingos los reunía y les predicaba las Escrituras, logrando algunas conversiones.
Llegó el tiempo en que Atanasia convino con su marido retirarse del mundo tomando los hábitos monásticos. Su marido entró a un monasterio, donde murió al poco tiempo con fama de santidad. Atanasia donó sus posesiones y junto a unas mujeres piadosas de Aegina fundó un monasterio, del que a los cuatro años fue nombrada abadesa en contra de su voluntad, y además, ordenada diaconisa. Fue una abadesa humilde, paciente y muy penitente. Jamás consintió le sirvieran las demás monjas, sino que ella servía la mesa y se reservaba para sí los trabajos más duros. No bebía jamás vino, ni comía frutas, queso o pescado, permitiéndose este sólo en Pascua, como acción de gracias. Ofrecía muchas vigilias y de tanto orar con los salmos, llegó a sabérselos de memoria y los rumiaba constantemente. Dormía sobre una piedra cubierta con una piel para que las monjas no lo viese, y solo tres horas, dedicando a la oración las demás horas nocturnas. Vestía una áspera piel de oveja debajo del hábito, que solo vieron las monjas al amortajarla. Dios le concedió el don de lágrimas, que derramaba al recitar el salterio, que era su oración predilecta y la inflamaba por dentro mientras adoraba a Cristo. Varias veces tuvo visión de Cristo, al que contemplaba en toda su gloria. Su boca solo se abría para alabar a Dios o hablar con suavidad a las monjas y los demás. Nunca se le oyó decir una palabra airada o malsonante, ni a religiosos ni seglares, ni libres ni esclavos. Era muy devota de San Juan Evangelista (27 de diciembre y 6 de mayo, Ante Portam Latinam), del que mereció tener una visión un día de su festividad. Tuvo también el don de milagros. A un ciego devolvió la vista diciéndole “que Cristo, quién curó al ciego dándole la luz, te cure completamente a ti, hermano, de tu aflicción”.
Cuatro años más pasaron y conoció al presbítero Matías, el cual, con la aprobación del obispo de la ciudad, le ofreció un sitio en Timia para fundar otro monasterio, más retirado en la soledad, aunque le recomendó mitigar las asperezas y las penitencias exageradas. Con esta llamada de atención, Atanasia vio en Matías la mano de Dios y junto a sus monjas y el presbítero como consejero y director, se trasladaron a Timia, al sitio donde había habido una basílica dedicada a San Esteban Protomártir (26 de diciembre y 3 de agosto, Invención de las reliquias). Aquí continuó su vida penitente, aunque con moderación cristiana. Pero poco le duró Matías, que falleció en un naufragio mientras viajaba a Constantinopla. Para sucederle Atanasia eligió a un presbítero santo llamado Ignacio, que igualmente murió pronto. Construyó tres iglesias, una a la Madre de Dios, otra a San Juan Bautista (24 de junio, Natividad; 23 de septiembre, Imposición del nombre; 24 ó 21 de febrero, primera Invención de la cabeza; 29 de agosto, segunda Invención de la cabeza, hoy fiesta de la Degollación; 25 de mayo, tercera Invención de la cabeza) y al milagroso San Nicolás (6 de diciembre y 9 de mayo, traslación de las reliquias) , además de reedificar la de San Esteban donde estableció su monasterio.
Se fue a Constantinopla, al servicio de la reina Teodora, y lo hizo con pena por estar separada de su monasterio, aunque en medio de la corte vivía retirada y en una estrecha celda con dos monjas. Se lamentaba con estas "me he convertido en una exiliada de la iglesia de la Madre de Dios por abandonarla y pasar tiempo aquí". Al cabo de siete años, la Santísima Virgen le reveló que ya era hora de regresar, y así le dijo a sus religiosas: "El tiempo ha llegado por fin de que partamos hacia donde residimos previamente; pues un trance vi a la Madre de Dios y a todas las hermanas a las puertas de la iglesia de Nuestra Señora, y nos invitaban a entrar en ella".
Regresó a Timia, donde reanudó su vida de penitencia y oración. A los tres días de llegar pasó por allí un célebre presbítero errante, que gustaba de peregrinar por los santos lugares, visitando las reliquias de los santos, predicando y exhortando a los pueblos a la conversión. Visitando la iglesia del monasterio, tuvo una revelación y dijo “Sería apropiado que este lugar sea honrado por medio de la sepultura de algunos cuerpos santos”. Y pronto sucedería, pues en breve Atanasia enfermó gravemente, y tuvo la revelación en la que dos ángeles le ofrecían un papel y le decían “Aquí tienes tu liberación. Toma y gózate”, cual si de una cédula de libertad de tratase. En doce días moriría, supo también, por lo que se preparó para el desenlace meditando continuamente las Escrituras, absteniéndose de cualquier comida y bebida. Mandó a las hermanas cantasen alegres alabanzas por la partida, y rogasen a Dios le perdonase sus muchos pecados. Bendijo a las monjas, y abrazando a las religiosas Eufrasia y Matrona les dijo "He aquí, mis amadas hermanas, que desde el día de hoy vamos a estar separadas, pero el Señor nos unirá de nuevo en el la eternidad. Que Él conceda a ambas la paz, el amor y la armonía”. Llegado el gran día de la Dormición de la Santísima Virgen, dijo a sus monjas: "no descuidéis por mi ninguno de los ritos de la fiesta. Prestar especial atención a la salmodia y servid a los necesitados lo mejor que podáis. Luego, después de la liturgia divina enterrad este humilde cuerpo mío a la tierra”. Cuando ya no pudo hablar, lo último que dijo fue que rezasen los salmos por ella, pues ya no podría articular más palabras.
Terminada la liturgia festiva del 14 de agosto de 860, víspera de la Asunción, falleció tan dulcemente, que ni fue necesario cerrarle los ojos ni la boca requirió ser atada, como se suele hacer a los difuntos. La enterraron con gran duelo y, según la costumbre monástica, la nueva abadesa pasó las noches junto a la sepultura, implorando el perdón para la difunta. Y se le apareció Atanasia anunciándole que a los cuarenta días de su muerte, sentirían su protección benéfica sobre la comunidad. En el cuadragésimo día después de la muerte se celebraba un banquete en conmemoración de los difuntos, en el cual se distribuía comida a los pobres. Pero las monjas olvidaron la costumbre y esa noche Atanasia se le apareció airada a la abadesa y le dijo "¿Por qué no hiciste mi conmemoración de cuadragésimo día, ni preparaste nada para los pobres, ni el banquete para mis amigos?" La abadesa cayó en cuenta que era la noche del día cuarenta después de la muerte. Al otro día, dos monjas vieron como los ángeles vestían como una emperatriz a Atanasia, mientras la conducían al cielo, la coronaban y ponían en su mano un cetro de poder, lleno de joyas. Después de la aparición comenzó un prodigio que duró durante un año entero: se oía crujir el ataúd desde el sitio del enterramiento, lo que fue tomado como que Atanasia no quería permanecer enterrada allí, sino que sus reliquias se venerasen dignamente. Y se encargó de demostrarlo con un portento. Al año justo de su fallecimiento, fueron llevados dos hombres y una mujer endemoniados ante la tumba de Atanasia, se lanzaron frenéticamente sobre la sepultura, y con las manos, escarbaron y sacaron el ataúd, quedando libres del demonio en el acto, confesando que la santa había obligado al diablo a sacar a la luz sus santos restos. Al abrir la tapa, se pudo ver el cuerpo incorrupto y manando un fragante aceite. Los ojos brillantes y la piel tersa, los labios húmedos y los brazos y manos flexibles.
El cuerpo fue trasladado a otro ataúd, pero antes las monjas quisieron cambiarle el hábito, poniéndole uno ricamente bordado, pero la santa parecía negarse, pues los brazos aparecían rígidos. Una monja le dijo “¡Oh hermana, cuando vivías con nosotras poseías el don de la obediencia inquebrantable, porque ahora no nos obedeces y vistes esta túnica que te hemos traído". Y la santa, obedeciendo, volvió a relajar los brazos, dejándose vestir. Otros milagros se cuentan, como liberación de endemoniados, parálisis curadas, ciegos, sordos, cojos que se apartaban de sus reliquias viendo, oyendo y andando perfectamente. Otra se libró de tumores apoyando su cabeza en las reliquias, un niño que solo podía arrastrarse, al contacto con el ataúd de la santa, se levantó corriendo. A una de sus monjas le sanó el cuello al tacto con su sticharion, una vestidura litúrgica propia de los diáconos (que la santa usó al ser diaconisa). A otra le sanó el estómago al ponerse sobre la barriga una hoja de laurel de la corona que pendía sobre la santa. Y otras maravillas se narran, no en balde en breve se le llama “la taumaturga” por parte de la Iglesia Ortodoxa, aunque inexplicablemente su memoria no aparece en el Synaxario de Constantinopla del siglo X, a pesar de haber tenido tanta fama.
Algunas obras sobre temas carmelitanos la añaden como santa propia, por ejemplo el célebre "Glorias del Carmelo", pero ya sabemos la causa.
Fuente:
-Holy Women of Byzantium. Life of St. Athanasia of Aegina. (PDF). ALICE-MARY TALBOT. www.doaks.org/etexts.html.