Jueves, 26 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Jean-Marc Albert desmenuza la ideología antiespecista

El peligro del animalismo y el veganismo: buscan «acabar con la propia naturaleza del hombre»

Gorila.
El antiespecismo quiere acabar con la superioridad del hombre sobre los animales, lo que desemboca en su propia deshumanización. Foto: Kelly Sikkema / Unsplash.

ReL

Nuestra sociedad está llena de debates de carácter aparentemente inédito, pero la mayoría de esas controversias tienen su origen en la larga historia de las ideas, incluidos el análisis de la condición humana (antiespecismo), de los límites de la naturaleza (ecología), de la determinación sexual (género) o de la herencia del pasado (anticolonialismo). El historiador y escritor Jean-Marc Albert aborda la primera de esas cuestiones en Valeurs actuelles (los ladillos son de ReL):

El antiespecismo contra la especie humana

Nadie está "a favor" del sufrimiento de los animales. La obligación de tomar esta precaución y afirmarlo es indicativa del clima de intolerancia y de las pasiones que rodean la cuestión del bienestar de los animales, llevada al extremo bajo el efecto combinado del veganismo y, sobre todo, del antiespecismo.

Este movimiento contemporáneo rechaza la categorización de los seres vivos que justificaría la discriminación y la dominación ejercida sobre los animales. Mientras que el pensamiento clásico establecía una distinción natural, sin excluir a los animales del horizonte afectivo de los humanos, el antiespecismo quiere romper esta connivencia, que se percibe como explotación, anulando la frontera que separa a los humanos de los animales.

Una revolución antropológica

En 1975, Peter Singer hizo de la Liberación animal el manifiesto de la lucha contra el especismo, que se equiparó al racismo y al sexismo. Esta ideología expresa el deseo de deconstruir la condición humana a través de la relación creada con el ser vivo. Ya no son solo la caza, el zoológico o el circo los que son objeto de crítica, sino la propia idea de la superioridad moral del hombre, que privaría a los animales de unos derechos que, por otra parte, ellos nunca han reclamado.

Así, no es de extrañar que, recientemente, un diputado haya propuesto que se incluya a las mascotas junto a los niños en las negociaciones sobre la custodia compartida. Sobre este incendiario tema no hay compromiso posible, porque no solo cuestiona el lugar del animal en nuestro universo, sino también el nuestro. La revolución antropológica que reclama el antiespecismo no solo es peligrosa porque quiere redefinir el estatus del animal, sino porque quiere acabar con la propia naturaleza del hombre y, por ende, con el propio hombre.

Integrados, pero distintos

Es una perogrullada. Pero todas las civilizaciones han cuestionado su relación con el mundo vivo en su conjunto. El hombre neolítico no se contentaba con cazar su presa, sino que se identificaba con ella mediante una representación totémica. Posteriormente, la oikeiôsis ["apropiación, afiliación"] griega agrupó a los seres y a los animales que estaban dotados respectivamente, según Aristóteles, de un alma intelectual y de un alma apetitiva; es decir, de la facultad de moverse para alimentarse. La ahimsa jainista intentó erradicar la violencia innecesaria contra los seres vivos. Toda cosmogonía recuerda a los seres vivos su lugar en una relación de interdependencia entre las criaturas.

El Génesis subraya esta solidaridad metabólica: "Todo lo que vive y se mueve os servirá de alimento". En el Diluvio, Yahvé no solo salva a la familia de Noé, sino también a las especies animales emparejadas, lo que expresa su igual estima por ellas. El Antiguo Testamento llama a la protección y al descanso de los animales. Los Evangelios instan a prestar atención al reino animal.

Sin embargo, esta proximidad nunca suprime la distancia ontológica entre el hombre y los animales. Al domesticar al animal, el hombre firma el triunfo de la cultura sobre la fuerza bruta del caos. Es el dios persa Mitra sacrificando al toro. Dios excluye a la fauna de su semejanza al crear al hombre a su imagen, el único ser capaz de salvarse, como nos recuerda Mateo. Sin embargo, al confiarle la tarea de nombrar a los animales para vincularlos a él, Dios relativiza el dominio del hombre sobre la Creación: "¿Enseñas a volar al halcón cuando despliega sus alas hacia el sur?", le pregunta a Job.

El hombre ocupa un lugar preeminente en el orden del mundo, pero acepta caminar con todas las criaturas durante su peregrinación terrenal. Los juicios medievales en los que se sometía a los animales a las mismas excomuniones u hogueras que a los seres humanos subrayan la porosidad de la frontera que separa el mundo animal de los humanos. Nadie duda de que las propiedades de los animales y las plantas se pueden transmitir al ser humano.

El viraje mecanicista

Pero en el siglo XVII, la perspectiva idealista cartesiana impuso una visión mecanicista del animal-máquina. Según Descartes, el animal, privado de alma, cosificado, puede ser reducido a un conjunto de resortes que le privan de toda sensibilidad.

Para el siglo XVIII, centrado en el cuerpo y en la vitalidad de las fibras y los nervios, el animal es incapaz de sufrir. Desde Malebranche hasta Claude Bernard, entusiasta de la vivisección, pasando por Spinoza y La Mettrie, la idea era que el animal no era más que una máquina productora de energía, una materia prima que facilita su explotación industrial y experimental.

Desde hace treinta años, el deterioro de las condiciones en cría de ciertas granjas, que los vídeos de L214 [organización francesa que lucha por los derechos de los animales] han sacado por primera vez a la luz, ha alejado aún más al animal primitivo de nuestro horizonte emocional.

La tiranía de las emociones

Sin embargo, a finales del Grand Siècle [reinado de Luis XIV, de 1661-1715], en la estela poética de La Fontaine y científica de Buffon y Condillac, el reconocimiento de la sensibilidad de los animales ya los había convertido en seres que sufrían a los ojos del hombre.

La tiranía moderna de las emociones no hace más que exacerbar la compasión por los animales, especialmente las mascotas. Esta época, tendente al psicologismo, ve en las mascotas la marca de una felicidad espontánea que escapa a nuestra mimada y neurótica sociedad.

Es gracias a este ambiente de ansiedad como florece el antiespecismo después de haber radicalizado la causa animal. Sin embargo, sería un error pensar que el bienestar de los animales es su única preocupación. Si lo fuera, ¿por qué un vegano se negaría a comer la carne de un animal que ha muerto accidentalmente? Si se da crédito a lo que dice Singer, los seres vivos solo son una coartada para culpabilizar al ser humano. Los antiespecistas encierran en la misma postura victimista a los bárbaros estigmatizados por los griegos (Élisabeth de Fontenay), a los transexuales (Corine Pelluchon) y a los animales. Hay que continuar la lucha interseccional contra todas las supuestas formas de esclavitud, pero primero hay que cambiar la naturaleza humana.

Disolver nuestra singularidad

Mucho antes de Derrida, un estudio de 1802 sugería que el maltrato animal era un producto histórico de Occidente. El informe pedía la reeducación de los franceses, cuya crueldad había alterado su condición. Entonces se pensaba que, impregnados de la moral republicana, no necesitarían leyes para corregir sus vicios.

Si Darwin intentó eliminar la singularidad del hombre situándolo en la cima de la evolución de las especies, el antiespecismo quiere acabar con esta superioridad y reducirlo a una mera suma de fibras y células sin ninguna diferencia de naturaleza con el animal. Para Singer, la idea misma de la naturaleza es repulsiva en la medida en que perpetúa la violencia carnívora, por lo que propone transformar la cadena alimentaria, hacer vegetarianos a los carnívoros y, por qué no, "eliminar a los leones para salvar a las gacelas". En el corazón de esta empresa demiúrgica de regeneración, la animalidad y la humanidad se fundirían en una única forma del ser vivo a riesgo de disolver la singularidad humana.

El lenguaje y el pensamiento

Ahora bien, el pensamiento clásico busca precisamente mantener la distancia entre el animal y el hombre. Evalúa sus criterios de distinción por la posesión de cualidades consideradas específicas del hombre. Entre ellos, el lenguaje y el pensamiento marcan la frontera clásica entre ambas condiciones. Los griegos veían al hombre como el único animal dotado de logos, razón y habla. Por su parte, Descartes dedujo que, debido a la ausencia de habla en los animales, estos no eran, a diferencia de los humanos, cosas pensantes.

Los lingüistas Émile Benveniste y Ferdinand de Saussure, así como el etólogo Karl von Frisch, destacaron la sofisticación de la comunicación animal, solo para mostrar su carácter limitado al ser imperativo e instintivo. El lenguaje humano, órgano del pensamiento, es capaz de compartir una cultura desinteresada, "no naturalizada" según el biólogo Alain Prochiantz; es decir, capaz de reflejar una libertad.

Manifestación animalista.

"Mantened vuestras manitas fuera de nuestros derechos", dice la pancarta de esta manifestación animalista. Pero ¿acaso la propia petición no implica meter las manitas en esos derechos, al reclamarlos en su nombre? Los animales no son conscientes de derecho alguno ni pueden reclamarlo, porque el derecho es inherente a la personalidad, y ellos no son personas. Tampoco tienen noción de la justicia, que es la contraparte del derecho. Foto: Chris Boese / Unsplash.

Para los animalistas, la extensión de los derechos a los animales, calcados sobre los derechos humanos, es una prioridad. Algunas asociaciones estadounidenses quieren extender el habeas corpus de 1679 a los "homínidos no humanos" basándose en una moral intrínseca. Plutarco postula la existencia de una moral en los animales, que Darwin cree ver en el altruismo que hay en las especies más aptas para la selección natural.

La imposible moral animal

En realidad, estas aspiraciones, presentadas por exceso antropomórfico como moral humana, son el resultado de determinismos vinculados a la supervivencia del grupo, y no de la reciprocidad necesaria que implica una moral. Al no poder "liberarse" de sí mismos y de la naturaleza en la que están inmersos, los animales no tienen la capacidad de exigir derechos. Como el hombre es un sujeto moral, puede imponerse deberes, como la preservación de las especies, pero solo en consideración de su propia humanidad y no de una proximidad al animal.

Los animales no cargan con esta responsabilidad. ¿No sería más agradable vivir en un estado de despreocupación privado de la sensación de tragedia? Pero el hombre no ha tenido elección, y solo él soporta las consecuencias de su libertad. Desde la ley Grammont (1850, de protección de los animales) hasta la modificación del código civil (2015), se ha ocupado de mitigar el sufrimiento infligido a sus "hermanos inferiores", como decía Michelet. Las normas etológicas del bienestar animal han seguido progresando, sin que se haya extinguido totalmente la crueldad.

Pero, ¿sería ideal un mundo privado de la dinámica de la depredación y, por tanto, de la circulación entre los seres vivos? Además, basar los derechos únicamente en el criterio del sufrimiento es un tema que se presta a debate. Para evitar la explotación de los animales, ¿habrá que experimentar los medicamentos del futuro sobre los seres humanos? Para los antiespecistas, el sufrimiento humano no es menos intolerable que el de los animales, y Singer llega a considerar que la muerte de un bebé, inconsciente del destino que le espera, es menos cruel que la de un animal adulto.

Deshumanización del hombre y de la cultura

En su lógica asimilativa, el antiespecismo corre el riesgo de deshumanizar a los humanos al humanizar a los animales. En 1738, en Londres, la humanización de una hembra de chimpancé, incluso en sus funerales, iba acompañada de la "bestialización" del africano, justificando su servilismo. Al querer confundir lo animal y lo humano, las personas se alejan unas de otras.

El debate sobre el valor de la vida vegetal o animal es estéril, pero es cierto que la voluntad de cualquier ser humano contribuye infinitamente más a la diversidad del mundo que el instinto de cualquier animal. El hombre es capaz de retirarse de la inmediatez de la naturaleza, que aprisiona al animal, para proyectarse en ella, para florecer y aportar cultura. Los animales no sienten la necesidad de compartir lo que descubren para mejorar su entorno. Sin la humanidad disociada de la animalidad, la naturaleza quedaría abandonada a la indeterminación del azar y amenazaría la unidad del género humano.

En su Manifiesto por una ecología de la diferencia, el pensador Hicham-Stéphane Afeissa considera que la alteridad irreductible del animal es la única manera de hacerle justicia.
Debemos preocuparnos por esta diferencia ontológica, que parece sutil y que, sin embargo, es fundamental. Porque si la humanidad desapareciera, la naturaleza seguramente recuperaría su derecho pero ¿quién sería capaz de cantarla y alabarla?

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