Una obra inmortal definida por el apego a las raíces y el sentido de comunidad
John Ford llevaba el catolicismo en la sangre e impregnó todo su cine de grandeza humana y piedad
John Ford (1894-1973) es uno de los grandes directores de la historia del cine, si no el más grande. Fue un católico con un actor fetiche, John Wayne, que también murió católico. La obra de Ford es una persistente exaltación de todo aquello que hace grande al hombre y a la humanidad, como muestra Laurent Dandrieu en el número del 29 de abril de Valeurs Actuelles:
John Ford, profesor de humanidad
Es uno de los planos iniciales más célebres de la historia del cine: el negro de la pantalla agujereado por una puerta que se abre deja ver, detrás de la silueta -como una sombra chinesca- de la mujer que la ha abierto, las colinas rojas de Monument Valley y, detrás de ellas, el azul inmenso del cielo de Arizona. Y mientras la cámara sigue discretamente a la mujer que avanza hacia el exterior, en la lejanía vemos acercarse un hombre a caballo. Es John Wayne, que vuelve al hogar después de años de ausencia.
Visualmente magnífica, esa primera escena de Centauros del desierto [The searchers] parece resumir el cine de Ford: la inmensidad de Estados Unidos; esos paisajes tan especiales que nadie como él contribuirá a dar celebridad; la silueta reconocible, entre todas las demás, de John Wayne; el juego perpetuo de cercanía y alejamiento en el que se encuentran todos sus personajes con la comunidad a la que pertenecen...
Seguramente, la impresión es falaz, puesto que claramente es imposible resumir en una imagen, por muy emblemática que sea, el cine de John Ford. Imposible también reducirlo al western: en las más de cincuenta películas que rodó desde el nacimiento del cine sonoro, solo unas quince pertenecen a este género, que llevó a tales niveles que a veces se confunde con su persona. Y ¡qué westerns! La diligencia, Pasión de los fuertes, Fort Apache, El hombre que mató a Liberty Valance, El gran combate...
Pero Ford no es solo la conquista del Oeste; también es Irlanda, las dos guerras mundiales, la Gran Depresión, la ascensión del joven Lincoln o la política estadounidense de su época... Ford es todo un mundo y no es una casualidad que se le compare con Dickens. Cuando a Orson Welles le preguntaban a qué cineastas le gustaba volver, el barroco director, lo más opuesto que podía haber al clasicismo de Ford, respondía: "A los antiguos maestros, es decir, a John Ford, a John Ford y a John Ford".
Ford es también el más estadounidense de los cineastas, el que mejor ha sabido plasmar la inmensidad de este país desmesurado. Para ello fue necesario que su origen fuera de otro lugar, porque si bien nació en Estados Unidos en 1894, en Cape Elizabeth (Maine), John Martin Feeney siempre se sintió irlandés. De su tierra de origen John heredó un apego profundo a sus raíces, el sentido inquebrantable de la comunidad y por supuesto un catolicismo en la sangre que impregna toda su obra.
John era el décimo de once hermanos. Francis, su hermano doce años mayor que él, se fue a Hollywood en 1909, a escondidas de su familia: su madre lo supo al verle en una película. John se reunió con él en 1914. Primero actor, más tarde cineasta, Francis se cambió el apellido a Ford y John hizo lo mismo. También él fue actor, atrecista, asistente, chico para todo. Un día que necesitaban un director, se acordaron de su autoridad dirigiendo a los figurantes: "Digámoselo a John Ford, ¡grita bien!".
A partir de entonces, la historia de Ford se confunde con la de sus películas, con el intermedio de la Segunda Guerra Mundial, cuando cambió los estudios por el campo de batalla: cuando filmaba, solo y con la cámara al hombro, la batalla de Midway, le alcanzó la explosión de un obús y perdió el ojo izquierdo. En recompensa por los servicios prestados, fue nombrado almirante.
De las cerca de sesenta películas que realizó a partir de 1917 y hasta que nació el cine sonoro, solo han llegado un puñado. Son sobre todo westerns, el más célebre de los cuales es El caballo de hierro (1924). Ford aún seguía ejercitándose, pero ya se podía ver su admiración por el espíritu de los pioneros, su sentido del espacio y el movimiento, su amor por los actores secundarios costumbristas, que interpretaban personajes que eran, a la vez, irrisorios y entrañables.
Cuando su carrera se detuvo, Francis participó en casi todas las películas de su hermano menor, interpretando a menudo el papel de alcohólico, lo que era en la vida real. A lo largo de los años, John Ford construyó una familia de actores (Ward Bond, Victor McLagen, Donald Meek, Anna Lee y muchos otros), a los que vemos en cada una de sus películas, reforzando el sentimiento dickensiano de que su cine es un universo cerrado y coherente, una comunidad en la que el espectador está autorizado a entrar y en la que se siente honrado por haber sido admitido.
El baile, sentido profundo de la acción
La comunidad es el gran tema de Ford. Lo que le interesa en los westerns, además de los grandes espacios, es que es un periodo virgen, una sociedad en construcción en la que se ponen en marcha las relaciones entre la libertad del individuo y la pertenencia a una comunidad.
John Ford.
Para Ford, la libertad no tiene valor en sí misma a no ser que se ponga al servicio de sus hermanos humanos. Si Ford le dedica una magnífica trilogía a la caballería, no es por militarismo (hay en sus películas una serie de frases claramente contrarias a la guerra y la vanagloria militar), sino porque es una comunidad según su corazón: un grupo en el que desaparecen las divisiones, las desigualdades, los rencores (sobre todo entre ex nordistas y sudistas), fundidas en el mismo crisol del espíritu de sacrificio y del objetivo común. Un objetivo común lo suficientemente importante como para tolerar, a pesar de la importancia que tienen las reglas, a los excéntricos, los duros, los peleones.
Pero Ford no es naïf: si bien celebra la comunidad tradicional (sobre todo en esa obra maestra absoluta que es ¡Qué verde era mi valle!), es consciente de que esta corre el riesgo de degenerar en aislamiento y los principios morales sobre los que está fundada en moralismo. Porque Ford es todo lo contrario a un moralista. No hay nada que deteste más que los puritanos. En sus películas, el bar y el tribunal están en la misma sala si se quiere que un juicio resulte eficaz; no es solo por el interés de la justicia, sino también para que el bar pueda abrir de nuevo lo antes posible. Y cuando se inaugura una iglesia, se inaugura con un baile.
Hay muchos bailes en las películas de Ford: no son solo un mero respiro dramático, sino un recuerdo del sentido profundo de toda la acción. En las películas de Ford se lucha, se mata, se hace la guerra, pero por una única razón: para que se puedan tañer de nuevo las campanas y abrir de nuevo el baile. Para que un día la vida pueda ser dulce de nuevo. Para que, como dice Wyatt Earp/Henry Fonda sobre la tumba de su hermano pequeño asesinado, "los jóvenes como tú puedan crecer y vivir en paz".
Hay en El joven Lincoln una escena espléndida en la que el joven Abraham Lincoln (Henry Fonda) impide a una muchedumbre llevar a cabo un linchamiento: gracias a la fuerza de su palabra, "personaliza" a esa multitud, hace que deje de ser una revuelta anónima y que cada uno de sus miembros se convierta en una persona libre y responsable de sus actos.
Evitar que la comunidad se convierta en una jauría, la cohesión en intolerancia, es la gran tarea de Ford. Para ello no deja de recordarnos, desde La diligencia, las virtudes ocultas de los parias, los clandestinos, los marginados, fustigando la bajeza de las convenciones burguesas dispuestas a despreciar a los que se salen del camino trillado pero que demuestran ser capaces, cuando las circunstancias lo exigen, de virtudes morales que la "gente decente" podría envidiarles.
En El joven Lincoln, Ford hace que su hermano Francis interprete el papel de un anciano alcohólico que el abogado Lincoln considera apto para el jurado que debe constituir porque ha sido capaz de reconocer, uno tras otro, todos sus vicios, pues en esta confesión hay más valentía y honestidad que en todos los diplomas de moral.
En El sol siempre brilla en Kentucky, Charles Winninger interpreta el papel del juez Priest que encarna, contra la hipocresía y envidia de sus contemporáneos, lo que hay de mejor en el hombre: generosidad, propensión a hacer el bien de manera silenciosa, sentido de la justicia, indulgencia, ausencia de gravedad y una fe arraigada que permite vivir según el espíritu y no la letra.
En esta película hay una escena extraordinaria y muy evangélica en la que el juez Priest, y Ford a través de él, desafía las convenciones puritanas y fuerza a sus conciudadanos a unirse a una procesión fúnebre seguida hasta ese momento solo por prostitutas locales, dando así a toda la ciudad, sin pronunciar una sola palabra, una increíble lección de caridad: más tarde, desafiando a sus ciudadanos a los que, en ese día de elecciones, debería animar los bajos instintos, hace que esas prostitutas se sienten en el primer banco de la iglesia, clara alusión a la profecía según la cual ellas nos precederán en el Reino.
La fe es un elemento central en la obra de Ford, en la que abundan las citas bíblicas, los signos de la cruz, las homilías improvisadas al pie de la tumba, como en Las uvas de la ira, cuando un anciano pastor medio loco dice esta frase sublime y totalmente fordiana: "Todo lo que vive es santo". ¿Quién otro salvo Ford podría haber transformado, en la película Tres padrinos, a tres bandidos en reyes magos guiados por una estrella para cuidar de un niño desconocido?
Esta fe explica muy bien su apego a las tradiciones, que son como un signo de eternidad en la fugacidad de nuestras vidas humanas, como explica también el espíritu infantil que celebra siempre que puede y que expresa con su humor bondadoso y tierno: o también la gran misericordia por los hombres que se desprende de su cine, que quiere creer que incluso en las situaciones más arduas, el hombre sigue siendo capaz de lo mejor, por lo que es merecedor de ser amado a pesar incluso de su debilidad e indignidad.
La fe también explica su atención hacia los débiles y los humillados de todo tipo. La fe explica que, entre los grandes autores de westerns, y mucho antes de que estuviera de moda, fuera el primero en subrayar la dignidad fundamental de los nativos americanos, denunciando las injusticias que se les infligieron. Y que, a pesar del apego de muchos de sus personajes al viejo Sur y sus valores, Ford siempre denunciara con vigor todo tipo de racismo.
En El sargento negro (1960), primer western en el que el héroe era un negro, injustamente acusado de violación, hace escuchar su réplica: "Si el color de la piel de un hombre puede influir en el juicio de este tribunal, ¡entonces es el tribunal al que hay que juzgar, no al soldado!". Acérrimo republicano y autor de películas a veces contestatarias, de John Ford podríamos decir: ni de derechas ni de izquierdas, ¡cristiano!
Una poesía modesta y conmovedora
¿Cómo no relacionar su fe cristiana con la delicadez extrema con la que Ford, el menos misógino de los cineastas, trataba a la mujer en sus películas? No hay más que ver la relación de Wyatt Earp con la hermosa Clementine en Pasión de los fuertes: es, en el corazón mismo de este género considerado macho y brutal, una verdadera escuela de deferencia, cortesía, pudor y respeto a través de una seducción distante que apenas se atreve a manifestarse y que en ningún momento sueña con imponer sus deseos al sentimiento del otro.
Habría aún mucho que decir sobre John Ford... Empezando por su conmovedora poesía, los admirables cielos nocturnos de Pasión de los fuertes, los colores resplandecientes de Monument Valley en La legión invencible, los instantes suspendidos de melancolía no expresada... Poesía tan modesta que Truffaut digo de Ford: "Era de esos artistas que no se aprovechan del término arte, uno de esos poetas que nunca utilizan el término poesía". Suelen ser los más grandes.
La grandeza de Ford está también en el hecho de que su grandeza a menudo no se ve y es tan difícil de distinguir como de expresar. Para expresarlo correctamente están las palabras de Olivia Dandrige sobre el capitán Nathan Brittles en La legión invencible: "Nos dan ganas de ponernos de pie y aclamarlo".
Traducción de Elena Faccia Serrano.