Enfermos terminales, vagabundos, expresidiarios... su día a día
«Gracias, Señor, porque soy un pobre diablo»: el Te Deum de Aldo Trento, sacerdote entre excluidos
Como en cada final o arranque de año, el sacerdote Aldo Trento publicó en Tempi un Te Deum de acción de gracias por los acontecimientos vividos. Lo cual, en su caso, tiene muy poco que ver con objetivos y éxitos mundanos, porque su mundo transcurre entre enfermos terminales, vagabundos y ex presidiarios:
¿Por qué debería dar las gracias al Señor al final de un año durante el cual mi enfermedad, en lugar de estabilizarse, ha seguido impertérrita adelante, en el que he visto todos los días el dolor de mis niñas violadas, de mis pequeños abandonados? ¿Cómo dar las gracias a Dios cuando, cada día, tengo que enfrentarme a mis enfermos terminales, que ven en mí la posibilidad de curarse, olvidando que soy un pobre infeliz enamorado de cada uno de ellos? Y así, con innumerables hechos que pondrían en crisis la relación con Dios.
Es fácil y cómodo dar las gracias a Dios con el estómago lleno, una casa preciosa y buena salud. No es un problema predicar la misericordia de Dios, la importancia de acoger al prófugo o al mendigo que llama a la puerta… sin embargo, cuando sucede, preferimos «quitárnoslos de encima» con algunas monedas. Causa incomodidad que un prófugo o un mendigo se sienten a nuestra mesa. «Te amo, pero a distancia»; «te adopto, pero a distancia». Cuando aún vivía en la casa parroquial, reestructurada con la herencia de mis padres, tras años de hermosa convivencia con el padre Alberto, el padre Paolino y el padre Ettore, de la Fraternidad San Carlos Borromeo, sucedió un hecho triste. Un día, la señora de la limpieza me dijo: «Padre Aldo, el nuevo superior de la casa y párroco me ha prohibido mezclar en la lavadora la ropa interior sucia de los sacerdotes con la de don Fortunato». Don Fortunato era un anciano que, desde hacía algunos años, vivía alegremente conmigo y con el padre Paolino. Sin embargo, para el nuevo jefe, un Torquemada de sangre azul llegado de Madrid, los calzoncillos del pobre Fortunato no eran dignos de estar en la lavadora «real» junto a los suyos. Y, después, se hacen homilías dominicales sobre la acogida… ¡cuánto burguesismo hay en nosotros, pastores que, a menudo, somos charlatanes de la caridad!
Por consiguiente, si éste es el cuadro en el que vivo, ¿por qué debería darle gracias al Señor? Ante todo, porque cada día me da un corazón de carne, grande para amar, para sufrir con quien sufre y alegrarme con quien es feliz. Un corazón sensible, disponible para acoger a quien llama a la puerta de mi casa. Incluso el dolor que aflige a este pobre cuerpo mío mortal, en lugar de convertirse en lamento, se transforma en una conciencia más grande y profunda de «ser» relación con el Misterio, de ser propiedad de Jesús. No hay un solo momento en toda mi jornada en el que mi mirada no esté fija en Jesús, sobre todo cuando el dolor de la espondilitis me corta la respiración.
Dar gracias al Señor ha sido y es reconocer que en todas las circunstancias, incluso las más incomprensibles, la presencia de Jesús nunca me abandona, aunque a veces sienta que me rodea la oscuridad. En estos momentos, la compañía de mis hermanos enfermos, de Sor Sonia, la religiosa llamada a llevar adelante la obra el día en que yo muera, y de muchos amigos que están cerca de mí es, para mí, el rostro bueno de Jesús, que me infunde la energía suficiente para llevar con serenidad el «pondus diei». Tengo que dar gracias especialmente a la Virgen, que me acompaña en todo momento. Siento Su presencia, sobre todo, cuando antes de dormir rezo el santo rosario, contemplando los misterios dolorosos, en los que me identifico.
La libertad sin miedo
Doy gracias al Señor también por haberme dado la compañía de ex vagabundos, que comparten conmigo la casa: entre ellos, hay un hombre enorme que, por los delitos cometidos, fue condenado a 20 años en la cárcel de máxima seguridad de La Gerencia, un lugar en pleno Chaco, en la frontera con Bolivia. Cada uno de ellos, rechazado por la sociedad civil, pero también, a menudo, por la [sociedad] religiosa, son para mí la caridad de Jesús hacia mi pobre persona. En total son siete, pero son Jesús, y por esto no cierro nunca con llave mi habitación. ¡Qué maravillosa gracia me regala Dios permitiendo que mi libertad no sólo no tenga miedo, sino que esté siempre disponible a acoger a cualquiera, no importa si la persona en cuestión tiene sida, es homosexual, transexual, o tiene sarna y de sus heridas llega un olor nauseabundo!
Doy gracias a Dios porque ya no hablo de los pobres, sino que me confundo con ellos, soy uno de ellos. Doy las gracias por los escasos y buenos amigos que se ocupan de mí y me ayudan. Doy gracias a Dios por todos los que me demostraron su amistad en el pasado y que hoy, al ser «un pobre diablo», como solía repetirme mi madre, se han olvidado. Pero qué alegría sigue dándome el hecho que la clínica Casa Divina Providencia Don Luigi Giussani, perteneciente a la Fundación San Rafael, haya sido la única obra nacida gracias al carisma de don Giussani que el Papa Francisco ha visitado. Nunca podré olvidarme de este regalo del Vicario de Jesús.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
¿Por qué debería dar las gracias al Señor al final de un año durante el cual mi enfermedad, en lugar de estabilizarse, ha seguido impertérrita adelante, en el que he visto todos los días el dolor de mis niñas violadas, de mis pequeños abandonados? ¿Cómo dar las gracias a Dios cuando, cada día, tengo que enfrentarme a mis enfermos terminales, que ven en mí la posibilidad de curarse, olvidando que soy un pobre infeliz enamorado de cada uno de ellos? Y así, con innumerables hechos que pondrían en crisis la relación con Dios.
Es fácil y cómodo dar las gracias a Dios con el estómago lleno, una casa preciosa y buena salud. No es un problema predicar la misericordia de Dios, la importancia de acoger al prófugo o al mendigo que llama a la puerta… sin embargo, cuando sucede, preferimos «quitárnoslos de encima» con algunas monedas. Causa incomodidad que un prófugo o un mendigo se sienten a nuestra mesa. «Te amo, pero a distancia»; «te adopto, pero a distancia». Cuando aún vivía en la casa parroquial, reestructurada con la herencia de mis padres, tras años de hermosa convivencia con el padre Alberto, el padre Paolino y el padre Ettore, de la Fraternidad San Carlos Borromeo, sucedió un hecho triste. Un día, la señora de la limpieza me dijo: «Padre Aldo, el nuevo superior de la casa y párroco me ha prohibido mezclar en la lavadora la ropa interior sucia de los sacerdotes con la de don Fortunato». Don Fortunato era un anciano que, desde hacía algunos años, vivía alegremente conmigo y con el padre Paolino. Sin embargo, para el nuevo jefe, un Torquemada de sangre azul llegado de Madrid, los calzoncillos del pobre Fortunato no eran dignos de estar en la lavadora «real» junto a los suyos. Y, después, se hacen homilías dominicales sobre la acogida… ¡cuánto burguesismo hay en nosotros, pastores que, a menudo, somos charlatanes de la caridad!
Por consiguiente, si éste es el cuadro en el que vivo, ¿por qué debería darle gracias al Señor? Ante todo, porque cada día me da un corazón de carne, grande para amar, para sufrir con quien sufre y alegrarme con quien es feliz. Un corazón sensible, disponible para acoger a quien llama a la puerta de mi casa. Incluso el dolor que aflige a este pobre cuerpo mío mortal, en lugar de convertirse en lamento, se transforma en una conciencia más grande y profunda de «ser» relación con el Misterio, de ser propiedad de Jesús. No hay un solo momento en toda mi jornada en el que mi mirada no esté fija en Jesús, sobre todo cuando el dolor de la espondilitis me corta la respiración.
Dar gracias al Señor ha sido y es reconocer que en todas las circunstancias, incluso las más incomprensibles, la presencia de Jesús nunca me abandona, aunque a veces sienta que me rodea la oscuridad. En estos momentos, la compañía de mis hermanos enfermos, de Sor Sonia, la religiosa llamada a llevar adelante la obra el día en que yo muera, y de muchos amigos que están cerca de mí es, para mí, el rostro bueno de Jesús, que me infunde la energía suficiente para llevar con serenidad el «pondus diei». Tengo que dar gracias especialmente a la Virgen, que me acompaña en todo momento. Siento Su presencia, sobre todo, cuando antes de dormir rezo el santo rosario, contemplando los misterios dolorosos, en los que me identifico.
La libertad sin miedo
Doy gracias al Señor también por haberme dado la compañía de ex vagabundos, que comparten conmigo la casa: entre ellos, hay un hombre enorme que, por los delitos cometidos, fue condenado a 20 años en la cárcel de máxima seguridad de La Gerencia, un lugar en pleno Chaco, en la frontera con Bolivia. Cada uno de ellos, rechazado por la sociedad civil, pero también, a menudo, por la [sociedad] religiosa, son para mí la caridad de Jesús hacia mi pobre persona. En total son siete, pero son Jesús, y por esto no cierro nunca con llave mi habitación. ¡Qué maravillosa gracia me regala Dios permitiendo que mi libertad no sólo no tenga miedo, sino que esté siempre disponible a acoger a cualquiera, no importa si la persona en cuestión tiene sida, es homosexual, transexual, o tiene sarna y de sus heridas llega un olor nauseabundo!
Doy gracias a Dios porque ya no hablo de los pobres, sino que me confundo con ellos, soy uno de ellos. Doy las gracias por los escasos y buenos amigos que se ocupan de mí y me ayudan. Doy gracias a Dios por todos los que me demostraron su amistad en el pasado y que hoy, al ser «un pobre diablo», como solía repetirme mi madre, se han olvidado. Pero qué alegría sigue dándome el hecho que la clínica Casa Divina Providencia Don Luigi Giussani, perteneciente a la Fundación San Rafael, haya sido la única obra nacida gracias al carisma de don Giussani que el Papa Francisco ha visitado. Nunca podré olvidarme de este regalo del Vicario de Jesús.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
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