La guerra entre sus padres marcó la vida de Bettina
Prostituta de lujo tras una infancia rota, vivía sin Dios y lo halló por caminos sorprendentes
Bettina di Fiore intentó suicidarse dos veces. Lo contó en antena, hace año y medio, al periodista católico Patrick Madrid en su programa en Relevant Radio. Su interlocutora, una mujer joven, recomendaba ahora como argumentos disuasorios tanto la oración como consultar con aquellas personas que sentirían de verdad si esa decisión se llevase a cabo.
Como contó en su día ReL, Bettina vive en el área de la bahía de San Francisco (California, Estados Unidos) y se licenció en filología inglesa en 2008. Tiene un blog, Watching the Whirlwind, donde ha contado también la historia dramática de los dos abortos a los que se sometió cuando tenía 16 y 20 años. "Tengo dos hijos, pero están muertos. Nunca tuve oportunidad de cogerles de la mano. Ni siquiera llegaron a respirar. Porque los aborté. Y son los dos mayores errores de mi vida", confiesa desolada: "Cada día desde su muerte he sentido los dos agujeros en mi vida donde deberían estar mi hijo y mi hija. No permitáis que nadie os diga que vuestra vida será más completa tras un aborto, porque es mentira. Durante el resto de vuestra vida sentiréis que algo se ha perdido".
En un reciente artículo en One Peter Five, Bettina di Fiore ha contado la historia de su vida y de su conversión, que incluye momentos terribles antes, durante y después de esas experiencias de aborto e intento de suicidio. Una historia que gira en torno a la figura de su padre, en torno al hombre que le descubrió, sin él serlo, todo el sentido de la palabra padre, y en torno al Padre celestial, quien salió a su encuentro de formas singulares, desde una clase de química a la pegatina de un programa de radio, pasando por su misma experiencia como prostituta:
Bettina di Fiore. Foto: Secular Pro-Life Perspectives.
ENCONTRAR A MI PADRE
En algunos de mis mejores recuerdos de infancia estoy sentada en la parte de atrás del coche de mi padre, escuchando la música que a él le gusta. Él solía venir a recogerme a la guardería a última hora de la tarde, y yo cerraba mis ojos y me sumergía en la canción que sonara en ese momento: tal vez Dear Prudence, de los Beatles, o Through the Long Night, de Billy Joel, o Don't Let It Bring You Down, de Neil Young. En estado de ensoñación y con los ojos medio cerrados, levantaba la mirada y veía a mi padre sonriéndome con complicidad a través del espejo retrovisor.
"¿Te estás durmiendo?", me preguntaba divertido.
"No, papá" mascullaba yo, "estoy sólo descansando los ojos".
En esos instantes llenos de ternura yo no tenía que planificar nada, ni tenía que preocuparme o manejar la situación en mi propio provecho. Me sentía segura, convencida de que estaba en las manos amorosas, capaces y protectoras de quien me llevaría a donde tenía que ir.
He pasado la mayor parte de mi vida intentando volver a sentirme así.
* * *
Mis padres se divorciaron cuando aún era demasiado pequeña para comprender el significado de esta palabra. Pero no tardé mucho en darme cuenta que significaba el final del mundo tal como lo había conocido hasta entonces.
Antes del divorcio, era mi padre quien me cuidaba. Mi madre se pasaba las noches en los night-clubs esnifando cocaína, y los días durmiendo tras la juerga de la noche anterior, a menudo en la cama de un extraño. Si mi madre era indiferente, mi padre, en cambio, estaba siempre presente. Las ausencias de mi madre las llenaba mi padre. Él cocinaba; los sandwiches de queso caliente eran su especialidad. Él me bañaba. Él era quien me leía cuentos antes de irme a dormir, sentado en mi mecedora favorita, y quien me enseñó a leerle esas mismas historias.
Todo esto cambió cuando mis padres se separaron. A mi madre le dieron mi custodia y me llevó a la otra punta del país, alejándome de mi padre. Con ella nunca estaba segura de que ese día comería; hubo ocasiones en las que tenía tanta hambre que tuve que robar comida del supermercado. Con ella, no sólo tenía que ocuparme de mis propias necesidades, sino también de las suyas: con 10 años era yo quien se ocupaba de la casa. Y con ella ya no había cuentos para dormir.
Pero había relatos fantásticos. Mi madre mentía tan a menudo, de manera tan flagrante y con tanta inventiva que a menudo se engañaba a sí misma. Mentía porque se aburría, mentía para esconder la poco halagüeña realidad... ¡caray, mentía incluso para pasar el tiempo! Sobre todo mentía para manipular, y la mayoría de la gente caía inmediatamente en su red de falacias.
Yo no era una excepción. Cuando era pequeña debí ser para ella como lo que representa una pequeña ciudad de provincias para un vendedor de crecepelo: inocente, crédula y sin sentido del ridículo. En otras palabras, era una presa fácil.
La mayoría de las mentiras que mi madre me dijo eran sobre mi padre. Cuando tenía que renunciar a algo por falta de dinero, le culpaba a él. Me decía que no había mandado el dinero para mi manutención de ese mes -no podía admitir que lo había dilapidado todo en drogas-, y decía de él que era un tacaño, que lo único que amaba era su cartera. Me hacía hablar con él para pedirle dinero, y los silencios incómodos y tensos que seguían parecían apoyar su opinión. El hecho de que su situación económica estuviera mejorando rápidamente al hacer carrera en la compañía petrolífera en la que trabajaba, y el hecho de que pasara mucho tiempo en el trabajo, incluso cuando yo le visitaba, parecía confirmar cuanto decía mi madre sobre su materialismo y su ineptitud como padre.
Pero yo necesitaba desesperadamente creer en él y no en lo que ella me decía, por lo que me propuse conseguir su afecto y que sintiera orgulloso de mí. Me metí en la cabeza que el modo era impresionarlo, que para que me amara debía rendir más, por lo que conseguí tener las mejores notas del colegio y del instituto y ser la primera de mi instrumento en la banda y la orquesta. Aprovechaba cualquier oportunidad para demostrarle que yo era especial.
En 7º, por ejemplo, luché para conseguir el permiso de la junta escolar para pasar a 8º curso. Y lo logré. Pero cuando se lo dije, apenas levantó la mirada del periódico que estaba leyendo. Era mi mayor logro, pero no pareció impresionarle lo más mínimo.
Empecé a creer que era verdad lo que decía mi madre de él: que era una persona fría, indiferente y a la que sólo le interesaba el dinero. Empecé a creer que yo no era una prioridad para él. Empecé a creer que, sencillamente, no me quería.
* * *
En ese mismo periodo empecé a perder la fe en Dios.
Crecí en el Bible Belt [Cinturón de la Biblia, extensa región de Estados Unidos donde el cristianismo evangélico tiene un profundo arraigo social] y siempre había dado por sentada la existencia de Dios, aunque mis padres no eran religiosos. Rezaba en proporción inversa a la calidad de mi vida con mi madre: cuanto peor iban las cosas, más rezaba yo. Recuerdo un sinfín de noches despierta, tumbada sobre la pila de mantas que hacían las veces de colchón, con las manos juntas y mi mirada fija en la luna, que brillaba a través de la ventana como un faro en la oscuridad de la pradera. Recuerdo gritar con todo mi corazón: "Por favor, por favor, sálvame del infierno. Querido Dios, ayúdame a buscar una salida".
Los años pasaban y la vida con mi madre iba de mal en peor; en la época en la que conseguí irme de casa, ella y su novio del momento, un ex presidiario, iban siempre puestos hasta las cejas de crack. Cuando no estaban discutiendo, me amenazaban, y llevaban a cabo sus amenazas. Cada noche había en casa un circo grotesco: o bien mi madre y su novio intentaban matarse a golpes, o el grupo de yonquis, malhechores, camellos y todo tipo de facinerosos que formaban su círculo de amistades aparecía por casa para improvisar una fiesta. Cada mañana traía consigo botellas de cervezas rotas, ceniceros rebosantes, vómitos en la alfombra, desconocidos desmayados y manchas de sangre en los muebles. Se esperaba de mí que pusiera orden en todo este caos.
Los días pasaban y mis peticiones llenas de angustia a un Dios en el que creía, pero del que no sabía nada, crecían en intensidad y frecuencia. Nunca recibí respuesta. Con el tiempo, empecé a sospechar que no había nadie al otro lado.
* * *
Llegué a la adolescencia plenamente convencida de que ni mi padre celestial ni mi padre terrenal se preocupaban por mí lo más mínimo. Dejé de rezar y mi relación con mi padre se hundió. Los sandwiches de queso caliente y la mecedora parecían algo de un pasado muy remoto. Cuando pude abandonar la casa de mi madre a los catorce años, me fui a vivir con mi abuela, no con mi padre.
La ruptura llegó cuando yo tenía veintiún años. Tras años de resentimiento oculto (por mi parte), finalmente tuvimos una enorme discusión. Él me dijo que me sostendría económicamente si volvía a la universidad. Yo había atravesado el país para ir a la facultad que quería, pero cuando llegó la matrícula, él me dijo que me ayudaría ese semestre, pero que después tenía que apañármelas sola.
Fue la gota que colmó el vaso. Le ataqué verbalmente. Él hizo lo mismo. Ambos dijimos cosas que nunca deberíamos haber dicho.
No volvimos a decirnos absolutamente nada en quince años.
* * *
Pasé enfadada los últimos años de mi adolescencia y los primeros de mi juventud. Me pasaba el tiempo diciéndome, y diciendo a los demás, que no necesitaba a mis padres, porque era claramente capaz de cuidar de mí misma. A menudo intentaba convencerme de que no existía ninguna razón lógica por la que tuviera que amarlos. Al mismo tiempo, me sentía furiosa porque mis padres me habían abandonado, porque estaba segura de que mi vida como adulta no sería tan difícil y caótica si hubiera sido amada de niña.
Estaba rabiosa contra las instituciones, que deberían haber intervenido para sacarme del ambiente de violencia que vivía en casa de mi madre mucho antes de que yo consiguiera irme; sentía que mi vida no hubiera sido tan horrible si no hubiera vivido ese infierno.
Estaba cabreada con el universo y la vida misma por obligarme a existir, porque consideraba mi existencia como algo despreciable.
La rabia que sentía contra mi padre acabé proyectándola a todos los hombres. Realmente creía que todos los problemas del mundo estaban causados por los errores y las tendencias que normalmente se atribuyen a los hombres. Las guerras, los genocidios y la violencia de todo tipo eran el resultado de demasiada testosterona. Si se sacaba a los hombres de la foto, el mundo sería mejor y habría más paz. Así pensaba yo.
No sólo estaba enfadada con mi patriarca personal, y el patriarcado en general, también estaba enfadada con el Patriarca Celestial. Llegué a despreciar la mera idea de Dios; sentía que un ser así no podía existir, y que si lo hacía, no quería tener nada que ver con Él. Cualquier deidad que permitía que los niños sufrieran como yo había sufrido no merecía mi alabanza.
Poco a poco, borré del guión de mi vida a mi padre, luego a los otros hombres y, por último, a Dios.
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Cuando era una veinteañera, me convertí en una prostituta de lujo. Aquí empezó el proceso que me hizo madurar. Mis clientes eran políticos, ejecutivos, deportistas, periodistas, hombres que habían hecho una fortuna con la tecnología y, de vez en cuando, hombres corrientes. Incluso tuve como cliente a un joven estudiante universitario que venía a verme cada vez que recibía su beca: una sola visita podía costarle más de lo que le sobraba después de pagar la matrícula.
Todos estos hombres tenían una cosa en común: eran todos aves heridas. Solitarios, marginados, soportaban una pesada carga. Muchos de ellos buscaban algo más que el placer físico, algún tipo de conexión que tuviera sentido. A la mayoría le hubiera ido mejor con un terapeuta experto, pues este era el papel que muchos de ellos me atribuían. Por la razón que sea, eligieron tumbarse en mi sofá y no en el de un psiquiatra.
Tal vez la ilusión del anonimato era el factor detonante. Ese mundo tiene una especie de secreto de confesión: se sobreentiende que lo que se dicen una prostituta y su cliente es confidencial. Estos hombres sabían que nunca se encontrarían conmigo en sus vidas "reales", lo que me convertía en una persona más fiable y segura para sus confidencias. En consecuencia mis clientes, sobre todos los que eran clientes habituales, me abrían su corazón. En mi habitación no sólo se quitaban la ropa, también dejaban de fingir, poniéndome en la privilegiada y excepcional posición de ver a los hombres como realmente son.
Por lo general, todos ellos vivían matrimonios tristes, fracasados. Algunos tenían mujeres que se negaban a tener relaciones sexuales o eran poco afectuosas, otros tenían esposas que los utilizaban para lo que les convenía; había los que no respetaban a sus mujeres, o las ninguneaban o las dominaban. Estos hombres querían comprar, por horas y a un precio desorbitado, una copia aproximada de la atención femenina tradicional que no tenían en casa.
Si sus esposas decidían divorciarse, ellos normalmente lo perdían todo: casa, ahorros y, sobre todo y lo más doloroso para mis clientes, sus hijos. Un hombre que vino a verme había dejado de dormir hacía poco en su coche, porque su ex esposa se había quedado con la casa y no pudo encontrar enseguida otro lugar donde vivir. Otro no había visto a su hijo en más de un año porque su ex mujer había dejado de enviar al niño para las visitas, y ni los tribunales ni la ley intervinieron. Otro, debido a la desmesurada parcialidad que tenía el tribunal en favor de las madres, no pudo obtener la custodia de su hija, que vivía con la madre mentalmente enferma, a pesar de que tenía amplia documentación sobre el comportamiento errático e irresponsable de su ex esposa.
Estos hombres no eran los únicos. Conocí a muchos otros que vivían circunstancias similares.
Siempre me había considerado una mujer progresista y feminista. Pero tenía ante mí, literalmente uno tras otro, casos que desafiaban mi punto de vista. Estos hombres no eran tiranos crueles que despiadadamente sacaban partido de un sistema que les favorecía gracias a generaciones de dominación masculina. Tampoco eran competidores satisfechos rivalizando con sus iguales del otro sexo en igualdad de condiciones. Eran prisioneros de guerra derrotados a quienes mujeres despiadadas les hacían pagar no sólo sus crímenes, cualesquiera que estos fueran, sino también los supuestos crímenes de sus antepasados masculinos; mujeres que ya se estaban beneficiando del ilimitado e incondicional apoyo de las instituciones. A estos hombres se les había dicho docenas de veces en docenas de modos distintos que eran malos, y que estaban equivocados por el mero hecho de ser hombres.
He visto realmente a muchos hombres -buenos hombres, aunque débiles en la carne- perseguidos y reducidos de manera injusta a una vida miserable. No podía no mirar de frente la evidencia. Tenía que reconsiderar mi posición.
* * *
Dado que me había equivocado sobre los hombres, tenía que aceptar la posibilidad de que estuviera equivocada sobre otras cosas. Cuando, con casi treinta años, volví a la universidad, descubrí que era así. Estaba en una facultad muy progresista, pero esto no detuvo a mi profesora de química general, que dedicó toda una clase a desafiar el ateísmo de sus estudiantes. ¿Cuál era el punto esencial de su reflexión? Que no se consigue "algo" de la nada, no importa la reacción que tenga lugar. Tienes que poner "algo" para conseguir "algo". Si esto es así, ¿de dónde surgió el "algo" que originó el universo?
Ahora me suena sencillo y razonable, pero en aquel entonces hizo que mi mente diera vueltas como un torbellino. Desafiaba todo lo que había creído durante mi edad adulta. Pero, de nuevo, no podía negar la evidencia que tenía ante mí. Ese día, mi identidad pasó de "atea" a "agnóstica". Al poco tiempo empecé mi búsqueda de ese "algo" que había generado el "algo" original.
Estudié en profundidad todas las principales religiones. Incluso acudí a un ritual vudú. La única religión que seriamente consideré en adoptar es el judaísmo. Lo estudié e iba a una sinagoga. Pero cuando llegó el momento del mikvah, di marcha atrás. Algo, no sabía exactamente el qué, no acababa de convencerme. Faltaba algo.
Tardé unos ochos años en comprender qué era ese algo.
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Estaba viviendo con mi novio, llevábamos juntos unos cuatro años. Había dejado la prostitución. Obviamente, lo había hecho por mi novio. Mi vida era mejor de lo que había sido nunca; sin embargo, algo faltaba en ella.
Un día estaba aparcando enfrente de nuestro apartamento en North Oakland cuando vi que el coche que estaba aparcado delante tenía una pegatina de una emisora de radio católica. "Vaya", pensé, "¿de qué podrán hablar durante 24 horas al día?".
Empecé a ver esas pegatinas por todas partes. Parecía que de cada tres coches que veía, uno la tenía. Poco a poco me fue invadiendo la curiosidad y decidí sintonizar la emisora. Lo que oí me sorprendió. Tenía sentido. Y las personas no eran raras como la gente que está en los medios de comunicación protestantes. Yo había crecido en la era de los predicadores evangelistas de la televisión y del Trinity Broadcasting Network (TBN), y siempre había pensado que estas personas eran, como mínimo, un poco escalofriantes. Pero las personas que hablaban en la radio católica parecían realmente... normales. Y razonables. Acabé escuchando la emisora católica mientras trabajaba -en esa época limpiaba casas-, y los programas que oía me ayudaron a soportar la rutina y la pesadez de mi trabajo.
Al cabo de dos semanas, me desperté un domingo por la mañana con una convicción que ardía dentro de mí: tenía que ir a misa. Sentía que no podría seguir viviendo si no lo hacía. Me pasé el día dudando y, por fin, esa tarde fui a mi primera misa.
No sería la última.
* * *
Después de buscar un poco, encontré una parroquia con misa tradicional en la que me sentí como en casa. Conocí a un sacerdote con el que hice las catequesis, y que acabó siendo la persona más influyente de mi vida.
Tenía una enorme paciencia conmigo. Me escuchaba cuando daba rienda suelta a todo mi escepticismo, basado en muchas experiencias. Entonces, de un modo claro y exhaustivo, utilizaba la ciencia, la filosofía, la historia -todo lo que considerara pertinente-, para demostrar la verdad de cualquier idea o doctrina que me obsesionara. Cogió mis dudas y mis objeciones y las desmanteló con una precisión de cirujano. En resumen, hizo lo que mi profesora de química había hecho muchos años antes, sólo que él dio un paso más: me demostró que Dios existía, e hizo que me identificara y familiarizara con Él. No sólo respondió de manera satisfactoria a mis preguntas sobre qué, Quién, cuándo y dónde, sino que fue capaz de decirme por qué. Esto es lo que necesitaba para convencerme y convertirme al catolicismo.
Bettina sostiene en brazos a su ahijada Zita, durante el bautizo de la pequeña. Foto: @bettinadifiore.
Pero este sacerdote hizo mucho más que llevarme a la conversión, me proporcionó un modelo de lo que debe ser un padre.
A medida que se acercaba la fecha de mi bautismo, empecé a sentir que la guerra fría entre mi padre biológico y yo no sólo era estúpida, sino también un impedimento a mi conversión total y verdadera. Este sacerdote estuvo de acuerdo conmigo. Así que un día de otoño de 2013 cogí el teléfono y llamé a mi padre por primera vez en quince años.
Se emocionó de felicidad al oírme. Lloramos, reímos, y lloramos-reímos. Tuvimos una larga conversación que incluyó pedir perdón, explicarse, expresar nuestro arrepentimiento y comprometernos a construir una relación mejor en el futuro.
* * *
La pérdida y posterior redescubrimiento de mis padres han definido la historia de mi vida. No creo que sea una coincidencia que los encontrara a ambos casi al mismo tiempo, amorosamente ayudada por un hombre al que me dirijo llamándole "padre".
No es una historia acabada: el proceso de conocimiento de mis padres sigue en marcha. Sigo aprendiendo, lentamente, a conocer a mis padres, quiénes son, cómo amarlos y respetarlos, y qué significa ser una hija. Es el viaje más maravilloso que he emprendido nunca.
Mi padre lo ha resumido de manera perfecta: "Creo que el final, cuando llegue, será maravilloso y espero que lo podamos escribir juntos".
Traducción de Elena Faccia Serrano.
Publicado en ReL el 19 de octubre de 2018.