Acudir con brazos cruzados a ser bendecida la ayudaba
Casada con un divorciado, tardó 41 años en poder ir a comulgar... una experiencia mística la sostuvo
Annie es una mujer que cuenta en primera persona su camino de fe y confianza en Dios casada por lo civil con un hombre que ante Dios y la Iglesia tenía otra esposa. Lo cuenta en la revista francesa de evangelización Il est vivant, de la Comunidad del Emmanuel (http://es.emmanuel.info), una de las mayores comunidades carismáticas católicas en Europa, especialmente en Francia. Traducimos su narración en primera persona para los lectores de ReL.
***
«Casada con un divorciado, me pude casar con él por la Iglesia 41 años después»
Bautizada y confirmada, durante mi adolescencia atravesé un periodo un poco místico, pero solitario, separada de la Iglesia.
Era una adolescente un poco deprimida: los estudios y un grave accidente en mi familia fueron la razón.
Las cosas se fueron estabilizando y con 25 años me casé por lo civil con Gérard, padre de un niño de dos años, divorciado de un primer matrimonio (mixto: bautizado - no bautizado), que la Iglesia había aceptado. Mi marido no practicaba desde hacía años, pero decía que era creyente.
Bautizamos a nuestras dos hijas y como iban a catequesis, retomé el contacto con la Iglesia, sobre todo a través de los catequistas, que removieron mi fe.
Unos años más tarde, con motivo de un nuevo trabajo, conocí a Anne. Nos hicimos amigas rápidamente y la fe de Anne, que ella vivía en la Comunidad de Emmanuel, me interpelaba.
Iba a menudo a la Iglesia de la Trinidad para la misa de mediodía y a veces a la adoración. Encontré un lugar de fe que me impulsaba. Un día participé en un grupo de oración que se reunía para el mundo del trabajo. Yo era muy sensible a este tema y el padre C., que lo guiaba, era muy convincente. Empecé a participar asiduamente.
Mi fe aumentaba suavemente.
Un día, con mucha delicadeza, el padre me explicó qué exigía la vida en la verdad de Cristo y que vista mi situación conyugal (matrimonio civil con un divorciado casado en primeras nupcias por la Iglesia), yo no podía recibir los sacramentos de la reconciliación y la comunión si no podía comprometerme a vivir en castidad.
Acepté esto sin problemas, pues esta verdad me pareció evidente, sin sospechar la dificultad que conllevaría vivir esta ascesis en el tiempo.
Un día, en un momento de oración en mi casa delante de mi icono habitual, el Cristo Pantocrátor, un calor invadió mi corazón, un raudal de amor me sumergió con un poder inimaginable. Mi pequeño corazón se dilató, no podía contener esta fuerza amorosa. Ante esta inmensidad sobrenatural de amor que me superaba estallé en lágrimas. No sabría decir cuanto tiempo duró. Estaba conmocionada.
¡Mi conversión ese día dio un salto sagrado hacia adelante! Cuando conté el hecho al padre C., él gritó «¡Aleluya!» y dio gracias al Señor.
Contrariamente a un buen número de personas que viven este desierto, yo no me he sentido jamás excluida de la Iglesia, sino que me he sentido más bien como un elemento que concurre a su construcción.
Ahora sé que «todo acto de obediencia hace avanzar a las otras almas» (Santa Faustina).
Yo me había sentido herida de que la Iglesia no hablara nunca de los «casados con los divorciados» y que lo hiciera sólo de «los divorciados vueltos a casar».
Al no llegar el proceso de anulación del primer matrimonio de mi marido a ningún resultado, pues la prueba del no bautismo de su primera esposa no fue presentada, cansada de luchar me resigné a «sobrevivir» sin eucaristia y sin perdón. ¡El Señor se había manifestado una vez con tanto poder que el simple recuerdo de ese momento me bastaba, y me daba la valentía de aceptar que permaneciera en mi lugar en el momento de la comunión y de no poder quitarme el lastre de mis pecados!…
Sin embargo, cada vez que constataba mi infidelidad a la oración, o que vivía un tiempo de desierto, acusaba al Señor de no darme los medios para sostenerme y empezaba a temer que mi fe se marchitara. Entonces, volvía a pensar en esa famosa noche de oración ante el Cristo Pantocrátor.
Un día, en misa, observé a una mujer que se dirigía a la comunión con los brazos cruzados y recibía la bendición del sacerdote. Hice lo mismo y desde ese momento esta bendición fue para mí un gran consuelo y transformó mi percepción de la misa, pues ¡ya podía acercarme a las hostias, casi las tocaba!
El año pasado, mi párroco me impulsó a retomar el dossier de nulidad del primer matrimonio de mi marido. Éste aceptó volver a empezar todo el proceso. La nulidad de su primer matrimonio fue validada en siete meses por Roma. ¡Podíamos finalmente casarnos por la Iglesia, después de cuarenta y un años y medio de matrimonio civil!
Gérard, por amor hacia mí, se comprometió en este camino, no sin emoción…
Se concertó la fecha y empecé, siguiendo los consejos de mi párroco y mediante unas lecturas escogidas, a profundizar mi percepción de los sacramentos de la Eucaristia y la Reconciliación, con el fin de hacer aumentar mi deseo de acceder a ellos.
El día de nuestro matrimonio, Gérard y yo recibimos no menos de tres sacramentos. ¡Qué emoción!
Según todos, la celebración fue bella y edificante.
El hecho de que nuestra unión haya recibido el sacramento de la Iglesia y la bendición de Dios cambia muchas cosas.
Los meses sucesivos tomaba la comunión con la misma emoción que la primera vez, una emoción que se prolongaba hasta mucho tiempo después del final del recogimiento de la asamblea. Incluso ahora, me gustaría que este recogimiento no acabara nunca.
De manera recurrente las palabras de Pablo se imponen: «Ya no soy yo quien vive en mí, es Cristo quien vive en mí». Para mí, estas palabras son una invitación a hacer en mí todo el sitio para Cristo.
Los días pasaban y yo observaba pequeñas sanaciones psíquicas casi imperceptibles. Sentía también un gran deseo de hacer algo por mi Iglesia, por el pueblo de Dios. Y además una sed de oración se hacía cada vez más viva, aunque era débil frente a los combates. También observaba que abría cada vez más a menudo mi Biblia.
Cada día me demostraba que Jesús obra en el mundo y en mí, y yo podía testimoniar a diario.
Todos estos signos me demuestran hasta qué punto yo estaba antes en un desierto, privada de la fuente, el alma seca, árida. Era un sufrimiento no expresado, inconsciente, no confesado. ¿Cómo pude aguantar, sobre todo durante los años en los que no tuve acompañamiento espiritual, es decir, durante los últimos quince años? ¿Qué gracias me han ayudado?
– El recuerdo de la venida fulgurante del Espíritu Santo una cierta noche de noviembre de 1991.
– La amistad en Cristo de mi amiga Anne.
– La fidelidad a los grupos de oración.
– El acompañamiento espiritual de un sacerdote durante los diez primeros años.
– Misteriosamente, la obediencia, en comunión espiritual con los fieles que recibían la eucaristía.
– La oración de todos.
Es por esto que siento compasión por todos los que viven este desierto y me comprometo a rezar por ellos, para que aguanten. ¡El Señor les reserva oasis de gracia!
Annie
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
Lea también: Divorciado, mujeriego, sin fe... en su primera adoración vio el rostro de Cristo y cambió
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«Casada con un divorciado, me pude casar con él por la Iglesia 41 años después»
Bautizada y confirmada, durante mi adolescencia atravesé un periodo un poco místico, pero solitario, separada de la Iglesia.
Era una adolescente un poco deprimida: los estudios y un grave accidente en mi familia fueron la razón.
Las cosas se fueron estabilizando y con 25 años me casé por lo civil con Gérard, padre de un niño de dos años, divorciado de un primer matrimonio (mixto: bautizado - no bautizado), que la Iglesia había aceptado. Mi marido no practicaba desde hacía años, pero decía que era creyente.
Bautizamos a nuestras dos hijas y como iban a catequesis, retomé el contacto con la Iglesia, sobre todo a través de los catequistas, que removieron mi fe.
Unos años más tarde, con motivo de un nuevo trabajo, conocí a Anne. Nos hicimos amigas rápidamente y la fe de Anne, que ella vivía en la Comunidad de Emmanuel, me interpelaba.
Iba a menudo a la Iglesia de la Trinidad para la misa de mediodía y a veces a la adoración. Encontré un lugar de fe que me impulsaba. Un día participé en un grupo de oración que se reunía para el mundo del trabajo. Yo era muy sensible a este tema y el padre C., que lo guiaba, era muy convincente. Empecé a participar asiduamente.
Mi fe aumentaba suavemente.
Un día, con mucha delicadeza, el padre me explicó qué exigía la vida en la verdad de Cristo y que vista mi situación conyugal (matrimonio civil con un divorciado casado en primeras nupcias por la Iglesia), yo no podía recibir los sacramentos de la reconciliación y la comunión si no podía comprometerme a vivir en castidad.
Acepté esto sin problemas, pues esta verdad me pareció evidente, sin sospechar la dificultad que conllevaría vivir esta ascesis en el tiempo.
Un día, en un momento de oración en mi casa delante de mi icono habitual, el Cristo Pantocrátor, un calor invadió mi corazón, un raudal de amor me sumergió con un poder inimaginable. Mi pequeño corazón se dilató, no podía contener esta fuerza amorosa. Ante esta inmensidad sobrenatural de amor que me superaba estallé en lágrimas. No sabría decir cuanto tiempo duró. Estaba conmocionada.
¡Mi conversión ese día dio un salto sagrado hacia adelante! Cuando conté el hecho al padre C., él gritó «¡Aleluya!» y dio gracias al Señor.
Contrariamente a un buen número de personas que viven este desierto, yo no me he sentido jamás excluida de la Iglesia, sino que me he sentido más bien como un elemento que concurre a su construcción.
Ahora sé que «todo acto de obediencia hace avanzar a las otras almas» (Santa Faustina).
Yo me había sentido herida de que la Iglesia no hablara nunca de los «casados con los divorciados» y que lo hiciera sólo de «los divorciados vueltos a casar».
Al no llegar el proceso de anulación del primer matrimonio de mi marido a ningún resultado, pues la prueba del no bautismo de su primera esposa no fue presentada, cansada de luchar me resigné a «sobrevivir» sin eucaristia y sin perdón. ¡El Señor se había manifestado una vez con tanto poder que el simple recuerdo de ese momento me bastaba, y me daba la valentía de aceptar que permaneciera en mi lugar en el momento de la comunión y de no poder quitarme el lastre de mis pecados!…
Sin embargo, cada vez que constataba mi infidelidad a la oración, o que vivía un tiempo de desierto, acusaba al Señor de no darme los medios para sostenerme y empezaba a temer que mi fe se marchitara. Entonces, volvía a pensar en esa famosa noche de oración ante el Cristo Pantocrátor.
Un día, en misa, observé a una mujer que se dirigía a la comunión con los brazos cruzados y recibía la bendición del sacerdote. Hice lo mismo y desde ese momento esta bendición fue para mí un gran consuelo y transformó mi percepción de la misa, pues ¡ya podía acercarme a las hostias, casi las tocaba!
El año pasado, mi párroco me impulsó a retomar el dossier de nulidad del primer matrimonio de mi marido. Éste aceptó volver a empezar todo el proceso. La nulidad de su primer matrimonio fue validada en siete meses por Roma. ¡Podíamos finalmente casarnos por la Iglesia, después de cuarenta y un años y medio de matrimonio civil!
Gérard, por amor hacia mí, se comprometió en este camino, no sin emoción…
Se concertó la fecha y empecé, siguiendo los consejos de mi párroco y mediante unas lecturas escogidas, a profundizar mi percepción de los sacramentos de la Eucaristia y la Reconciliación, con el fin de hacer aumentar mi deseo de acceder a ellos.
El día de nuestro matrimonio, Gérard y yo recibimos no menos de tres sacramentos. ¡Qué emoción!
Según todos, la celebración fue bella y edificante.
El hecho de que nuestra unión haya recibido el sacramento de la Iglesia y la bendición de Dios cambia muchas cosas.
Los meses sucesivos tomaba la comunión con la misma emoción que la primera vez, una emoción que se prolongaba hasta mucho tiempo después del final del recogimiento de la asamblea. Incluso ahora, me gustaría que este recogimiento no acabara nunca.
De manera recurrente las palabras de Pablo se imponen: «Ya no soy yo quien vive en mí, es Cristo quien vive en mí». Para mí, estas palabras son una invitación a hacer en mí todo el sitio para Cristo.
Los días pasaban y yo observaba pequeñas sanaciones psíquicas casi imperceptibles. Sentía también un gran deseo de hacer algo por mi Iglesia, por el pueblo de Dios. Y además una sed de oración se hacía cada vez más viva, aunque era débil frente a los combates. También observaba que abría cada vez más a menudo mi Biblia.
Cada día me demostraba que Jesús obra en el mundo y en mí, y yo podía testimoniar a diario.
Todos estos signos me demuestran hasta qué punto yo estaba antes en un desierto, privada de la fuente, el alma seca, árida. Era un sufrimiento no expresado, inconsciente, no confesado. ¿Cómo pude aguantar, sobre todo durante los años en los que no tuve acompañamiento espiritual, es decir, durante los últimos quince años? ¿Qué gracias me han ayudado?
– El recuerdo de la venida fulgurante del Espíritu Santo una cierta noche de noviembre de 1991.
– La amistad en Cristo de mi amiga Anne.
– La fidelidad a los grupos de oración.
– El acompañamiento espiritual de un sacerdote durante los diez primeros años.
– Misteriosamente, la obediencia, en comunión espiritual con los fieles que recibían la eucaristía.
– La oración de todos.
Es por esto que siento compasión por todos los que viven este desierto y me comprometo a rezar por ellos, para que aguanten. ¡El Señor les reserva oasis de gracia!
Annie
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
Lea también: Divorciado, mujeriego, sin fe... en su primera adoración vio el rostro de Cristo y cambió
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