A los 9 años, Antonija perdió la capacidad de sentir miedo
Iba a misa diaria, detectaba a los espías comunistas y les decía: «Se te nota mucho, trabajas mal»
Antonija Apele es una importante directora de teatro en Letonia, actriz veterana y trabaja –aún después de jubilada- en la Radio de Riga.
Tiene una característica muy especial que ha marcado toda su vida desde que los soviéticos deportaron a su padre y casi también a ella cuando tenía 9 años: ese 14 de junio de 1941 perdió todo miedo, y desde entonces no ha experimentado nunca esa emoción. También perdió la capacidad de llorar.
Su crimen: ser inteligentsia
Su padre era escritor, “amaba el silencio, pasaba largas horas escribiendo en su despacho”. Su madre era profesora, y el día de la deportación estaba dando clase en otro pueblo a 27 kilómetros. Eran, por lo tanto, inteligentsia, es decir, clase letrada, no obreros, automáticamente sospechosos para el sistema comunista.
La URSS había ocupado Estonia, Letonia y Lituania en 1940 como parte del pacto Molotov-Ribbentrop con los nazis. El día que Antonija perdió el miedo faltaban sólo 8 días para que ese pacto acabase y Hitler ordenase invadir el espacio soviético por sorpresa. Pero en Rusia y en Letonia nadie lo sabía aún, por supuesto, y los soviéticos se dedicaban a deportar de golpe a miles de ciudadanos bálticos, especialmente a las clases letradas.
En vagones de ganado, separando padres de niños
“Llegaron a las doce de la mañana. Nos dijeron, entre gritos y amenazas que teníamos media hora para recoger nuestras cosas. Era una operación medida y controlada. Llevaban haciéndolo desde media noche, y nosotros éramos de los últimos”.
En la estación de tren de la pequeña ciudad de Rezekne concentraron a cientos de familias. Había personas metidas en vagones de ganado que pedían agua y comida porque ya llevaban muchas horas encerradas. Ya era de noche y estaban separando a los niños de los adultos, para ponerlos en vagones distintos.
“Me separaron de mi padre y comencé a llorar mientras él trataba de infundirme calma y serenidad con una mirada que no olvidaré jamás. Lo metieron en uno de los vagones y al cabo la locomotora comenzó a traquetear y se perdió en la oscuridad entre vaharadas de humo”.
Años después, compañeros de su padre contarían a Antonija cómo él murió en una prisión de Siberia, tras soportar una tortura atroz. “Al escucharles acudieron a mis ojos unas lágrimas humildes, calientes, liberadoras”. Fue la única vez que consiguió llorar desde ese día de 1941.
Una salvación misteriosa
¿Cómo es que Antonija no llegó a ser encerrada en uno de los vagones de niños y deportada?
Unos soldados decidieron jugar a un juego macabro con ella. La miraron, y al verla tan pequeña y delgada pensaron que tendría unos 6 años, y no los 9 que realmente había cumplido. “Vamos a probar con esta, a lo mejor tiene suerte y se salva”, se mofaron. Y la dejaron junto a la vía diciéndole: “¡Corre!”
Quizá querían jugar a atraparla, o obligar a otros compañeros a correr tras ella y hacerles quedar mal.
Pero ella corrió con todas las fuerzas de sus 9 años y se metió en el bosque mientras enfurecidos guardias le perseguían. Se escondió tras un arbusto, contuvo el aliento… y sintió el metal frío de una pistola sobre su frente. “Si te mueves te mato”, le dijo una voz.
Y desde ese momento no recuerda nada más. No recuerda nada de los siete días siguientes.
“Aquella semana quedó sepultada en un agujero negro en mi memoria. He preguntado a muchas personas del pueblo: no saben nada o fingen no saberlo”, explica.
Cuando abrió los ojos Antonija estaba en su cama, con su madre, que se había salvado de la deportación porque, aunque estaba en las listas, el conductor encargado de ir a buscarla a otro pueblo la salvó diciendo a sus superiores que no le quedaba gasolina para el viaje de ida y vuelta y éstos desistieron.
La madre acudió a la estación de tren pero cuando llegó los vagones habían partido, todo estaba vacío. Volvió desolada a casa. “A primeras horas de la mañana escuchó unos golpes en la puerta. Abrió y me encontró en el suelo desvanecida. ¿Quién me había llevado hasta allí? Posiblemente nunca lo sepa”.
“Aquel día pasé tanto miedo que desde entonces no he vuelto a experimentar una sensación de peligro o temor”.
Un don de Dios: no tener miedo nunca
Su madre y su abuela se dieron cuenta. Por ejemplo, la niña iba a hacer recados cruzando sola el cementerio de noche. Una vez cayó un rayo a su lado y ni se inmutó. “¿Cómo es posible que ni siquiera hayas gritado?”, preguntó su abuela asombrada.
Cuando alguien no tiene miedo, no es fácil que comprenda el miedo de los demás, le cuesta más empatizar con ellos y sus debilidades.
En la adolescencia se burlaba de sus amigas y sus miedos. Y su madre, buena maestra, le riñó por ello:
“¿Cómo te atreves a usar de esa manera el don que Dios te ha concedido?”, le dijo.
Le explicó que carecer de miedo no era un mérito suyo, sino un don concedido por Dios que debía agradecer y aprovechar.
“A mí me conserva Dios en esta tierra para rezar por los que se han ido, y a ti te ha dado esa fortaleza para que ayudes a los que tienen un alma débil. En eso te pareces a tu abuela”, dijo su madre.
“Mi abuela era una polaca de gran corazón y una fe tan sólida como la catedral de Riga. Todos los que la conocieron me decían que me parecía a ella por mi carácter fuerte y exigente”, recuerda Antonija.
Antonija Apele aún dirige a los actores de Radio Letonia
No tener miedo bajo un régimen de terror
Tener un carácter fuerte e independiente bajo una dictadura comunista no es recomendable. Carecer de miedo en una sociedad dominada mediante el terror y la mentira es buscarse problemas. Antonija nunca ocultó su fe católica, y se puede decir que tuvo suerte por no sufrir más represalias.
“En ciertas obras de teatro, la mayoría de mis colegas directores se saltaban las referencias a Dios y todo lo que pudiera incomodar al régimen. Yo no, no estaba dispuesta a traicionar mi fe, pasara lo que pasara”.
Una vez un comisario político se enfadó con ella por cantar una canción religiosa en una representación, pero ella, furiosa, le respondió: “He declamado exactamente lo que viene en el guión. ¿Quieres que te lo enseñe, camarada?”
El comisario, que no estaba acostumbrado a encontrar resistencia, prefirió dejarlo pasar.
Los espías en las parroquias
Debido a su falta de temor y su visión del mundo como un teatro Antonija se permitió algunas escenas tragicómicas, propias del mundo soviético.
Ella iba a misa a diario, y cada cierto tiempo detectaba al espía de turno que el régimen enviaba a tal o cual parroquia.
“La gente en misa, al verlo, empezaba a temblar, disimulaba y hacía lo posible para pasar inadvertida. Los parroquianos fingían ser turistas que habían entrado en la iglesia por curiosidad. A mí aquella situación casi me divertía. Si veía un espía –se les notaba a la legua- me arrodillaba a su lado, hacía la señal de la cruz de forma ostnsible y le decía al oído mientras me levantaba: ‘Oye, que se está dando cuenta todo el mundo. ¡Trabajas muy mal!’”
El espía no volvía a aparecer por allí, “quizá temiendo que yo fuera de otro cuerpo de espionaje porque en esa época medio mundo espiaba al otro medio”.
Aprender a disculpar a los demás
Esta mujer sin miedo y sin lágrimas, exigente directora de teatro, de personalidad fuerte, era dura con los demás, y lo sabía. Le enfurecían las personas con doble vida… que en la URSS era mucha gente, los que intentaban parecer a a la vez comunistas ejemplares y se dejaban ver rezando por la iglesia, por ejemplo.
Sabía que como católica debía perdonar la cobardía de unos y las hipocresías de otros, pero le costaba. Un día rezó a la Virgen para que le ayudase a saber disculpar y ser paciente, y poco después conoció un sacerdote que animó a ir aprendiendo a disculpar y perdonar poco a poco, no de golpe.
Su primer éxito consistió en dejar de criticar y despreciar a los cristianos baptistas. Precisamente un baptista, a los que tenía manía sin ninguna razón concreta, le invitó a trabajar en la radio. Empezó a admirar su conocimiento de las Escrituras y otras virtudes. “Sentí como si la Virgen me dijera: deja de murmurar y de pelearte con tus hermanos cristianos y empieza a comprenderlos. A partir de entonces dejé de etiquetar a las personas”.
También desde ese momento empezó a ser más amable y comprensiva con los actores, y especialmente con las actrices, a las que dirigía. “Para ser exigente no hace falta gritar, ni humillar, ni herir”, aprendió.
Antonija Apele cuenta su testimonio en el interesante libro de testimonios de José Miguel Cejas El baile tras la tormenta (Rialp)
Un vídeo del quehacer de Antonija Apele en Radio Letonia
Tiene una característica muy especial que ha marcado toda su vida desde que los soviéticos deportaron a su padre y casi también a ella cuando tenía 9 años: ese 14 de junio de 1941 perdió todo miedo, y desde entonces no ha experimentado nunca esa emoción. También perdió la capacidad de llorar.
Su crimen: ser inteligentsia
Su padre era escritor, “amaba el silencio, pasaba largas horas escribiendo en su despacho”. Su madre era profesora, y el día de la deportación estaba dando clase en otro pueblo a 27 kilómetros. Eran, por lo tanto, inteligentsia, es decir, clase letrada, no obreros, automáticamente sospechosos para el sistema comunista.
La URSS había ocupado Estonia, Letonia y Lituania en 1940 como parte del pacto Molotov-Ribbentrop con los nazis. El día que Antonija perdió el miedo faltaban sólo 8 días para que ese pacto acabase y Hitler ordenase invadir el espacio soviético por sorpresa. Pero en Rusia y en Letonia nadie lo sabía aún, por supuesto, y los soviéticos se dedicaban a deportar de golpe a miles de ciudadanos bálticos, especialmente a las clases letradas.
En vagones de ganado, separando padres de niños
“Llegaron a las doce de la mañana. Nos dijeron, entre gritos y amenazas que teníamos media hora para recoger nuestras cosas. Era una operación medida y controlada. Llevaban haciéndolo desde media noche, y nosotros éramos de los últimos”.
En la estación de tren de la pequeña ciudad de Rezekne concentraron a cientos de familias. Había personas metidas en vagones de ganado que pedían agua y comida porque ya llevaban muchas horas encerradas. Ya era de noche y estaban separando a los niños de los adultos, para ponerlos en vagones distintos.
“Me separaron de mi padre y comencé a llorar mientras él trataba de infundirme calma y serenidad con una mirada que no olvidaré jamás. Lo metieron en uno de los vagones y al cabo la locomotora comenzó a traquetear y se perdió en la oscuridad entre vaharadas de humo”.
Años después, compañeros de su padre contarían a Antonija cómo él murió en una prisión de Siberia, tras soportar una tortura atroz. “Al escucharles acudieron a mis ojos unas lágrimas humildes, calientes, liberadoras”. Fue la única vez que consiguió llorar desde ese día de 1941.
Una salvación misteriosa
¿Cómo es que Antonija no llegó a ser encerrada en uno de los vagones de niños y deportada?
Unos soldados decidieron jugar a un juego macabro con ella. La miraron, y al verla tan pequeña y delgada pensaron que tendría unos 6 años, y no los 9 que realmente había cumplido. “Vamos a probar con esta, a lo mejor tiene suerte y se salva”, se mofaron. Y la dejaron junto a la vía diciéndole: “¡Corre!”
Quizá querían jugar a atraparla, o obligar a otros compañeros a correr tras ella y hacerles quedar mal.
Pero ella corrió con todas las fuerzas de sus 9 años y se metió en el bosque mientras enfurecidos guardias le perseguían. Se escondió tras un arbusto, contuvo el aliento… y sintió el metal frío de una pistola sobre su frente. “Si te mueves te mato”, le dijo una voz.
Y desde ese momento no recuerda nada más. No recuerda nada de los siete días siguientes.
“Aquella semana quedó sepultada en un agujero negro en mi memoria. He preguntado a muchas personas del pueblo: no saben nada o fingen no saberlo”, explica.
Cuando abrió los ojos Antonija estaba en su cama, con su madre, que se había salvado de la deportación porque, aunque estaba en las listas, el conductor encargado de ir a buscarla a otro pueblo la salvó diciendo a sus superiores que no le quedaba gasolina para el viaje de ida y vuelta y éstos desistieron.
La madre acudió a la estación de tren pero cuando llegó los vagones habían partido, todo estaba vacío. Volvió desolada a casa. “A primeras horas de la mañana escuchó unos golpes en la puerta. Abrió y me encontró en el suelo desvanecida. ¿Quién me había llevado hasta allí? Posiblemente nunca lo sepa”.
“Aquel día pasé tanto miedo que desde entonces no he vuelto a experimentar una sensación de peligro o temor”.
Un don de Dios: no tener miedo nunca
Su madre y su abuela se dieron cuenta. Por ejemplo, la niña iba a hacer recados cruzando sola el cementerio de noche. Una vez cayó un rayo a su lado y ni se inmutó. “¿Cómo es posible que ni siquiera hayas gritado?”, preguntó su abuela asombrada.
Cuando alguien no tiene miedo, no es fácil que comprenda el miedo de los demás, le cuesta más empatizar con ellos y sus debilidades.
En la adolescencia se burlaba de sus amigas y sus miedos. Y su madre, buena maestra, le riñó por ello:
“¿Cómo te atreves a usar de esa manera el don que Dios te ha concedido?”, le dijo.
Le explicó que carecer de miedo no era un mérito suyo, sino un don concedido por Dios que debía agradecer y aprovechar.
“A mí me conserva Dios en esta tierra para rezar por los que se han ido, y a ti te ha dado esa fortaleza para que ayudes a los que tienen un alma débil. En eso te pareces a tu abuela”, dijo su madre.
“Mi abuela era una polaca de gran corazón y una fe tan sólida como la catedral de Riga. Todos los que la conocieron me decían que me parecía a ella por mi carácter fuerte y exigente”, recuerda Antonija.
Antonija Apele aún dirige a los actores de Radio Letonia
No tener miedo bajo un régimen de terror
Tener un carácter fuerte e independiente bajo una dictadura comunista no es recomendable. Carecer de miedo en una sociedad dominada mediante el terror y la mentira es buscarse problemas. Antonija nunca ocultó su fe católica, y se puede decir que tuvo suerte por no sufrir más represalias.
“En ciertas obras de teatro, la mayoría de mis colegas directores se saltaban las referencias a Dios y todo lo que pudiera incomodar al régimen. Yo no, no estaba dispuesta a traicionar mi fe, pasara lo que pasara”.
Una vez un comisario político se enfadó con ella por cantar una canción religiosa en una representación, pero ella, furiosa, le respondió: “He declamado exactamente lo que viene en el guión. ¿Quieres que te lo enseñe, camarada?”
El comisario, que no estaba acostumbrado a encontrar resistencia, prefirió dejarlo pasar.
Los espías en las parroquias
Debido a su falta de temor y su visión del mundo como un teatro Antonija se permitió algunas escenas tragicómicas, propias del mundo soviético.
Ella iba a misa a diario, y cada cierto tiempo detectaba al espía de turno que el régimen enviaba a tal o cual parroquia.
“La gente en misa, al verlo, empezaba a temblar, disimulaba y hacía lo posible para pasar inadvertida. Los parroquianos fingían ser turistas que habían entrado en la iglesia por curiosidad. A mí aquella situación casi me divertía. Si veía un espía –se les notaba a la legua- me arrodillaba a su lado, hacía la señal de la cruz de forma ostnsible y le decía al oído mientras me levantaba: ‘Oye, que se está dando cuenta todo el mundo. ¡Trabajas muy mal!’”
El espía no volvía a aparecer por allí, “quizá temiendo que yo fuera de otro cuerpo de espionaje porque en esa época medio mundo espiaba al otro medio”.
Aprender a disculpar a los demás
Esta mujer sin miedo y sin lágrimas, exigente directora de teatro, de personalidad fuerte, era dura con los demás, y lo sabía. Le enfurecían las personas con doble vida… que en la URSS era mucha gente, los que intentaban parecer a a la vez comunistas ejemplares y se dejaban ver rezando por la iglesia, por ejemplo.
Sabía que como católica debía perdonar la cobardía de unos y las hipocresías de otros, pero le costaba. Un día rezó a la Virgen para que le ayudase a saber disculpar y ser paciente, y poco después conoció un sacerdote que animó a ir aprendiendo a disculpar y perdonar poco a poco, no de golpe.
Su primer éxito consistió en dejar de criticar y despreciar a los cristianos baptistas. Precisamente un baptista, a los que tenía manía sin ninguna razón concreta, le invitó a trabajar en la radio. Empezó a admirar su conocimiento de las Escrituras y otras virtudes. “Sentí como si la Virgen me dijera: deja de murmurar y de pelearte con tus hermanos cristianos y empieza a comprenderlos. A partir de entonces dejé de etiquetar a las personas”.
También desde ese momento empezó a ser más amable y comprensiva con los actores, y especialmente con las actrices, a las que dirigía. “Para ser exigente no hace falta gritar, ni humillar, ni herir”, aprendió.
Antonija Apele cuenta su testimonio en el interesante libro de testimonios de José Miguel Cejas El baile tras la tormenta (Rialp)
Un vídeo del quehacer de Antonija Apele en Radio Letonia
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