Tras una vida dando tumbos, encontró la paz benedictina
Llegó cubierto de tatuajes a la abadía donde hoy es monje ¡y los conserva!: «Es parte de lo que soy»
Hace seis años, una moto se detuvo a las puertas de la abadía benedictina de Mount Angel, en Saint Benedict (Oregón, Estados Unidos). De ella descendió un hombre ya maduro, enfundado en cuero, con un piercing en las orejas, algunas rastas en el pelo y tatuajes en los brazos y el cuello. Ahora recuerda que fue “muy divertido” comprobar el impacto de su imagen sobre los monjes. Lo corrobora el abad, Vincent Trujillo: “Procurábamos no tener prejuicios en cuanto a su apariencia, pero ciertamente impresionaba. Todo el mundo es bienvenido a los retiros de discernimiento”.
De Bobby Love a Hermano André
Porque a eso acudía Bobby Love: a discernir su vocación. Y del resultado del discernimiento es buena muestra su imagen como encargado del museo del monasterio. Su nombre es ahora Hermano André y porta el mismo hábito benedictino que el resto de sus casi cincuenta compañeros.
Pero aún quedan las huellas de su pasado, los tatuajes que se hizo en manos y cuello a principios de los años 90. Los llamaban tatuajes “antitrabajo”, porque nadie que los llevase podía aspirar a ser contratado. Y es justo lo que él pretendía: como hijo rebelde de un exitoso hombre de negocios, había decidido ser artista y no quería marcha atrás. Estamparse la piel fue su forma de “quemar las naves” para empezar a llevar una vida bohemia y vivir sólo de sus pinceles.
Muchos años después, cuando decidió quedarse entre los muros del claustro, pidió permiso al abad para borrarse los tatuajes. Pero Dom Vincent le sugirió que los conservara, y el hermano André aceptó: “No tanto como recordatorio, sino porque es parte de lo que soy”, confiesa a Tom Mayhall Rastrelli en un reportaje de Statesman Journal.
Un buen monje
Rodeado de los variopintos objetos del museo (desde una colección de animales disecados a algunas piezas milenarias de cerámica, pasando por una calabaza labrada por Walt Disney), que se encarga de investigar y catalogar, el hermano André se siente “como en un jardín”, pero le sale el monje que lleva dentro: “La oración es mi trabajo real”. Y de hecho, una de las personas que más le han ayudado en sus tareas museísticas como restauradora en el Bush Barn Art Center, Catherine Alexander, destaca que “una singular forma de devoción empapa todo lo que hace”.
El antiguo Bobby Love es también el encargado de la campana que rige la vida monacal, y que toca a las 5.20, 6.30, 7.55, 11.55, 5.15 y 7.25, las horas en que los monjes acuden a la capilla para las Horas y la misa. Él se sienta en el coro en primera fila, entre los más nuevos. El abad habla bien de él: “Hace bien su trabajo y sabe cuándo es el momento de concentrarse y cuándo el de relajarse. ¡No porque seamos monjes ignoramos cómo pasarlo bien!”.
Dinero, amigos y adicciones: solo y sin rumbo
Pero ¿cuál es la historia del hermano André? Nació en el seno de una familia católica, el tercero de cinco hermanos, todas chicas salvo él, y vivieron en Texas y Mississippi. Su padre era empresario y su madre pintora, y así nació su vocación artística. Estudió en el instituto hasta que lo dejó y se enroló en el Ejército, donde estuvo cinco años, incluyendo la Guerra del Golfo.
Luego abandonó las Fuerzas Armadas y fue cuando se tatuó el cuerpo. Viviendo en Nueva York descubrió que podía ganar cien dólares a la hora haciendo tatuajes… y fue su ocupación en los años siguientes, con una reputación que le llevó de la Gran Manzana a todo el país: Nueva Orleáns, Seattle, Austin… Hacía dinero, tenía amigos… “Todo apuntaba a que yo debería ser feliz, pero me sentía solo y a la deriva. Me miraba a mí mismo y me daba cuenta de que me había convertido en un producto. Mi arte no era una expresión personal, sino lo que los chicos querían, aquello por lo que estaban dispuestos a pagar”. Todo era cuestión de dinero, de imagen, de ego… Bebía demasiado y consumía drogas.
La necesidad de Dios
Bobby Love se divorció tres veces. “No tenía ni idea de lo que era el amor. No tenía ni idea sobre cómo amor o sobre cómo dejar que los demás me quisiesen, y por eso era un miserable”, lamenta ahora el Hermano André: “Mis adicciones eran sólo un síntoma de un problema mayor… la ruina espiritual. Me di cuenta de que necesitaba a Dios. Necesitaba ser una persona completa en el sentido de que no se trata sólo de lo material o lo físico, sino de una completa dinámica espiritual que yo había ignorado por completo”.
Decidió entonces tratarse de sus adicciones, salir de la bohemia para tener un trabajo “normal” de nueve de la mañana a cinco de la tarde, tener tiempo para pensar y reconducir su vida: “Me miré los brazos y vi que en ellos sólo había odio e ira. Era un mecanismo de autodefensa”.
La fe de la infancia
En ese proceso de revisión de vida, investigó diversas religiones, pero concluyó que lo que debía intentar era conocer de verdad la que había probado en su infancia. En 2006 volvió a la fe católica: “Tuve que reaprender la fe como adulto. Cuando niño tenía un montón de cuestiones que no comprendía. Si te educan en la fe, simplemente crees en ello. Yo sólo quería saber por qué lo hacemos”.
Se confesó, veinticinco años después, y realizó el curso básico de iniciación como si no estuviese ya bautizado. Pidió perdón a todos aquellos a quienes había perjudicado durante su vida.
Creador de iconos
Quiso convertirse en un artista cristiano, “pero no para pintar esas imágenes almibaradas de Cristo y de los santos en los mismos estilos en los que ya se ha hecho, en particular con todo ese sentimentalismo. Quería, de nuevo, encontrar mi voz”. Y lo ha conseguido en el claustro, en los pequeños ratos de veinte minutos que sus responsabilidades le dejan libres.
Actualmente está terminando un icono bizantino de San Esteban y un cuadro de Veronés de los Siete Dolores de María Santísima, el encargo de una parroquia. Su superior le ha pedido que estudie iconografía, y se consagra a pintar cuadros religiosos con técnicas antiguas.
Pintar como forma de relación con Dios
Ahora su perspectiva es la de un monje: “Tuve que cambiar todo lo que pensaba sobre crear y producir. Ya no se trata de lo que soy capaz de hacer, sino de mi relación con Dios”.
Porque “Dios”, confiesa, es la última explicación para un periplo vital que empezó con la pasión del arte y le llevó a bajarse aquel día de la moto, a las puertas de la Abadía de Mount Angel, dispuesto a pasar sus rastas y sus tatuajes, pero sobre todo su alma y su pasado, por la criba de un retiro espiritual.
Pincha aquí para leer el artículo original completo (en inglés) en Statesman Journal.
De Bobby Love a Hermano André
Porque a eso acudía Bobby Love: a discernir su vocación. Y del resultado del discernimiento es buena muestra su imagen como encargado del museo del monasterio. Su nombre es ahora Hermano André y porta el mismo hábito benedictino que el resto de sus casi cincuenta compañeros.
Pero aún quedan las huellas de su pasado, los tatuajes que se hizo en manos y cuello a principios de los años 90. Los llamaban tatuajes “antitrabajo”, porque nadie que los llevase podía aspirar a ser contratado. Y es justo lo que él pretendía: como hijo rebelde de un exitoso hombre de negocios, había decidido ser artista y no quería marcha atrás. Estamparse la piel fue su forma de “quemar las naves” para empezar a llevar una vida bohemia y vivir sólo de sus pinceles.
Muchos años después, cuando decidió quedarse entre los muros del claustro, pidió permiso al abad para borrarse los tatuajes. Pero Dom Vincent le sugirió que los conservara, y el hermano André aceptó: “No tanto como recordatorio, sino porque es parte de lo que soy”, confiesa a Tom Mayhall Rastrelli en un reportaje de Statesman Journal.
Un buen monje
Rodeado de los variopintos objetos del museo (desde una colección de animales disecados a algunas piezas milenarias de cerámica, pasando por una calabaza labrada por Walt Disney), que se encarga de investigar y catalogar, el hermano André se siente “como en un jardín”, pero le sale el monje que lleva dentro: “La oración es mi trabajo real”. Y de hecho, una de las personas que más le han ayudado en sus tareas museísticas como restauradora en el Bush Barn Art Center, Catherine Alexander, destaca que “una singular forma de devoción empapa todo lo que hace”.
El antiguo Bobby Love es también el encargado de la campana que rige la vida monacal, y que toca a las 5.20, 6.30, 7.55, 11.55, 5.15 y 7.25, las horas en que los monjes acuden a la capilla para las Horas y la misa. Él se sienta en el coro en primera fila, entre los más nuevos. El abad habla bien de él: “Hace bien su trabajo y sabe cuándo es el momento de concentrarse y cuándo el de relajarse. ¡No porque seamos monjes ignoramos cómo pasarlo bien!”.
Dinero, amigos y adicciones: solo y sin rumbo
Pero ¿cuál es la historia del hermano André? Nació en el seno de una familia católica, el tercero de cinco hermanos, todas chicas salvo él, y vivieron en Texas y Mississippi. Su padre era empresario y su madre pintora, y así nació su vocación artística. Estudió en el instituto hasta que lo dejó y se enroló en el Ejército, donde estuvo cinco años, incluyendo la Guerra del Golfo.
Luego abandonó las Fuerzas Armadas y fue cuando se tatuó el cuerpo. Viviendo en Nueva York descubrió que podía ganar cien dólares a la hora haciendo tatuajes… y fue su ocupación en los años siguientes, con una reputación que le llevó de la Gran Manzana a todo el país: Nueva Orleáns, Seattle, Austin… Hacía dinero, tenía amigos… “Todo apuntaba a que yo debería ser feliz, pero me sentía solo y a la deriva. Me miraba a mí mismo y me daba cuenta de que me había convertido en un producto. Mi arte no era una expresión personal, sino lo que los chicos querían, aquello por lo que estaban dispuestos a pagar”. Todo era cuestión de dinero, de imagen, de ego… Bebía demasiado y consumía drogas.
La necesidad de Dios
Bobby Love se divorció tres veces. “No tenía ni idea de lo que era el amor. No tenía ni idea sobre cómo amor o sobre cómo dejar que los demás me quisiesen, y por eso era un miserable”, lamenta ahora el Hermano André: “Mis adicciones eran sólo un síntoma de un problema mayor… la ruina espiritual. Me di cuenta de que necesitaba a Dios. Necesitaba ser una persona completa en el sentido de que no se trata sólo de lo material o lo físico, sino de una completa dinámica espiritual que yo había ignorado por completo”.
Decidió entonces tratarse de sus adicciones, salir de la bohemia para tener un trabajo “normal” de nueve de la mañana a cinco de la tarde, tener tiempo para pensar y reconducir su vida: “Me miré los brazos y vi que en ellos sólo había odio e ira. Era un mecanismo de autodefensa”.
La fe de la infancia
En ese proceso de revisión de vida, investigó diversas religiones, pero concluyó que lo que debía intentar era conocer de verdad la que había probado en su infancia. En 2006 volvió a la fe católica: “Tuve que reaprender la fe como adulto. Cuando niño tenía un montón de cuestiones que no comprendía. Si te educan en la fe, simplemente crees en ello. Yo sólo quería saber por qué lo hacemos”.
Se confesó, veinticinco años después, y realizó el curso básico de iniciación como si no estuviese ya bautizado. Pidió perdón a todos aquellos a quienes había perjudicado durante su vida.
Creador de iconos
Quiso convertirse en un artista cristiano, “pero no para pintar esas imágenes almibaradas de Cristo y de los santos en los mismos estilos en los que ya se ha hecho, en particular con todo ese sentimentalismo. Quería, de nuevo, encontrar mi voz”. Y lo ha conseguido en el claustro, en los pequeños ratos de veinte minutos que sus responsabilidades le dejan libres.
Actualmente está terminando un icono bizantino de San Esteban y un cuadro de Veronés de los Siete Dolores de María Santísima, el encargo de una parroquia. Su superior le ha pedido que estudie iconografía, y se consagra a pintar cuadros religiosos con técnicas antiguas.
Pintar como forma de relación con Dios
Ahora su perspectiva es la de un monje: “Tuve que cambiar todo lo que pensaba sobre crear y producir. Ya no se trata de lo que soy capaz de hacer, sino de mi relación con Dios”.
Porque “Dios”, confiesa, es la última explicación para un periplo vital que empezó con la pasión del arte y le llevó a bajarse aquel día de la moto, a las puertas de la Abadía de Mount Angel, dispuesto a pasar sus rastas y sus tatuajes, pero sobre todo su alma y su pasado, por la criba de un retiro espiritual.
Pincha aquí para leer el artículo original completo (en inglés) en Statesman Journal.
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