Viernes, 22 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

«Cuando te duermas no sabemos si despertarás»

Él murió con 20 años, su funeral fue una fiesta, las chicas estrenaron ropa: «Dios ha sido bueno»

A lo largo de su enfermedad, pasó pruebas de fe, creció en todos el amor a Dios y los signos de la cercanía divina
A lo largo de su enfermedad, pasó pruebas de fe, creció en todos el amor a Dios y los signos de la cercanía divina
No se entiende la vida sin la muerte. Aunque esta posea un aguijón afilado, tenerla presente impide estrellarnos por sorpresa ante el final de nuestros días, porque nos enseña a apreciarlos como agua que se escapa entre los dedos.

La muerte no es una noche tenebrosa donde cae el telón y el ser se diluye en la nada; es un traspasar la puerta para gozar del encuentro glorioso con el Padre.

Luis y Ana son los padres de Miguel, un joven de veinte años fallecido hace unos meses tras una larga enfermedad. No viven hundidos por la sinrazón de una vida tempranamente desgajada; saben que Miguel, fiel a la cruz de Cristo, ya ha llegado a la meta y ocupa la morada que Dios ha dispuesto eternamente para él.

El tiempo pasa y nosotros también, pero como decía San Bernardo, si dulce es el Señor para los que le buscan, ¡cómo será para los que le encuentran! 

-¿Cómo conocisteis el amor de Dios en vuestra vida?
- Luis: A los dieciséis años no encontraba el sentido a mi vida. Recuerdo estar tirado en la cama y decirme mi madre: “Luis, haz algo”, “¿Para qué?”, le contestaba yo; “Estudia”, “¿Para qué?”; “Para tener una carrera”, “¿Para qué?”; “Para tener un trabajo”, “¿Para qué?”; “Para casarte”. “¿Para qué?”; “Para tener hijos”, “¿Para qué?”… Mi madre no tenía más respuestas y no hacía más que llorar a los pies de mi cama. Un día se murió la mujer de un amigo de casa y fuimos al entierro. Tuve un choque inmenso cuando vi que estaba sonriendo. Pensé: “O está loco y vive fuera de la realidad, o tiene algo que yo no tengo”. En una ocasión este amigo me enumeró uno por uno todos mis pecados. “Tienes toda la razón pero no puedo hacer otra cosa”, le dije. Entonces, lejos de soltarme un rollo moral, abrió la Biblia por el pasaje de la Anunciación. En ese momento sentí que Jesucristo estaba vivo y me hablaba directamente.

-Ana: Yo, muy gradualmente, porque el Señor ha tenido mucha paciencia conmigo. Había visto algún destello del amor de Dios pero no le conocía de cerca. Sin embargo, por un problema congénito en la vista me avisaron de que un embarazo más me llevaría a la ceguera, con lo que suspendimos las relaciones matrimoniales. Durante tres años vivimos con un sufrimiento terrible y yo lloraba día y noche pensando que no vería crecer a mis cuatro hijos. Pero por un signo de obediencia a la Iglesia nos abrimos de nuevo a la vida y me quedé embarazada. En cuanto lo supe se me pasó el miedo y viví un embarazo muy alegre. Sin embargo, cuando nació el niño estaba muerto. Ahí tuve un diálogo cara a cara con el Señor. Entendí que solo Él es el dueño de la vida y de la muerte, y volví a ser una mujer libre. Después he tenido seis embarazos más y, aunque no puedo conducir y me muevo con dificultad por la calle, llevo una vida relativamente normal. Realmente Dios está vivo y puede salvarnos de nuestras angustias. Con la enfermedad y muerte de Miguel, el paso del Señor ha sido impresionante.

-¿Cómo era Miguel?
- Ana: Era un chico absolutamente normal; con mucha vitalidad y energía, con ilusiones, deseos y pecados, buen estudiante, pero con una vida muy condicionada por la enfermedad. Quiero que esta entrevista sea un canto de acción de gracias a Dios porque Miguel no ha hecho nada fuera de lo normal. Su peculiaridad es que ha entregado su voluntad al Señor hasta el final. ¡Se ha dejado llevar por Él!

-¿De qué ha estado enfermo?
- Ana: Siempre ha tenido una salud muy delicada. Con pocos meses empezó a sufrir fuertes crisis asmáticas; a los tres años le extirparon medio estómago y le hicieron un píloro nuevo; a los cinco años le detectaron la Enfermedad de Perthes, que le afectaba la cadera; finalmente, a los quince años le diagnosticaron un “osteosarcoma” o cáncer de huesos.

-¿Era consciente de la gravedad de su enfermedad?
-Ana: Sí. Cuando le diagnosticaron el cáncer nos quedamos absolutamente noqueados. Era como si el cielo se hubiera nublado de repente. Ese día, cuando volvió del colegio y vio al párroco en casa nos dijo: “¡Uy, no me digáis más! ¡Lo mío es un tumor!”. “Pues sí, hijo, tienes un tumor maligno”. Lo único que dijo es: “¿Cuándo empezamos?”. “Mañana”, le contesté. Nos pidió que nunca le engañáramos sobre su estado de salud. Le pusieron una prótesis desde más arriba de la rodilla hasta el pie y tuvo que aprender a caminar. Con la quimioterapia llegó a tener hasta treinta vómitos diarios y ahí le surgieron preguntas: “¿Por qué a mí, si tengo quince años y todavía no me ha dado tiempo a hacer el bien ni el mal?”. Tuvimos que recurrir a la fe porque no hay contestación para esto. Comenzó a tener muy presente a Dios y a su propia muerte. “¿Pero Dios es bueno a pesar de esto?”. “Sí, hijo mío, Dios siempre es bueno”, le respondíamos.

-¿Pudo recuperarse?
-Ana: Sí, la prótesis no le impedía hacer vida normal. Sin embargo, meses después, en una revisión rutinaria le encontraron unos puntitos en el pulmón. De nuevo debía comenzar con otra operación y quimioterapia. En ese tiempo y hasta el final, Dios le regaló una novia maravillosa: Clara. Un día me dijo: “Mamá, ¡qué fácil me era morirme con quince años!, simplemente volar al cielo y ya. Pero ahora tengo a Clara, mis estudios… ¡Tantas ilusiones sobre mi vida!”.

-¿Cómo os tomasteis este mal pronóstico?
-Ana: Yo no podía aceptar que mi hijo se muriera. Saber que la vida de Miguel se acababa y que ese amor de ellos se truncaba me partía el alma. En la capilla del hospital, lloraba y lloraba abrazada a una imagen de Cristo: “Señor, sé que Miguel se va a morir. ¡Ayúdame! ¡Dame el poder de aceptarlo!”. Después de la operación del pulmón el tumor se reprodujo en dos vértebras, que al ejercer presión sobre los nervios le provocaba unos dolores insoportables. Los médicos le dijeron: “Miguel, te queda muy poco de vida”. Al oír esto, Miguel, Clara, Luis y yo nos pusimos a llorar durante un buen rato, hasta que dije: “¡Basta! Vamos a ver qué nos dice Dios”, y abrimos la Biblia al azar. A partir de ahí la presencia de Dios comenzó a ser descarada. Hasta entonces parecía que el carácter entusiasta y alegre de Miguel podía con todo, pero aquí Dios empezó a decir “aquí estoy”.

-¿Qué se decía en la lectura?
-Ana: Era del Libro de Joel 2,21-27: “Tierra, no temas; alégrate y gózate, porque Dios hará grandes cosas. (…) Y os restituiré de los años que comió la oruga, el saltón, el revoltón y la langosta…”. Y yo,que iba leyendo, añadí: “y de los tumores de la espalda, de la cadera, de la columna, de la pierna te recompensaré”, y seguí con la lectura: “Comeréis hasta saciaros, y alabaréis el nombre de Yahveh vuestro Dios, el cual hizo maravillas con vosotros”. Comenzamos a llorar de agradecimiento porque sabíamos que Dios estaba con nosotros. Esta lectura nos ha sostenido durante todo este tiempo, e incluso Miguel, que dejó preparado su funeral, la incluyó. Esa misma tarde recibió la Unción de los enfermos y a la mañana siguiente le insertaron en la columna una barra y ocho clavos. Más adelante decía: “Cómo me duelen los clavos”. Yo bromeaba: “Hijo mío, ya no te queda casi nada para ser como nuestro Señor. ¡Hasta te duelen los clavos como a Él!”.

-¿Cómo combatía Miguel la fe?
-Ana: El combate no ha sido fácil en estos últimos meses: ha tenido unos dolores espantosos, apenas podía hablar ni ingerir alimento, tampoco podía dormir. Me decía: “Di en la parroquia que recen por mí porque yo no puedo más”. Muchas noches nos pasábamos hasta las tres de la madrugada recitándole los salmos. “Mamá, sigue”, me decía si paraba. Una noche de terribles dolores tuvo grandes tentaciones contra la fe. “¿Para qué te me has mostrado si ahora te escondes? ¡Tantas noches Jesucristo estaba conmigo y ahora estoy solo!”, gritaba. Empecé a recitarle el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz y se lo fui aplicando a su vida: “¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste, habiéndome herido; salí tras ti clamando, y eras ido…”. Fue un bálsamo para él. En otra ocasión también tuvo una noche oscura. “¡No puedo más! Este Dios no es bueno. Me habéis engañado toda la vida”, y empezó a blasfemar. Tenía los ojos vidriosos. Luis cogió el crucifijo y se lo puso en los labios, pero él lo apartó. Tomó el relevo nuestro hijo Marcos, el seminarista, quien le hablaba de Dios y de su misericordia, pero Miguel todo lo refutaba. Seguí yo, y también lo rebatía. Hasta que, no sé por qué razón, empecé a recitarle la secuencia al Espíritu Santo: “Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo (…) Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo (…) riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo…”, entonces se fue frenando. Empecé a recordarle que Jesús estuvo en Getsemaní y que afrontó la Pasión.. “Jesucristo sabía que iba a sufrir, pero Dios le mandó un ángel para que le consolará; a ti también te lo va a mandar para que te reconforte”. De repente, se abrió la puerta de la habitación del hospital y entró un sacerdote que no conocíamos y se puso de rodillas delante de Miguel a rezar. “Padre —empezó a decir en voz alta— tú me has mandado en Laudes que venga a visitar a Miguel Rivas”. ¡Yo casi me desmayo! Rezó durante unos minutos más y se despidió diciéndonos que a las tres de la tarde volvería para celebrar con nosotros una eucaristía. Efectivamente, volvió, celebramos y no le hemos vuelto a ver. Realmente el demonio fue expulsado con la presencia de Jesús Sacramentado. Ya nunca más se rebeló Miguel, y a partir de entonces entró confiado en la “pasión”.

-¿Cómo vivía él su muerte cercana?
-Ana: Con mucha naturalidad y totalmente a la espera. “De Dios salí y a Dios vuelvo” era su lema. El Sábado Santo se empeñó en acudir a la parroquia para la Vigilia Pascual. “Hijo, vas a coger frío”, le dije yo. “¡Qué más da si me voy a morir!”. Otro día me dijo: “¿Tengo dónde caerme muerto?”. “No, pero ya lo tendrás”. Una vez escuchó en el evangelio del día que Jesucristo decía: “He terminado mi obra y vuelvo al Padre”. Y nos dijo: “Algo me falta por hacer o que Dios haga a través de mí para vosotros, porque si no ya estaría muerto”. Su último ruego insistente era que su funeral se celebrara como una fiesta. La locura máxima es que las mujeres de la familia nos fuimos de compras y estrenamos ropa en su funeral, como era su deseo.

-¿Cómo es posible ver a un hijo sufrir de esa manera sin desesperarse?
-Ana: Sin la gracia de Dios es imposible soportar la enfermedad y muerte de un hijo. Después del último TAC la oncóloga le dijo: “Miguel, estás fatal. No vamos a luchar más. Te mandamos a casa”. A él se le iluminó la cara y sonrió. Antes de marcharnos fue a la habitación de un sacerdote amigo al que también le habían operado. “¿Qué te han dicho?”, le preguntó al verle. “Que ya me voy con el Padre”. El sacerdote nos dijo: “Dios me ha pedido que os sostenga en estos momentos tan duros. Voy a ir todos los días a vuestra casa a celebrar la eucaristía”. Y así fue, como al principio él no podía, venía otro sacerdote, pero estuvimos toda la Cuaresma y el Tiempo Pascual celebrando diariamente la eucaristía en casa. ¡Ha sido un ascenso al cielo impresionante! Nuestro miedo era de qué modo moriría, pues veíamos cada día su deterioro. Un día antes de morir recibió de nuevo la Unción de enfermos con la indulgencia plenaria. ¡Nunca me imaginé que pudiera despedirme de un hijo! Me acerqué a él y le dije: “Cuando te duermas no sabemos si vas a despertarte. Oirás una voz: ‘Miguel, Miguel’, igual que un chico de tu edad oyó ‘Samuel, Samuel’. Levántate y vete corriendo hacia Él porque es Dios que ya te llama al cielo. ¡No te me rajes cuando oigas esta voz!”. Él me sonrió y me dijo: “Mamá, ¿cómo me voy a rajar si lo estoy deseando?”. Nos despedimos todos y se durmió. Horas después, cuando estábamos celebrando la eucaristía, tres minutos antes de la Comunión abrió los ojos y me preguntó: “¿Por dónde vais?”. “Vamos a comulgar”, le dije. “Yo también quiero”. Al cabo de unas horas se acostó y ya no se levantó más. Hizo dos respiraciones y murió.

-En nuestra sociedad hablar de la muerte es un tabú pero, por otro lado, la violencia está muy presente. ¿A qué se debe esta contradicción?
- Ana: En el hospital no dicen cáncer sino enfermedad, ni quimioterapia sino tratamiento. Al enfermo se le cuenta con mucha dificultad lo que realmente tiene. Es una paradoja que se tenga tan presente la muerte y al mismo tiempo no se quiera hablar de ella. La muerte tiene una puerta muy fea, pero una vez traspasada es muy bonita. La gente se queda en la fealdad de la muerte como morbo, y no se atreven a cruzarla. Desconocen la belleza que hay detrás.

-¿La vida se aprecia mucho más cuando se acepta la muerte?
-Ana: Muchísimo más. ¡Se vive más intensamente! Después de más de un año y medio en el hospital, Miguel me dijo: “Mamá, he aprendido a vivir porque ahora un poco de aire en la cara, un rayo de sol, ver los árboles…, ¡tiene tanto valor!”. Decía unas veinte veces al día “te quiero”, se volvió más familiar si cabe, nos ha “obligado” a ser una piña porque todo se celebraba en familia. Ahí empezaron las “juergas familiares”. El más feliz de la casa, sin duda, ha sido Miguel. ¡Disfrutaba con cualquier cosa!

-¿Qué se aprende al transitar por el camino del dolor?
-El sufrimiento es un maestro. Miguel no era especial, es que ha sufrido mientras ha vivido y eso le ha llevado a una unión íntima con el Señor. En mi caso, el dolor me ha despertado una sensibilidad especial hacia el que sufre y a desear ayudarle. No creo que nadie que sufra, aceptando ese dolor, sea indiferente al sufrimiento ajeno. Cada día de la enfermedad de Miguel me ayudaba a apreciar la vida de mis otros siete hijos.

-¿Cuesta a veces descifrar la voluntad de Dios?
- Ana: Primero cuesta descifrarla y, luego, aceptarla. Nosotros no somos dos santos que hemos enterrado a un santo. El Señor nos ha dejado un aguijón de Satanás, como a San Pablo, para que no nos hagamos soberbios.

-¿Dios se ha equivocado con Miguel?
-Ana: Absolutamente no. No es un fanatismo loco; hemos sufrido tanto que se nos desgarraba el alma pero a la vez nos sentíamos reconfortados por la esperanza en la resurrección. Cristo es próximo y amoroso, pero no en blandengue, permite las pruebas. Una noche le dije al Señor: “¡Tienes a tu hijo de veinte años retorcido de dolor. ¿Dónde estás?”. Y me sentí consolada porque me hizo ver que estaba conmigo. La muerte es muerte y aunque resucitada, se sufre, pero la esperanza en la vida eterna hace que no te paralices.

-Luis: Puede parecer que la muerte de un hijo es el dolor más grande, pero no es así. Todo dolor no aceptado, por pequeño que sea, es tremendamente más doloroso. En todo este tiempo hemos visto la fidelidad de Dios. Miguel ha muerto como quería: tenía miedo de morir ahogado y murió durmiendo y sin estertores; no quería quedarse calvo ni delgado, y abandonó la quimioterapia unos meses antes; le pidió a Dios poderse despedir de todos y se lo concedió… Son pequeños detalles de la fidelidad del Señor.

-¿Qué frutos a día de hoy veis de su “pasión” y muerte?
-Ana: Muchos. Primero, que la familia sigamos unidos. Luego, ha sido un tiempo tan intenso que a cada uno en particular se le ha afianzado la fe y la vocación; al diácono, al seminarista, al fisioterapeuta… Los nietos han tenido un encuentro muy natural con la muerte y eso ha sido un memorial para ellos. El protagonista no era Miguel, éramos todos. Dios nos ha ayudado a no compadecernos de él ni a vivir su enfermedad con neurosis. A la una del mediodía era la hora de la morfina y todavía hoy me sobresalto pensando que se la tengo que dar. Echo en falta el contacto de su piel en mis labios. ¡Le he besado tanto en este último tiempo! Su “te quiero, mamá” ya no está, y me ha dejado un hueco grandísimo. Pero no lloramos con desesperación porque sabemos que está con el Señor.

-¿La Virgen os ha ayudado?
-Ana: Desde muy pequeños siempre les he dicho a mis hijos: “Donde mamá no llega empieza la Virgen”. Los últimos días Miguel dormía pegado a la pared por los dolores y le colocamos un icono de la Virgen del Silencio, a la altura de sus ojos, para que se sintiera acompañado por ella. Pasadas las horas me dijo: “Primera victoria de la Virgen: cuando me han venido las angustias la he abrazado y le he acariciado la cara. Entonces me ha inundado una paz que me he dormido tres horas”. Así estuvo las últimas cinco noches antes de morir. Sé que en el momento en que un alma expira, Jesucristo y la Virgen la recogen y la llevan al Padre. Nada más morir, como dicen que todavía pueden escuchar, me acerqué a su oído y le dije: “Miguel, ya estás de viaje. Estás abrazado a Cristo camino hacia el Padre”.

-¿Se puede encontrar descanso en la cruz?
-Ana: Sí, es más, solo existe descanso en la cruz de Cristo. Por mi carácter le he pedido mucho a la vida y le he dejado poco espacio a Dios; pero en la cruz he visto que está Él. En la enfermedad de Miguel la cruz crecía y crecía, pero él descansaba y descansaba. Me maravillaba ver cómo Miguel se vaciaba cada día de sí para llenarse de Dios. Los tres meses antes de su muerte me los pasé sin salir de casa para nada, y engordé quince kilos. Cuando me lamentaba por mi peso me decía: “Mamá, cada cien gramos que has cogido es una muestra de amor hacia mí. Paséalos con elegancia”.

-¿Creéis que Dios ha sido bueno con vosotros?
- Luis: Buenísimo.

- Ana: Por supuesto. La fe es la mejor lotería y además es gratis. Sabemos que nuestra misión con Miguel ha acabado cuando lo hemos enterrado con fe. Nos queda la transmisión de la fe a los otros hijos.
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