Elena Braghin es ahora sierva del Hogar de la Madre
Novios, fiestas y rebeldías sin Dios: en Medjugorje inició el camino para ser feliz, pero como monja
Elena Braghin tuvo una adolescencia y una juventud de muchas idas y venidas. Varios novios, distintos grupos de amigos, épocas de creer y periodos de alejamiento total de la fe, fiestas nocturnas e intervalos de rebeldía con momentos de intimidad del Señor… Esta era la vida de la que ahora es sierva del Hogar de la Madre. Fue en Medjugorje en distintas peregrinaciones que hizo durante esos años donde primero conoció de verdad el amor de Dios y se fue fraguando la vocación religiosa que se produciría unos años más tarde.
Esta monja italiana relata en la página web del Hogar de la Madre cómo fue este proceso, nada sencillo para ella pero que fue necesario para finalmente llegar al lugar en el que se encuentra ahora.
“Dios no pintaba nada”
Nació en una familia católica con una madre muy religiosa y un padre creyente pero no practicante. “Podría decir que, hasta los 16 años, yo era una niña más o menos buena”, afirma, pero en su vida “Dios no pintaba nada”.
En ese momento su madre oyó hablar de un lugar llamado Medjugorje, situado en la entonces Yugoslavia, y en el que supuestamente se estaba apareciendo la Virgen María. Apuntó a toda la familia y fueron de peregrinación con un grupo organizado.
El sentido del “Ave María”
“En el autobús, la gente rezaba muchos rosarios, una oración que yo no conocía para nada y en la que se repite muchas veces el ‘Ave María’. Al principio me parecía una oración muy aburrida… ¡Siempre repitiendo lo mismo! Pero, como estaba en el autobús y no me podía escapar, repetía las oraciones con la gente de manera mecánica. En un momento dado, de repente, al rezar el ‘Ave María’, caí en la cuenta de que estaba hablando con mi madre del cielo y sentí todo el cariño maternal hacia mí. Esta sensación de experimentar a la Virgen como madre, y muy cerca de mí, se repitió en los dos meses siguientes cada vez que rezaba el rosario, y por eso cogí el gusto a esta oración. Esta fue mi primera experiencia de Dios”, relata la religiosa.
Además, recuerda que en aquella peregrinación “se me cruzó por la mente el pensamiento o, mejor dicho, empecé a tener como una certeza de que no me casaría”. Esa semilla estaba ahí, pero pasaron años antes de que germinase. Entre medias ocurrieron otras muchas cosas.
Desde ese momento, su madre decidió que se rezara el Rosario en familia y Elena lo acogió con gusto, hablando de Dios y de la Virgen todo el tiempo a su entorno. Pero esto sólo duró unos meses. Llegó el verano y en plena adolescencia empezó a salir con amigos mayores que ella y se echó su primer novio. “Había descubierto que me encantaban los chicos,aunque yo no me lo tomaba muy en serio y no salía por mucho tiempo, porque lo que más amaba era mi propia libertad. Cuando un chico empezaba a ir más en serio, yo lo dejaba.
De vuelta a Medjugorje
En la universidad, Elena se alejó completamente de Dios. Hizo amigos no religiosos y salía de fiesta con ellos por las noches. Esto generó un conflicto permanente con sus padres cada fin de semana, hasta el punto de que se quería ir de casa.
Sus padres, desesperados porque no sabían qué hacer con ella, la propusieron que se fuera en Semana Santa de nuevo a Medjugorje en una peregrinación de jóvenes. “La gente de la peregrinación y el sacerdote joven que la dirigía me cayeron muy bien, así que yo iba a donde iban ellos, aunque hacía ya mucho tiempo que yo no me confesaba ni iba a misa”, explica esta religiosa.
Pero de nuevo en esta peregrinación experimentó algo importante. Cuenta que “el Viernes Santo rezamos el Vía Crucis, que allí se hace subiendo una colina, y yo fui con todos. De repente, en un momento dado –no fue por ninguna oración que hiciera el sacerdote ni nada parecido-, sentí todo el amor que Jesús me tenía, hasta el punto de haber muerto por mí en la cruz. Al mismo tiempo, sentía que yo lo estaba crucificando otra vez con la vida que llevaba ahora. Eso me conmovió tan profundamente que empecé a llorar y entendía que tenía que responder con mi amor a ese amor tan grande”.
En Medjugorje sintió necesitaba ir a misa todos los días y comulgar para poder vivir. A la vuelta de la peregrinación –explica- “dejé a todos los amigos que tenía de antes, porque me daba cuenta de que no me ayudarían en mi cambio de vida, sino todo lo contrario. Pues claro, no es que de repente ya no me gustara salir de fiesta y todo eso… El mundo me seguía atrayendo y, por eso, si hubiese seguido en contacto con ellos me habrían arrastrado otra vez a la vida que llevaba antes”.
Una llamada cada vez más fuerte
Ya en su tercer año de carrera de Ciencias Políticas ganó una beca Erasmus para ir 8 meses a Bélgica. “En esa época tenía un novio muy bueno y religioso, todo iba bien… Sin embargo, empecé a sentir que ese amor humano le estaba quitando algo a Dios. Era como si mi corazón se viera dividido, y eso me dejaba desasosegada”, afirma.
Ante esta inquietud escribió a dos sacerdotes que había conocido. Uno era español, el padre Rafael Alonso Reymundo, fundador del Hogar de la Madre. El otro era un italiano. Ambos le contestaron de forma similar señalando que podría tener vocación. Esto no gustó a Elena, que se asustó.
En este estado llegó a Lovaina, donde volvió a hacer amigos alejados de la fe. Salía por las noches y dejó de ir a misa cada mañana. Además, relata que “tampoco quería oír mucho al Señor, ya que no quería saber nada de mi vocación. Dejé al novio que tenía en Italia y empecé salir con otros chicos de allí”.
Tras la llamada, un nuevo alejamiento
“Al dejar la misa y la comunión diarias, volví a la vida mundana de antes de mi conversión; al no vivir como Dios quería, empecé cambiar de manera de pensar –para justificarme de alguna manera- y me convencí de que esa era la vida real, eso era lo que todo el mundo hacía, y que lo religioso era un mundo falso irreal”.
Tras acabar la beca volvió a Italia y terminó sus estudios mientras conoció otro chico, con el que comenzó una relación. Entre tanto su familia hizo una peregrinación a Italia y España, y ella tuvo que acompañarlos.
Y al final Elena supo dónde sería feliz
En Lisieux sintió la necesidad de confesar, y así lo hizo. Y en España las siervas del Hogar de la Madre los invitaron a ella y a sus hermanos volver a Italia con una peregrinación de jóvenes. En esos días pudo reflexionar sobre su vida y los dos años que habían pasado ya desde que sintió la llamada de Dios. Al final, supo que “el periodo más feliz de mi vida había sido el de los dos años posteriores a mi conversión en Medjugorje, en los que había vivido muy cerca de Dios… ¡Lo que me faltaba para ser feliz era Dios!”.
Entonces supo en esa peregrinación que Dios la quería como sierva del Hogar de la Madre. Menos de un mes después se iría con ellas. Antes tuvo que hablar con sus padres y dejar a su novio. “Fui a España con el corazón roto, pero con la certeza de que era lo que Dios quería para mí, y Dios, que no se deja ganar en generosidad, en estos años de vida religiosa me ha dado mucho más de lo que he dejado. Soy realmente feliz y puedo decir que vale la pena dar la vida a Dios”.