Impresionante religiosidad cuando aún era pagana
Teresa Chikaba, la Negrita de la Penitencia: de princesa a esclava, monja dominica y muerte santa
Los teólogos tienen en la vida de Sor Teresa Chikaba un perfecto modelo donde estudiar el conocimiento y amor de Dios entre los paganos. Incluso entre los niños, como fue el caso de esta religiosa dominica de finales del siglo XVII y principos del XVIII antes de llegar a la luz de la fe sobrenatural.
La historia comienza en la Costa de Oro, en el Golfo de Guinea, en 1676, donde nació Tshikaba o Chikaba, hija de los soberanos de la Mina Baja de Oro. Era la menor de cuatro hermanos y la más inteligente de ellos, por lo cual se abrigaba la esperanza de que sucediese a su padre en la corona de ese pequeño reino africano.
El anhelo de Dios de una niña pagana
En aquel tiempo aún no había sido predicado allí el Evangelio, pero la pequeña princesa dio muestras desde que tuvo uso de razón de una religiosidad natural fuera de lo común. Preguntaba por quién regaba los campos, mantenía fresca la hierba y daba colorido a las flores. Su tribu rendía culto al sol, y en cierta ocasión uno de sus hermanos la llevó a ese rito y se lo señaló al amanecer: "¿Ves allí el dios por quien preguntas y a quien toda esta tierra reverencia?". Pero ella no se conformaba, y respondió: "¿Y quién puso allí esa estrella? ¡Qué pequeña es para ser autora de tanta grandeza!".
El eco de esa respuesta se difundió entre los suyos, quienes, deslumbrados por su prematura sabiduría, empezaron a considerarla una especie de oráculo divino, a consultarle cosas y pedirle sanaciones. Chikaba, sin embargo, seguía escapándose para meditar en solitario sobre todas estas cosas y orar a su modo a aquel Dios que aún desconocía.
El Niño Blanco
Un día llegó hasta un manantial y volvió a plantearse su incansable interrogante: ¿quién lo puso ahí? Y entonces, al levantar los ojos, vio ante sí una Señora blanca y hermosa que llevaba en brazos un Niño blanco que sujetaba en sus manos una cinta larga que acariciaba la cabeza de la niña.
Tenía nueve años, y aquella visión la marcó para siempre. Cuando en cierta ocasión su hermano mayor le expresó su temor de que ella, y no él, heredase la corona, ella le tranquilizó con esta frase que habría de repetir más veces en su vida: "Sábete que yo no me he de casar en esta tierra con hombre alguno, sino con un Niño muy blanco que conozco".
Sabemos de todos estos detalles porque ella se los contó años después a su confesor, el padre dominico Juan Carlos Pan y Agua (Paniagua), quien publicó su biografía en 1752, sólo cuatro años después del fallecimiento de la religiosa en 1748, con todos los acontecimientos frescos y vivos los testigos de su santidad. (En 1998 la dominica Sor María Eugenia Maeso escribió un breve compendio de esa obra, bajo el título Tshikaba, la princesa negra, que seguimos para este artículo.)
Una esclava real en la corte de Carlos II
La vida de Chikaba dio un vuelto trágico, aunque providencial, cuando en una de sus escapadas se extravió y llegó hasta una playa desconocida para ella. Justo en ese momento arribaba una barca proveniente de una nave española, y un hombre la capturó para llevársela como esclava. Comprendieron, por su atuendo y joyas, poco comunes, que se trataba de alguien de relevancia entre los suyos.
Con su precoz inteligencia, al ver alejarse la costa la niña comprendió que no había retorno. Decidió tirarse por la borda para ganar de nuevo la arena, pero entonces la misma Señora blanca que había visto en el manantial se le apareció para disuadirla de una iniciativa que habría resultado mortal.
El bautismo y la respuesta anhelada
Antes de llegar a España, el barco atracó en Santo Tomé, donde Chikaba, que tenía diez años y había recibido a bordo las primeras nociones de la fe cristiana, fue bautizada. Explicó la felicidad que supuso para ella encontrar por fin respuesta a todas sus inquietudes religiosas, lo cual al menos pudo consolarla un poco del dolor de la separación de los suyos, que intuyó definitiva.
Sus captores consideraron que aquella esclava, por su origen, merecía vivir en la corte real de Madrid, y se la ofrecieron al rey Carlos II, quien se la entregó al marqués de Mancera para su custodia y educación. Pero aprovechó tanto la formación espiritual que recibía, que muy pronto la marquesa abandonó todas sus diversiones y pasatiempos para convertirse en discípula de la niña, con quien pasaba oras ante el Santísimo hablando de Dios.
Esa preferencia le granjeó la envidia de la servidumbre, y con ello sus desprecios, insultos e incluso golpes. Uno que le propinó el aya le produjo molestias el resto de su vida. Otra esclava, turca, quiso asesinarla de una puñalada, echándose atrás en el último momento. La mahometana se puso a morir poco después, pero se negaba a convertirse. Chikaba, quien tras cristianarse se llamaba Teresa, logró convencerla en el último momento, y la chica falleció tras el bautismo.
Un tío despreciable, un noble que le encontró lugar
Dio la casualidad de que, años después, un negro también de noble origen, llamado Juan Francisco, que había sido capturado por los franceses y entregado a Luis XIV, llegase a la corte de Carlos II tras ser liberado por el Rey Sol. Al enterarse de que una niña negra estaba con los marqueses de Mancera, quiso conocerla, y resultó ser su sobrina. Teresa supo así de sus padres y hermanos. Habían muerto ya, pero los franciscanos habían predicado el Evangelio en aquella zona y todos ellos se hicieron cristianos.
Juan Francisco quiso casarse con Teresa y volver con ella a África. Los marqueses le dieron esa posibilidad a Chikaba, pero ella tenía decidido casarse con aquel Niño Blanco que ahora sabía quién era, y se negó. Su tío intentó llevársela por la fuerza y con violencia, pero fracasó. Cuando el pariente se fue, derrotado por la firme voluntad de la chica, los marqueses escucharon su deseo de ingresar en un convento de monjas contemplativas.
Aquí comienzó otra historia de sufrimientos. Un noble caballero, Diego Gamarra, fue el encargado de buscar monasterio, en Madrid y fuera de Madrid. Pero la raza negra de Chikaba parecía un muro infranqueable. Ni con tan elevadas recomendaciones la querían. Esa humillación se convirtió en un nuevo dolor para la joven. Cuentan las Actas del Capítulo Provincial de Dominicos celebrado en Toro en 1749, donde se trató su caso, que Santo Domingo "la consoló, asegurándole que se cumplirían sus deseos".
Salamanca le abrió las puertas
Y así fue. Don Diego conoció en Salamanca a la Madre Jesús, priora del Convento de la Penitencia, donde finalmente fue admitida en 1703. Durante el viaje desde Madrid a la ciudad del Tormes visitaron un convento donde había sido rechazada... y al conocer su virtud la superiora se arrepintió de no haberla admitido.
El obispo de Salamanca, Francisco Calderón de la Barca (pariente del dramaturgo), sin embargo, tenía reservada para Chikaba aún una prueba más. Sin que se sepa por qué, prohibió que ingresase como novicia, sino sólo como terciaria y sirvienta, lo cual no le permitía hacer vida con las monjas. Teresa recibió el golpe con espíritu de obediencia, y enseguida destacó por su bondad y caridad con todas las hermanas, incluso con aquellas que la trataban mal. Otras, sin embargo, como Sor María Teresa de San Jacinto, le enseñaron a rezar el oficio divino según el rito dominico, y eso a la postre sería providencial. El obispo, una vez descubierta la santidad de aquella terciaria, no sólo rectificó y permitió que fuese novicia, sino que adelantó su profesión.
A los ocho meses de estancia en el monasterio, el 29 de junio de 1704, Chikaba, Teresa, se convirtió en Sor Teresa Juliana de Santo Domingo, y el mismo obispo quiso presidir su profesión solemne e imponerle el velo blanco. Al fin se había desposado, a los 28 años, con el Niño Blanco que conoció cuando tenía nueve. Ese día tuvo una visión en la cual el mismo Santo Domingo le tomó los votos. Fue una de las "tres o cuatro veces" que, confesó, le vio en su vida.
La Negrita de la Penitencia, protectora y sabia
Empieza entonces la indudable historia de una santa. Son conocidas sus penitencias y ayunos, y un padecimiento que para ella era aún mayor: atender en el locutorio a las decenas de personas que, conocedoras de su santidad, empezaron a acudir a pedirle consejo. En Salamanca la llamaban "la Negrita", y "la Negrita de la Penitencia" quienes sabían su espíritu de renuncia a todo por su Esposo.
Y no sólo se le atribuyeron diversas curaciones, sino también el que Salamanca se viese libre de bombardeos y saqueos durante la guerra con Portugal de 1706. Ante la proximidad de los combates, ella había sacado por la ventana como escudo protector una imagen de San Vicente Ferrer -a quien confiaba los favores por los que los salmantinos le pedían que rezara-, y todos la consideraron salvadora y protectora de la ciudad.
Sin embargo, dentro de los muros del convento (hoy desaparecido tras ser destruido por los franceses en 1810) algunas de sus hermanas continuaron hasta el final menospreciándola y humillándola.
Descripción del amor de Dios
Teresa Chikaba fue un alma eucarística y perfilada en el amor de Dios, que describe así en una carta a su confesor: "Yo no sé qué es amar a Dios, ni cómo darle gusto, sólo me parece a mí que le gustará el que en todo trate la verdad un corazón velador, y siempre asido sólo a las cosas de su gloria, desterrando cosas terrenas en cada criatura, mirando sólo al Creador, y siendo sólo el Señor suyo, alma, vida y corazón, sin dejar cosa libre fuera de su Majestad: bien sé conocerlo, mas el hacer falta".
La transfiguración final
Sor Teresa Juliana de Santo Domingo murió el 6 de diciembre de 1748 "habiendo vivido setenta y dos años sin mancha de pecado mortal", según declara el citado Capítulo de Toro. El padre Paniagua relata un prodigio que sucedió en ese momento, y que asombró al doctor que la atendía, testigo presencial: una breve transfiguración que convirtió en luminosamente blanco su rostro negro, como si Dios, sugiere la Madre Maeso, hubiese querido "hablar muy claro a todos aquellos que habían despreciado a Teresa por su oscuro color", reflejando "en su carne marchita la limpidez y blancura del alma que habían albergado".
Sus restos se conservan en el convento de Dominicas Dueñas de Salamanca (situado enfrente de la iglesia de San Esteban), donde fueron trasladados tras las destrucción por los soldados napoleónicos del convento de la Penitencia. En 1961 se colocaron en un nicho abierto en el muro del claustro de enterramientos, cubierto con una lápida de mármol negro.
Allí esperan cualquier decisión de la Iglesia respecto a la proclamación de una santidad de la cual no hubo en su tiempo duda alguna.
La historia comienza en la Costa de Oro, en el Golfo de Guinea, en 1676, donde nació Tshikaba o Chikaba, hija de los soberanos de la Mina Baja de Oro. Era la menor de cuatro hermanos y la más inteligente de ellos, por lo cual se abrigaba la esperanza de que sucediese a su padre en la corona de ese pequeño reino africano.
El anhelo de Dios de una niña pagana
En aquel tiempo aún no había sido predicado allí el Evangelio, pero la pequeña princesa dio muestras desde que tuvo uso de razón de una religiosidad natural fuera de lo común. Preguntaba por quién regaba los campos, mantenía fresca la hierba y daba colorido a las flores. Su tribu rendía culto al sol, y en cierta ocasión uno de sus hermanos la llevó a ese rito y se lo señaló al amanecer: "¿Ves allí el dios por quien preguntas y a quien toda esta tierra reverencia?". Pero ella no se conformaba, y respondió: "¿Y quién puso allí esa estrella? ¡Qué pequeña es para ser autora de tanta grandeza!".
El eco de esa respuesta se difundió entre los suyos, quienes, deslumbrados por su prematura sabiduría, empezaron a considerarla una especie de oráculo divino, a consultarle cosas y pedirle sanaciones. Chikaba, sin embargo, seguía escapándose para meditar en solitario sobre todas estas cosas y orar a su modo a aquel Dios que aún desconocía.
El Niño Blanco
Un día llegó hasta un manantial y volvió a plantearse su incansable interrogante: ¿quién lo puso ahí? Y entonces, al levantar los ojos, vio ante sí una Señora blanca y hermosa que llevaba en brazos un Niño blanco que sujetaba en sus manos una cinta larga que acariciaba la cabeza de la niña.
Tenía nueve años, y aquella visión la marcó para siempre. Cuando en cierta ocasión su hermano mayor le expresó su temor de que ella, y no él, heredase la corona, ella le tranquilizó con esta frase que habría de repetir más veces en su vida: "Sábete que yo no me he de casar en esta tierra con hombre alguno, sino con un Niño muy blanco que conozco".
Sabemos de todos estos detalles porque ella se los contó años después a su confesor, el padre dominico Juan Carlos Pan y Agua (Paniagua), quien publicó su biografía en 1752, sólo cuatro años después del fallecimiento de la religiosa en 1748, con todos los acontecimientos frescos y vivos los testigos de su santidad. (En 1998 la dominica Sor María Eugenia Maeso escribió un breve compendio de esa obra, bajo el título Tshikaba, la princesa negra, que seguimos para este artículo.)
Una esclava real en la corte de Carlos II
La vida de Chikaba dio un vuelto trágico, aunque providencial, cuando en una de sus escapadas se extravió y llegó hasta una playa desconocida para ella. Justo en ese momento arribaba una barca proveniente de una nave española, y un hombre la capturó para llevársela como esclava. Comprendieron, por su atuendo y joyas, poco comunes, que se trataba de alguien de relevancia entre los suyos.
Con su precoz inteligencia, al ver alejarse la costa la niña comprendió que no había retorno. Decidió tirarse por la borda para ganar de nuevo la arena, pero entonces la misma Señora blanca que había visto en el manantial se le apareció para disuadirla de una iniciativa que habría resultado mortal.
El bautismo y la respuesta anhelada
Antes de llegar a España, el barco atracó en Santo Tomé, donde Chikaba, que tenía diez años y había recibido a bordo las primeras nociones de la fe cristiana, fue bautizada. Explicó la felicidad que supuso para ella encontrar por fin respuesta a todas sus inquietudes religiosas, lo cual al menos pudo consolarla un poco del dolor de la separación de los suyos, que intuyó definitiva.
Sus captores consideraron que aquella esclava, por su origen, merecía vivir en la corte real de Madrid, y se la ofrecieron al rey Carlos II, quien se la entregó al marqués de Mancera para su custodia y educación. Pero aprovechó tanto la formación espiritual que recibía, que muy pronto la marquesa abandonó todas sus diversiones y pasatiempos para convertirse en discípula de la niña, con quien pasaba oras ante el Santísimo hablando de Dios.
Esa preferencia le granjeó la envidia de la servidumbre, y con ello sus desprecios, insultos e incluso golpes. Uno que le propinó el aya le produjo molestias el resto de su vida. Otra esclava, turca, quiso asesinarla de una puñalada, echándose atrás en el último momento. La mahometana se puso a morir poco después, pero se negaba a convertirse. Chikaba, quien tras cristianarse se llamaba Teresa, logró convencerla en el último momento, y la chica falleció tras el bautismo.
Un tío despreciable, un noble que le encontró lugar
Dio la casualidad de que, años después, un negro también de noble origen, llamado Juan Francisco, que había sido capturado por los franceses y entregado a Luis XIV, llegase a la corte de Carlos II tras ser liberado por el Rey Sol. Al enterarse de que una niña negra estaba con los marqueses de Mancera, quiso conocerla, y resultó ser su sobrina. Teresa supo así de sus padres y hermanos. Habían muerto ya, pero los franciscanos habían predicado el Evangelio en aquella zona y todos ellos se hicieron cristianos.
Juan Francisco quiso casarse con Teresa y volver con ella a África. Los marqueses le dieron esa posibilidad a Chikaba, pero ella tenía decidido casarse con aquel Niño Blanco que ahora sabía quién era, y se negó. Su tío intentó llevársela por la fuerza y con violencia, pero fracasó. Cuando el pariente se fue, derrotado por la firme voluntad de la chica, los marqueses escucharon su deseo de ingresar en un convento de monjas contemplativas.
Aquí comienzó otra historia de sufrimientos. Un noble caballero, Diego Gamarra, fue el encargado de buscar monasterio, en Madrid y fuera de Madrid. Pero la raza negra de Chikaba parecía un muro infranqueable. Ni con tan elevadas recomendaciones la querían. Esa humillación se convirtió en un nuevo dolor para la joven. Cuentan las Actas del Capítulo Provincial de Dominicos celebrado en Toro en 1749, donde se trató su caso, que Santo Domingo "la consoló, asegurándole que se cumplirían sus deseos".
Salamanca le abrió las puertas
Y así fue. Don Diego conoció en Salamanca a la Madre Jesús, priora del Convento de la Penitencia, donde finalmente fue admitida en 1703. Durante el viaje desde Madrid a la ciudad del Tormes visitaron un convento donde había sido rechazada... y al conocer su virtud la superiora se arrepintió de no haberla admitido.
El obispo de Salamanca, Francisco Calderón de la Barca (pariente del dramaturgo), sin embargo, tenía reservada para Chikaba aún una prueba más. Sin que se sepa por qué, prohibió que ingresase como novicia, sino sólo como terciaria y sirvienta, lo cual no le permitía hacer vida con las monjas. Teresa recibió el golpe con espíritu de obediencia, y enseguida destacó por su bondad y caridad con todas las hermanas, incluso con aquellas que la trataban mal. Otras, sin embargo, como Sor María Teresa de San Jacinto, le enseñaron a rezar el oficio divino según el rito dominico, y eso a la postre sería providencial. El obispo, una vez descubierta la santidad de aquella terciaria, no sólo rectificó y permitió que fuese novicia, sino que adelantó su profesión.
A los ocho meses de estancia en el monasterio, el 29 de junio de 1704, Chikaba, Teresa, se convirtió en Sor Teresa Juliana de Santo Domingo, y el mismo obispo quiso presidir su profesión solemne e imponerle el velo blanco. Al fin se había desposado, a los 28 años, con el Niño Blanco que conoció cuando tenía nueve. Ese día tuvo una visión en la cual el mismo Santo Domingo le tomó los votos. Fue una de las "tres o cuatro veces" que, confesó, le vio en su vida.
La Negrita de la Penitencia, protectora y sabia
Empieza entonces la indudable historia de una santa. Son conocidas sus penitencias y ayunos, y un padecimiento que para ella era aún mayor: atender en el locutorio a las decenas de personas que, conocedoras de su santidad, empezaron a acudir a pedirle consejo. En Salamanca la llamaban "la Negrita", y "la Negrita de la Penitencia" quienes sabían su espíritu de renuncia a todo por su Esposo.
Y no sólo se le atribuyeron diversas curaciones, sino también el que Salamanca se viese libre de bombardeos y saqueos durante la guerra con Portugal de 1706. Ante la proximidad de los combates, ella había sacado por la ventana como escudo protector una imagen de San Vicente Ferrer -a quien confiaba los favores por los que los salmantinos le pedían que rezara-, y todos la consideraron salvadora y protectora de la ciudad.
Sin embargo, dentro de los muros del convento (hoy desaparecido tras ser destruido por los franceses en 1810) algunas de sus hermanas continuaron hasta el final menospreciándola y humillándola.
Descripción del amor de Dios
Teresa Chikaba fue un alma eucarística y perfilada en el amor de Dios, que describe así en una carta a su confesor: "Yo no sé qué es amar a Dios, ni cómo darle gusto, sólo me parece a mí que le gustará el que en todo trate la verdad un corazón velador, y siempre asido sólo a las cosas de su gloria, desterrando cosas terrenas en cada criatura, mirando sólo al Creador, y siendo sólo el Señor suyo, alma, vida y corazón, sin dejar cosa libre fuera de su Majestad: bien sé conocerlo, mas el hacer falta".
La transfiguración final
Sor Teresa Juliana de Santo Domingo murió el 6 de diciembre de 1748 "habiendo vivido setenta y dos años sin mancha de pecado mortal", según declara el citado Capítulo de Toro. El padre Paniagua relata un prodigio que sucedió en ese momento, y que asombró al doctor que la atendía, testigo presencial: una breve transfiguración que convirtió en luminosamente blanco su rostro negro, como si Dios, sugiere la Madre Maeso, hubiese querido "hablar muy claro a todos aquellos que habían despreciado a Teresa por su oscuro color", reflejando "en su carne marchita la limpidez y blancura del alma que habían albergado".
Sus restos se conservan en el convento de Dominicas Dueñas de Salamanca (situado enfrente de la iglesia de San Esteban), donde fueron trasladados tras las destrucción por los soldados napoleónicos del convento de la Penitencia. En 1961 se colocaron en un nicho abierto en el muro del claustro de enterramientos, cubierto con una lápida de mármol negro.
Allí esperan cualquier decisión de la Iglesia respecto a la proclamación de una santidad de la cual no hubo en su tiempo duda alguna.
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