Una de las grandes escritoras de EEUU
La Flannery O´Connor más desconocida: sus oraciones, su trato con Dios y sus grandes sufrimientos
Sus tres "vocaciones": la escritura, la fe, la amistad. Entrevista exclusiva a William "Bill" Sessions, amigo suyo y biógrafo.
«Flannery ha muerto ayer». Con este telegrama, el 4 de agosto de 1964, la madre de la gran escritora estadounidense, Regina O’Connor, informaba a William “Bill” Sessions del fallecimiento de su hija a los 39 años, vencida por el lupus, una enfermedad crónica y autoimmune que ataca a órganos y tejidos devorando todo el cuerpo. Sessións, íntimo amigo de la escritora y profesor emérito de la Georgia State University, recuerda bien ese momento: «Estaba en Nueva York para acabar mi doctorado. Conmigo estaban mi mujer y mi primer hijo. Flannery estaba en el hospital y a mediados de julio entró en coma, del que ya no se despertó».
El 4 agosto se ha cumplido el quincuagésimo aniversario de la muerte de la escritora y Sessions la honrará publicando antes de finales de año la biografía oficial de Flannery O’Connor, que le fue encargada por la familia. La obra se titulará Stalking Joy: The Life and Times of Flannery O’Connor ("Persiguiendo la alegría: la vida y el tiempo de Flannery O´Connor", N.d.T.), título extraído del pasaje de una de las casi 300 cartas que, entre 1955 y 1964, se intercambiaron la escritora y su amiga Betty Hester, la misteriosa A. di Sola que defendía la fortaleza: cartas. «Betty la acusaba de no estar suficientemente dentro del mundo real - recuerda Bill Sessions - y Flannery quería darle una imagen muy distinta de sí misma. Le escribió: “Imagíname persiguiendo la alegría, rechinando de dientes y armada de los pies a la cabeza, visto que se trata de una empresa bastante arriesgada”».
La Flannery que el profesor Sessions describe a Tempi es «simpática, voluntariosa», dispuesta siempre a bromear, una persona que «sabía acoger a todos pero que no tenía miedo de decir las cosas a la cara», motivo por el que era apreciada por la cantidad de gente que le escribía centenares de cartas, una autora refinada que cambió para siempre la literatura estadounidense y no solo. Influyó sobre escritores, poetas y cantautores y era la mujer que el 23 de septiembre de 1947, cuando tenía 22 años, escribió en su diario: «Oh Dios, haz que yo Te desee. Para mí sería la felicidad más grande. Haz que yo Te desee no sólo cuando pienso en ti, sino en cada momento, haz que este deseo se mueva dentro de mi, que viva dentro de mi como un cáncer. Como un cáncer me mataría y esto sería el Cumplimiento».
-Professor Sessions, usted ha sido el responsable de la edición del diario personal de Flannery O’Connor, que se ha publicado el pasado noviembre en los Estados Unidos con el título A Prayer Journal. ¿Dónde lo encontró?
En 2002 la familia de Flannery me pidió escribir su biografía oficial porque la persona que se estaba ocupando de la misma había muerto. Al principio dije que no, porque no era mi campo, yo me ocupo de literatura renacentista. Pero era amigo de Flannery y conocía bien a la familia: Regina ha sido la madrina de mi primer hijo y ya había trabajado en otra biografía. Decidí por lo tanto ver el material disponible y entre la gran cantidad de documentos encontré ese diario abandonado. Empecé a leerlo y enseguida pensé: es demasiado importante… era como si hubiera descubierto el cofre de la Isla del tesoro. Tenía que ser publicado.
-¿No era demasiado personal?
Muchas personas me han acusado con esta argumentación: son sus oraciones, cosas privadas. Pero estoy seguro de que ella lo habría querido, también porque la redacción está muy cuidada, se puede reconocer la calidad: ya era una maestra de la escritura y Flannery compuso este diario en un momento delicado de su vida.
-¿Cuál?
Los años 1946 y 1947 son los años del traslado a Iowa. Hay que imaginarse el mundo del que procedía: Flannery había nacido en Savannah, en Georgia, en el sur protestante donde la segregación racial era algo serio. Había crecido en una rígida educación católica irlandesa y esto no le había facilitado la vida. De hecho, había tres grupos, las tres “K”, que eran constantemente perseguidos y a veces también arrestados. Traducidos en términos corrientes eran los negros, los judíos y los católicos. Pero los judíos eran tratados mucho mejor que los católicos. Flannery vivía en un gueto y tenía que tener cuidado.
-¿Cuál era, en cambio, la realidad de Iowa?
Era un lugar donde todos eran libres. Aquí Flannery conoció una nueva filosofía, leyó a Kafka por primera vez, encontró a los mayores escritores de la época. Como se lee en su diario, cada día sus creencias eran asaltadas y ella tuvo que reconsiderar y renovar los motivos por lo que creía en Dios y amaba a Dios.
-En todo el diario ella pide esencialmente tres cosas: ser una buena escritora, ser una mística y conocer la voluntad de Dios. Impresionan sus reflexiones sobre el dolor y el deseo de Dios «como un cáncer», sabiendo que sólo cuatro años más tarde se le diagnosticaría el lupus. ¿Se puede decir que misteriosamente vio cumplido su deseo?
Dejo esta pregunta abierta, pero pienso que sí: Dios escuchó las oraciones de Flannery y cumplió todos sus deseos. Fue durante su enfermedad cuando escribió sus mejores obras, y las más famosas. El enorme sufrimiento la acercó aún más a Dios, porque ella le ofreció por completo su enfermedad. Esto es increíble, pero es también asombroso el éxito que tuvieron estas oraciones.
-El público estadounidense, ¿ha apreciado el diario?
Actualmente estamos en la octava reimpresión: no sé lo que esto significa, pero diría que no está mal. Me ha asombrado mucho que el New Yorker, tal vez la revista más famosa y secularista de los Estados Unidos haya hecho una recensión del diario, publicando algunos pasajes, y lo haya apreciado. No solo. Hay un famoso crítico progresista, un judío, que lo ha definido un «libro magnífico». Actualmente está en la cuarta posición en la lista de los diez libros más vendidos de los Estados Unidos. Significa que las oraciones de Flannery son, de alguna manera, universales.
-¿En qué sentido?
Son oraciones personales escritas por una mujer que ha crecido en un gueto católico. Me asombra que también quien no es cristiano o creyente aprecie este libro. No me lo habría imaginado nunca. En el diario Flannery siempre escribe: “Oh Dios, oh Dios, oh Dios”. Hay una referencia a la Virgen, porque en ese periodo estaba recitando una novena, y una a Cristo, pero el modo como habla de Dios es universal. Lo entienden y se identifican los budistas, los judíos, los musulmanes: ella se dirige directamente a Dios y dice claramente que Dios es alguien a quien amar y por el que sacrificarse, si necesario.
-¿Cómo se refleja este aspecto en sus obras?
Es importante saber que mientras escribía el diario Flannery estaba escribiendo Sangre sabía, que después se convertiría en un clásico también gracias a la película de John Huston. En el centro del libro está siempre la búsqueda de Dios y de lo eterno, pero nunca de manera explícita. Ella trabajaba así, como bien detalla en El territorio del diablo. Mostraba la Gracia que interviene en la vida de cada hombre y lo hacía de manera muy brusca.
-Efectivamente, sus textos son muy difíciles de leer y entender.
Es verdad. De hecho, considero que las cartas y este diario son los primero que hay que leer de Flannery. Solamente después hay que enfrentarse a la lectura de sus historias, que tal vez son demasiado duras, al menos en inglés. Puede consolarse, ni siquiera su familia entendía las historias de Flannery. Cuando hablaba de ello con su madre, ella me respondía muy seria: «Los que las entienden dicen de ella que es muy buena». El mismo Graham Greene, que no conseguía captar la ironía de su estilo, se convirtió en su admirador después de haber leído sus ensayos.
-El diario se cierra con esta palabras: «Hoy me he demostrado a mí misma ser una glotona de whisky, de galletas de avena y de pensamientos eróticos. No hay nada más que decir de mí misma». ¿Es cierto esto?
¡Dios mío, no! Era verdaderamente golosa, pero hay mucho más que decir. Sobre todo, como he escrito en la biografía, Flannery tenía tres vocaciones: religiosa, como escritora y como amiga. La primera la heredó de su padre, que a su vez era un escritor y murió de lupus cuando ella tenía 15 años. Edward había combatido en la Primera Guerra Mundial con la aviación, en primera línea. Había visto muchos muertos y cuando volvió a los Estados Unidos conmemoraba siempre a las víctimas. La conmemoración de los muertos es un principio verdaderamente católico que influyó mucho sobre Flannery. Su vocación religiosa se entiende leyendo su diario, pero ella ha sido siempre muy clara sobre una cosa: no quería ser monja, no quería entrar en un convento, sino estar fuera, en el mundo real, con todas sus dificultades.
-La vocación a la escritura es la más evidente. A cincuenta años de su muerte, ¿qué legado ha dejado en la literatura contemporánea?
Flannery había nacido para escribir, era una de las cosas que pedía a Dios y hoy es un clásico de la literatura estadounidense. En Iowa entabló amistad con Robert Lowell, gran poeta (dos veces premio Pulitzer, ndr) y tuvo ocasión de conocer a los escritores más importantes. Sin embargo, todos los que la conocíamos nos sorprendimos cuando, en ocasión de su muerte, Elizabeth Bishop, considerada uno de los mayores poetas estadounidenses, para nada religiosa pero que se escribía mucho con Flannery, escribió como nota necrológica en el New York Review of Books: «Mientras sobreviva la literatura americana, también las historias de Flannery O’Connor sobrevivirán». Yo me quedé asombrado de esta frase tan grandiosa. Y también Robert Giroux, de la editorial que siempre había publicado sus obras (Farrar, Straus and Giroux, ndr); de hecho, con 93 años, antes de morir, dijo: «Todos nos hemos sorprendido de ver como su reputación crecía, crecía, crecía». En 1994, el premio Nobel Kenzaburo Oe, escritor ciertamente no católico, agradeció públicamente a Flannery sus escritos. También Cormac McCarthy ha admitido todo lo que le debe a Flannery. Pero no sólo los escritores han hablado así.
-¿Quién más?
Bruce Springsteen, por poner un ejemplo. Pero también un grande del cine como Tommy Lee Jones, que ha dicho siempre a sus actores que hay sólo dos libros que no pueden no leerse y uno de ellos es de Flannery O’Connor. Este es su inmenso legado. Para mí, que la conocía bien, es impresionante.
-¿Y la vocación a la amistad?
Era su destino, si bien hoy en día se abusa de esta palabra. Era verdaderamente increíble, se entiende esto leyendo sus cartas. Muchísimas personas la escribían y ella respondía a todos: prisioneros, teólogos, lesbianas. Recuerdo bien que escribir cartas era una de sus pasiones porque para ella era la manera de llegar al corazón de las personas. También Graham Greene se sorprendía de sus cartas, las consideraba un modelo de excelente teología.
-¿Cuál era su manera de ser amiga?
La mejor de las maneras. Siempre me ha asombrado su "universalidad": acogía a todos y respondía a todos, también cuando la enfermedad le causaba terribles dolores. No repetiré nunca suficientemente cuánto sufría: todo le dolía… los huesos, la presión, los genitales, los riñones, la vista e incluso el oído. Pero seguía respondiendo y ciertamente no estaba obligada a ello. Flannery no juzgaba a nadie - y pienso en las lesbianas que la escribieron - pero decía las cosas a todos de manera directa, sin tapujos. Recuerdo un amigo que nos dijo que no quería un matrimonio religioso y ella le respondió: «El sacramento del matrimonio es el único matrimonio que conozco». También la escribían personas no religiosas porque las ayudaba a encontrarse a sí mismas y se ofrecía a todos, libremente.
-¿Cómo la conoció?
Ambos escribíamos reseñas para el Georgia Bulletin, pequeño periódico de la archidiócesis de Atlanta. No era importante pero tenía un valor: te regalaban el libro del que hacías la reseña. Entonces nadie tenía mucho dinero y era un modo de recibir un libro gratis. Además teníamos amigos en común, como Betty Hester. Así empezamos a relacionarnos y ella me invitó a comer a su casa. Entonces yo aún era agnóstico, no creía en nada.
-¿Qué le llamó la atención de ella?
Hablábamos mucho de teología, sentados en el porche de su casa. A menudo yo me tumbaba en la hamaca. Ella ya había leído todo – Peguy, Bernanos, Mauriac… – y sabía explicarlo, traduciendo lo que leía a la vida de todos los días. Sin embargo, lo que más me gustaba era su simpatía: contaba historias, bromeaba. Hablar con ella era bellísimo. Me acuerdo que ponía motes a todos, también al obispo de Savannah, para tomarle el pelo. Lo hacía también conmigo.
-¿Cómo?
Yo soy un católico un poco aburrido. Cuando le conté a Flannery que me había convertido y que cuando había hecho la Primera Comunión había creído inmediatamente en todo, ella bromeó e imitando la típica gestualidad protestante dijo: "Aleluya, Aleluya". Le respondí que no había ido de esa manera, pero sesenta años después puedo decir que ella tenía razón.
-¿Cómo trabajaba Flannery O’Connor?
Cuando le diagnosticaron el lupus volvió a vivir en la casa familiar, en Milledgeville. Escribía todas las mañanas dos horas, de 9.30 a 11.30, tuviera ideas o no. Pasaba allí siempre dos horas y lo podía hacer gracias a la familia: la madre no tenía dinero, el padre al morir no había dejado nada, pero tenía familia con dinero que la adoraban y le permitieron no preocuparse del dinero, aunque ninguno de ellos entendió nunca nada de sus obras.
-Usted ha dicho que su primer impulso fue negarse a escribir la biografia de Flannery. Ahora ya la ha acabado. ¿Qué le hizo cambiar de idea?
El diario fue uno de los motivos. Cuando la conocí no corría detrás de ella tomando notas de todo lo que hacia o decía. No sabía que se convertiría en alguien tan importante. Pero después me convencí de que no podía permitir que hubiera voces incontroladas sobre su vida. Al contrario, todos necesitábamos saber más.
-En un pasaje de su diario, Flannery escribe: «Nadie puede ser ateo con excepción de quien conoce todas las cosas. Sólo Dios es ateo. El diablo es el creyente más grande y tiene sus razones». ¿Qué significa?
Este es un pasaje maravilloso y extraño. Es muy profundo y encierra el motivo por el que no todos entienden a Flannery: ella habla mucho del diablo y de la Gracia. Para ella eran algo con lo que hay que lidiar, los tenía siempre presentes. La gente que la escribía necesitaba esta claridad. La gente amaba su apertura y su modo de hablar directo. Siempre la he admirado por esto. ¿Puedo contar otra cosa, la última?
-Por favor.
Un día, sentados como siempre en su porche, estábamos hablando de lo que significa ser santos. Me di cuenta de que ella ya había pensado y razonado mucho sobre esto. Bien, pienso que ella era una santa, para mí no hay dudas. No dejó nunca de donarse a los otros.
(Traducción de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares)
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