Francisco mencionó a Llorente como misionero ejemplar
El obispo de León lleva al Papa la partida bautismal del padre Llorente, «el jesuita de Alaska»
Durante décadas las aventuras en Alaska del jesuita español Segundo Llorente suscitaron en almas generosas el deseo de ser misioneros y evangelizadores, y ahora que hay un Papa jesuita y admirador del padre Llorente es un buen momento para impulsar su causa de beatificación.
Eso debió pensar el obispo de la diócesis de León, Julián López Martín, cuando en la reciente visita ad límina de los obispos españoles aprovechó su breve encuentro con el papa Francisco para hacerle entrega de manera simbólica de la partida de bautismo del padre Llorente.
El obispo de León, Julián López, en su saludo al Papa
Fue bautizado en 1906 en la parroquia de su pueblo, Mansilla Mayor, hoy con unos 300 habitantes. Era el mayor de los 12 hijos de Luis y Modesta, labradores. Y llegó a ser diputado por Alaska, el primer cura católico con un cargo electo en el congreso de Estados Unidos.
El Papa Francisco y el padre Llorente
Que el Papa Francisco es admirador del padre Llorente es cosa bien sabida. Como recogió la Civiltà Cattolica, en la reunión del Papa Francisco con los Superiores Generales de las órdenes religiosas del 29 de noviembre el Papa dijo: "Me vienen a la mente las extraordinarias aventuras del jesuita español Segundo Llorente", en Alaska, quien "no sólo aprendió el idioma, sino que tomó el pensamiento concreto de su gente". El Papa llamó a esto "inculturar el carisma", y aclaró que esto "no significa nunca relativizarlo".
Suscitando vocaciones
Amando Llorente, hermano de Segundo y también jesuita (ambos estudiaron en el noviciado jesuita de Carrión de los Condes) ha explicado muchas veces: "Yo he encontrado docenas y docenas de religiosas y sacerdotes que me han dicho: «Debo la vocación a los libros de su hermano». Porque, realmente, contagió esta alegría inmensa que tenía de ser sacerdote y de ser misionero; no la perdió nunca".
Segundo Llorente tenía una salud de hierro que no le abandonó en sus 40 años en Alaska. Escribió 12 libros sobre esas frías tierras, en español, con un estilo vivo que encantaba a los lectores. La mejor antología de sus textos es la de José A. Mestre y su hermano Amando titulada "40 años en el Círculo Polar".
Algunas de sus frases son muy conocidas, como esta descripción de su día a día: «Por la mañana salgo de las mantas como oso de la madriguera. Enciendo una vela y me calzo las botas de piel de foca llenas de hierba seca para que los pies estén bien mullidos y no se enfríen más de lo razonable. Enciendo la estufa y, si se heló el agua, derrito el hielo y me lavo. Abro la puerta, doy dos pasos y ya estoy delante del altar...».
Aviones, trineos, aceite de foca...
Un accidente de aviación casi le mató. Su trineo por poco se hundió en un lago helado. Las noches gélidas siempre estaban ahí, amenazantes. El aceite de foca sabía siempre a rancio. Pero nada le frenaba.
Lo que más echaba en falta, decía, era «la virtud de la paciencia, y en comida, un racimo de uvas andaluzas», imposible de hacer llegar a Alaska. Y le dolía no dominar del todo el esquimal: «Ojalá pudiera predicar en lengua esquimal con la misma facilidad con que lo hago en inglés o lo haría en español. Los misioneros de Alaska venimos con el pecado original de no poder aprender la lengua lo suficientemente bien para predicar con holgura sin la ayuda de un indígena experto. Una cosa es entender y chapurrear el idioma, y otra muy distinta levantarse delante de un auditorio y dispararles un sermonazo sin zozobras, mugidos ni titubeos», se lamentaba.
Político inesperado
Cuando se celebraron las primeras elecciones libres en Alaska salió elegido como representante ante el congreso en Washington, convirtiéndose así -con el permiso de sus superiores- en el primer sacerdote diputado de la historia de EEUU.
Murió en 1989 de un cáncer diagnosticado tarde, sin buscar tratamientos, "contentísimo", decía él. Su hermano explica dónde descansa: "Su cuerpo lo llevaron a un lugar precioso: un cementerio en una reserva india dirigida por jesuitas. En ese cementerio no se pueden enterrar más que indios y sacerdotes que hayan estado por lo menos veinte años al servicio de los indios. Como él había estado cuarenta años, le pertenecía el honor de ser enterrado en ese cementerio, a unas setenta millas de Spokane, en una loma frente a las Montañas Rocosas. Lo enterraron bajo una lápida que dice, para todos los jesuitas que están enterrados allí, unos diez o doce: «En vida y en muerte con aquellos que amamos».
Eso debió pensar el obispo de la diócesis de León, Julián López Martín, cuando en la reciente visita ad límina de los obispos españoles aprovechó su breve encuentro con el papa Francisco para hacerle entrega de manera simbólica de la partida de bautismo del padre Llorente.
El obispo de León, Julián López, en su saludo al Papa
Fue bautizado en 1906 en la parroquia de su pueblo, Mansilla Mayor, hoy con unos 300 habitantes. Era el mayor de los 12 hijos de Luis y Modesta, labradores. Y llegó a ser diputado por Alaska, el primer cura católico con un cargo electo en el congreso de Estados Unidos.
El Papa Francisco y el padre Llorente
Que el Papa Francisco es admirador del padre Llorente es cosa bien sabida. Como recogió la Civiltà Cattolica, en la reunión del Papa Francisco con los Superiores Generales de las órdenes religiosas del 29 de noviembre el Papa dijo: "Me vienen a la mente las extraordinarias aventuras del jesuita español Segundo Llorente", en Alaska, quien "no sólo aprendió el idioma, sino que tomó el pensamiento concreto de su gente". El Papa llamó a esto "inculturar el carisma", y aclaró que esto "no significa nunca relativizarlo".
Suscitando vocaciones
Amando Llorente, hermano de Segundo y también jesuita (ambos estudiaron en el noviciado jesuita de Carrión de los Condes) ha explicado muchas veces: "Yo he encontrado docenas y docenas de religiosas y sacerdotes que me han dicho: «Debo la vocación a los libros de su hermano». Porque, realmente, contagió esta alegría inmensa que tenía de ser sacerdote y de ser misionero; no la perdió nunca".
Segundo Llorente tenía una salud de hierro que no le abandonó en sus 40 años en Alaska. Escribió 12 libros sobre esas frías tierras, en español, con un estilo vivo que encantaba a los lectores. La mejor antología de sus textos es la de José A. Mestre y su hermano Amando titulada "40 años en el Círculo Polar".
Algunas de sus frases son muy conocidas, como esta descripción de su día a día: «Por la mañana salgo de las mantas como oso de la madriguera. Enciendo una vela y me calzo las botas de piel de foca llenas de hierba seca para que los pies estén bien mullidos y no se enfríen más de lo razonable. Enciendo la estufa y, si se heló el agua, derrito el hielo y me lavo. Abro la puerta, doy dos pasos y ya estoy delante del altar...».
Aviones, trineos, aceite de foca...
Un accidente de aviación casi le mató. Su trineo por poco se hundió en un lago helado. Las noches gélidas siempre estaban ahí, amenazantes. El aceite de foca sabía siempre a rancio. Pero nada le frenaba.
Lo que más echaba en falta, decía, era «la virtud de la paciencia, y en comida, un racimo de uvas andaluzas», imposible de hacer llegar a Alaska. Y le dolía no dominar del todo el esquimal: «Ojalá pudiera predicar en lengua esquimal con la misma facilidad con que lo hago en inglés o lo haría en español. Los misioneros de Alaska venimos con el pecado original de no poder aprender la lengua lo suficientemente bien para predicar con holgura sin la ayuda de un indígena experto. Una cosa es entender y chapurrear el idioma, y otra muy distinta levantarse delante de un auditorio y dispararles un sermonazo sin zozobras, mugidos ni titubeos», se lamentaba.
Político inesperado
Cuando se celebraron las primeras elecciones libres en Alaska salió elegido como representante ante el congreso en Washington, convirtiéndose así -con el permiso de sus superiores- en el primer sacerdote diputado de la historia de EEUU.
Murió en 1989 de un cáncer diagnosticado tarde, sin buscar tratamientos, "contentísimo", decía él. Su hermano explica dónde descansa: "Su cuerpo lo llevaron a un lugar precioso: un cementerio en una reserva india dirigida por jesuitas. En ese cementerio no se pueden enterrar más que indios y sacerdotes que hayan estado por lo menos veinte años al servicio de los indios. Como él había estado cuarenta años, le pertenecía el honor de ser enterrado en ese cementerio, a unas setenta millas de Spokane, en una loma frente a las Montañas Rocosas. Lo enterraron bajo una lápida que dice, para todos los jesuitas que están enterrados allí, unos diez o doce: «En vida y en muerte con aquellos que amamos».
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