Será beatificada el 13 de octubre
La historia de la viuda española que sirvió a sus hermanas religiosas hasta sufrir el martirio
El próximo 13 de octubre, en una ceremonia presidida por el cardenal Angelo Amato, prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos y representante del Papa Francisco para esta ocasión, serán beatificados en Tarragona 522 mártires de la guerra civil española, entre los cuales figuran muchos religiosos pero también varios laicos, personas comunes que dieron su vida por no renegar de la propia fe. Se trata, para la Conferencia Episcopal Española, de uno de los acontecimientos principales del Año de la Fe.
Monseñor Vicente Cárcel Ortí, historiador y autor de varios libros sobre católicos españoles perseguidos por los republicanos en los años Treinta, explicó en una entrevista a tempi.it la importancia de este acontecimiento para la Iglesia.
Era el 19 de julio de 1936 cuando, a las 9 de la mañana, una mujer llegó corriendo al convento para avisar a las religiosas de que escaparan lo antes posible. Los responsables de la persecución anticatólica habían empezado a quemar iglesias en Barcelona, y pronto habrían hecho lo mismo con la de ellas.
La madre superiora, que hasta ese momento y a pesar de la violencia no había querido abandonar el convento, dijo a las hermanas que se quitaran el hábito y se vistieran con indumentaria civil; después, las escondió en una torre cercana que pertenecía al propietario de ese terreno. Desde allí se trasladarían una a una para buscar lugares mejores donde refugiarse.
La madre superiora, que hasta ese momento y a pesar de la violencia no había querido abandonar el convento, dijo a las hermanas que se quitaran el hábito y se vistieran con indumentaria civil; después, las escondió en una torre cercana que pertenecía al propietario de ese terreno. Desde allí se trasladarían una a una para buscar lugares mejores donde refugiarse.
El terror en el refugio
Algunas monjas se escondieron con la futura beata Lucrecia García Solanas, una viuda sin hijos, que estaba allí para ayudar a su hermana, la madre superiora, y las otras monjas. Lucrecia vivía con ellas desde hacía más de diez años, en una casa fuera del convento, haciendo de mediadora entre el monasterio y el mundo exterior.
Las religiosas se escondieron en un sótano, donde el propietario del mismo guardaba sus herramientas de trabajo. Desde allí las mujeres podían oír el ruido de los milicianos del Frente Popular que, con la ayuda de perros, buscaban a sus víctimas.
Las religiosas se escondieron en un sótano, donde el propietario del mismo guardaba sus herramientas de trabajo. Desde allí las mujeres podían oír el ruido de los milicianos del Frente Popular que, con la ayuda de perros, buscaban a sus víctimas.
El 21 de julio un grupo armado entró en el monasterio, forzando la puerta con dinamita. Los “rojos” entraron en la iglesia adyacente, la profanaron y después la quemaron. Tras haber revisado el monasterio para saquearlo, los republicanos profanaron los cuerpos de dos hermanas enterradas algunos meses antes, dejándolos expuestos a la mofa pública.
Traicionadas y encontradas
El 22 de julio, el grupo de religiosas refugiadas aumentó porque algunas de ellas volvieron al no poder permanecer más en sus casas, pero al día siguiente el portero del convento, que conocía su escondite, las traicionó. Los anticatólicos las encontraron en la torre rezando el rosario. Preguntaron quién era la madre superiora para interrogarla sobre las riquezas que esperaban encontrar en el monasterio.
La madre abadesa ofreció su propia vida a cambio de la de sus hermanas. Dijo a los milicianos que Lucrecia era una laica, pero estos no la escucharon y quisieron saber dónde estaban las otras monjas. Las hallaron en el sótano, rezando de rodillas. Todas fueron arrestadas, y empezó para ellas su calvario.
La madre abadesa ofreció su propia vida a cambio de la de sus hermanas. Dijo a los milicianos que Lucrecia era una laica, pero estos no la escucharon y quisieron saber dónde estaban las otras monjas. Las hallaron en el sótano, rezando de rodillas. Todas fueron arrestadas, y empezó para ellas su calvario.
Las torturas a las religiosas
Los republicanos insultaron a las religiosas, les apretaron sus rosarios alrededor del cuello y burlándose de ellas las pusieron en fila para arrastrarlas por la calle. Sólo se salvó una de ellas, hermana de un famoso anarquista. El final de las otras lo describió Amparo Bosch Vilanova, testigo ocular, que contó: “Las han puesto en fila como si fueran a recibir la Hostia, las han empujado a la calle donde había un camión, donde las han echado como sacos de patatas, con una violencia tal que seguramente les han roto algún hueso”.
El camión se dirigió a San Andrés, donde las mujeres, después de haber sido sometidas a prolongadas torturas, fueron asesinadas. Algunos testigos dijeron que hacia las siete de la tarde de ese día se oyeron varios disparos. Los cuerpos de las monjas fueron hallados amontonados. En total eran diez, nueve religiosas y una laica. Tenían heridas de arma blanca en el pecho y las partes íntimas, con los vestidos arrancados y agujereados por armas de fuego.
Mientras eran torturadas por los “rojos”, todas las monjas, y con ellas Lucrecia, temieron más a la violación que a la muerte, y en sus cuerpos se hallaron signos de una lucha terrible.
Una mujer refirió que los mismos republicanos se quedaron turbados de la valentía de esas mujeres; incluso comentaron en el bar, después de martirizarlas: «¡Qué monjas más valientes han muerto hoy!». Según otros testigos, las diez mártires habían entregado su vida rezando de rodillas y pidiendo perdón para sus verdugos.
Una mujer refirió que los mismos republicanos se quedaron turbados de la valentía de esas mujeres; incluso comentaron en el bar, después de martirizarlas: «¡Qué monjas más valientes han muerto hoy!». Según otros testigos, las diez mártires habían entregado su vida rezando de rodillas y pidiendo perdón para sus verdugos.
(Traducción de Helena Faccia Serrano)
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