La escritora Claire Ly
Una escritora camboyana superviviente de Pol Pot explica su conversión: de budista a católica
«Sentí que Dios era tan grande que se arrodillaba ante mi libertad», dice Ly. En los campos de concentración mataron a sus padres y a su marido.
«En los campos de concentración de la Camboya de Pol Pot, Claire Ly perdió a su marido y a sus padres, fusilados por el régimen de los jemeres rojos. De aquel infierno salió milagrosamente viva, y en aquellos años del genocidio comunista maduró su conversión del budismo al cristianismo. Una conversión que no fue repentina, sino el resultado de un largo camino que la ha llevado a reconocerse como una persona completamente renovada en su encuentro con Cristo, sin necesidad de renunciar a sus raíces ni a su tradición.
Exiliada en Francia desde 1979, escritora, profesora y madre de tres hijos, se convirtió al catolicismo en 1984, a los 36 años. Hoy, a través de sus conferencias, comparte su experiencia humana y espiritual e invita incansablemente a promover el diálogo entre ambas religiones.
Acaba de publicar en Francia su última novela, La Mangrove: à la croisée des chemins et des cultures (Manglares: en la encrucijada de culturas y religiones), sobre el encuentro entre dos mujeres con formas de vida muy distintas. Claire Ly, como el ecosistema de manglares, también se ha convertido en un lugar en el que el agua salada se mezcla con el agua dulce. Oriente y Occidente son sus dos fuentes.
La vida en el infierno
Su itinerario hacia Dios llegó directamente del Evangelio y de su encuentro personal con Cristo. Así explica Claire su conversión: “Recibí la gracia del bautismo el 24 de abril de 1983. Personalmente no he vivido mi conversión como una ruptura o un nuevo comienzo, la budista que había en mí no abordó el misterio de Jesucristo de una manera repentina, fue un largo viaje. Nací en 1946, en una familia acomodada de empresarios camboyanos. Me licencié en Derecho y Filosofía, fui profesora y trabajé en el Ministerio de Educación. Pero en 1975, con la llegada de los jemeres rojos fui deportada a un campo de trabajo. El régimen buscaba la “pureza” del país a base de “liberar” a Camboya de toda influencia exterior. Para lograr esta ideología utópica empezaron eliminando a todos los que podían resistir y los intelectuales fueron el blanco principal. Yo sobreviví en el campo como pude, obligada a trabajar en condiciones infrahumanas, presenciando ejecuciones sumarias y asistiendo al adoctrinamiento de los niños. Cuando tuve que asistir al fusilamiento de mi familia, los sentimientos de rebelión y el odio invadieron todo mi ser. Era imposible para mí mantener la calma en aquella vorágine de violencia”, recuerda.
La silenciosa compañía del “Dios de Occidente”
“Entonces me vi a mí misma como una mala budista y busqué, tal y como sugiere el budismo, un objeto mental sobre el que volcar toda mi negatividad, al que llamé –no me preguntéis por qué– ‘el Dios de Occidente’, al que me dediqué a insultar, como a un chivo expiatorio. Durante un tiempo, fue mi único interlocutor. Poco a poco me di cuenta de que este ‘Dios de Occidente’ me iba acompañando en mi supervivencia, y que mi fuerza no provenía de mí misma, sino de algún Otro. Sin embargo, todavía no acertaba a comprender qué ocurría”, reconoce.
El encuentro definitivo
“Después de vivir durante cuatro años en el campamento de Pol Pot, acompañada de algún modo por el sentimiento de este ‘Dios’, pude al fin exiliarme a Francia, donde un día cayó en mis manos la encíclica Dives in Misericordia de Juan Pablo II. Al leerla me entraron ganas de leer el Evangelio”, recuerda.
“Aquella fue una lectura que me fue preparando para acoger, al principio, las palabras de Jesús de Nazaret como las de un gran hombre, un gran maestro, un rabino. Mi educación budista me ayudó a entender más fácilmente la humanidad de Cristo que su divinidad. Estuve durante más de un año leyendo el Evangelio, hasta que un día sentí la curiosidad de ir a misa. Creo que frecuentar al hombre de Nazaret y la lectura del Evangelio fue lo que me llevó al misterio de Jesucristo en la Eucaristía, y a reconocerlo como verdadero Dios. Como sabréis, la tradición budista sitúa al hombre por encima de cualquier divinidad, porque solo él es capaz de romper de los ciclos de vida y muerte para aguardar la liberación final, el Nirvana. Sin embargo, durante esta primera celebración eucarística, me di cuenta de que la gloria de Dios no disminuye la grandeza del hombre. Sentí que Dios era tan grande, tan inmenso, que no se imponía a mi libertad, sino que se arrodillaba ante ella. Que Dios aún necesitaba mi consentimiento para ser plenamente Dios. Encontré el paralelismo entre mi propia libertad y el poder de Dios”, reflexiona.
Un Dios no excluyente, sino complementario
"Durante la misa, me invadió un deseo loco de llegar a ser discípula de Jesucristo. Este deseo tan irracional a los ojos de mi tradición, el budismo, fue el que me condujo más tarde a la necesidad de pedir el bautismo. Han pasado casi treinta años desde que pasé de la sabiduría de Buda a vivir la locura del amor de Jesucristo. Y siento que mi viaje es una aventura que se renueva a diario para alcanzar el diálogo entre la budista que habita en mí y la católica que soy".
"Me ha sido concedida en esta vida la inteligencia para confesar que Jesús es Cristo, el Señor, pero esta lucidez no ha sido un salto en el vacío, porque mi espíritu renovado no abolió todos los conocimientos acumulados durante mis años de budismo. Al contrario, todo ocurrió como si mi nueva esperanza en Jesucristo no hiciera más que completar, proporcionar un nuevo espacio a la budista que yo era”, asegura Claire.
“Y la cristiana no puede desdeñar ni despreciar a la antigua budista, porque continúa apoyándome en mi camino como católica a través de su cuestionamiento y su sabiduría, sigue siendo mi compañera de viaje: compartimos nuestras opiniones, nuestras creencias, nuestras esperanzas, nuestros éxitos y nuestros fracasos. Doy gracias al Espíritu del Señor por haberme permitido vivir esta hospitalidad, esta aceptación mutua, principios, sin duda de Reino de Dios”, sostiene.
Un libro para curar heridas
“Los personajes de mi libro, construido como una novela, son en el fondo aspectos de mi propia personalidad. Para mí ha sido el modo de tomar distancia sobre los acontecimientos vividos en Camboya durante la dictadura de los jemeres rojos, pero también para reelaborar la memoria y mirar hacia el fondo de mí misma. Yo, como muchos otros emigrantes, llevo dentro de mí dos culturas y tradiciones, y el diálogo interior no siempre es fácil".
"Es necesario llegar a encontrar las palabras justas sobre nuestra fractura interior”, explica Ly, que cree que el encuentro entre religiones es posible: “Es mi experiencia y mi esperanza. Pero este diálogo solo puede darse si cada uno acepta sus fracturas y heridas. A menudo no queremos ver los obstáculos y los aspectos más negativos que habitan en nosotros. Los inmigrantes, los exiliados, vivimos en la frontera entre dos culturas y tal vez entre dos maneras de vivir la fe, y podemos servir de mucha ayuda a la hora de elaborar el diálogo”, sostiene.
Reciprocidad y comprensión
Claire cree que para que el encuentro sea efectivo es necesario primero eliminar los prejuicios que existen en ambas partes: “Todo aquel que llega a un país extranjero no tiene necesariamente los códigos para leer la cultura en el contexto en el que se inserta. Y el que acoge, desearía que el otro se diera prisa en acostumbrarse. Pero hace falta tiempo. Los emigrantes estamos obligados a cambiar de piel, a convertirnos en otra cosa, sin que por ello reneguemos o renunciemos totalmente a nuestra cultura de origen. (La palabra “integración” no me gusta mucho, porque integrarse en algo implica siempre desintegrar algo anterior. Prefiero la palabra “adopción”). Lo importante es conseguir crear un diálogo en el que cada uno tenga algo que recibir y algo que dar, pero para esto es necesario no quedarse en la superficie, enfrentarse cara a cara con la verdad”, concluye Ly.
Exiliada en Francia desde 1979, escritora, profesora y madre de tres hijos, se convirtió al catolicismo en 1984, a los 36 años. Hoy, a través de sus conferencias, comparte su experiencia humana y espiritual e invita incansablemente a promover el diálogo entre ambas religiones.
Acaba de publicar en Francia su última novela, La Mangrove: à la croisée des chemins et des cultures (Manglares: en la encrucijada de culturas y religiones), sobre el encuentro entre dos mujeres con formas de vida muy distintas. Claire Ly, como el ecosistema de manglares, también se ha convertido en un lugar en el que el agua salada se mezcla con el agua dulce. Oriente y Occidente son sus dos fuentes.
La vida en el infierno
Su itinerario hacia Dios llegó directamente del Evangelio y de su encuentro personal con Cristo. Así explica Claire su conversión: “Recibí la gracia del bautismo el 24 de abril de 1983. Personalmente no he vivido mi conversión como una ruptura o un nuevo comienzo, la budista que había en mí no abordó el misterio de Jesucristo de una manera repentina, fue un largo viaje. Nací en 1946, en una familia acomodada de empresarios camboyanos. Me licencié en Derecho y Filosofía, fui profesora y trabajé en el Ministerio de Educación. Pero en 1975, con la llegada de los jemeres rojos fui deportada a un campo de trabajo. El régimen buscaba la “pureza” del país a base de “liberar” a Camboya de toda influencia exterior. Para lograr esta ideología utópica empezaron eliminando a todos los que podían resistir y los intelectuales fueron el blanco principal. Yo sobreviví en el campo como pude, obligada a trabajar en condiciones infrahumanas, presenciando ejecuciones sumarias y asistiendo al adoctrinamiento de los niños. Cuando tuve que asistir al fusilamiento de mi familia, los sentimientos de rebelión y el odio invadieron todo mi ser. Era imposible para mí mantener la calma en aquella vorágine de violencia”, recuerda.
La silenciosa compañía del “Dios de Occidente”
“Entonces me vi a mí misma como una mala budista y busqué, tal y como sugiere el budismo, un objeto mental sobre el que volcar toda mi negatividad, al que llamé –no me preguntéis por qué– ‘el Dios de Occidente’, al que me dediqué a insultar, como a un chivo expiatorio. Durante un tiempo, fue mi único interlocutor. Poco a poco me di cuenta de que este ‘Dios de Occidente’ me iba acompañando en mi supervivencia, y que mi fuerza no provenía de mí misma, sino de algún Otro. Sin embargo, todavía no acertaba a comprender qué ocurría”, reconoce.
El encuentro definitivo
“Después de vivir durante cuatro años en el campamento de Pol Pot, acompañada de algún modo por el sentimiento de este ‘Dios’, pude al fin exiliarme a Francia, donde un día cayó en mis manos la encíclica Dives in Misericordia de Juan Pablo II. Al leerla me entraron ganas de leer el Evangelio”, recuerda.
“Aquella fue una lectura que me fue preparando para acoger, al principio, las palabras de Jesús de Nazaret como las de un gran hombre, un gran maestro, un rabino. Mi educación budista me ayudó a entender más fácilmente la humanidad de Cristo que su divinidad. Estuve durante más de un año leyendo el Evangelio, hasta que un día sentí la curiosidad de ir a misa. Creo que frecuentar al hombre de Nazaret y la lectura del Evangelio fue lo que me llevó al misterio de Jesucristo en la Eucaristía, y a reconocerlo como verdadero Dios. Como sabréis, la tradición budista sitúa al hombre por encima de cualquier divinidad, porque solo él es capaz de romper de los ciclos de vida y muerte para aguardar la liberación final, el Nirvana. Sin embargo, durante esta primera celebración eucarística, me di cuenta de que la gloria de Dios no disminuye la grandeza del hombre. Sentí que Dios era tan grande, tan inmenso, que no se imponía a mi libertad, sino que se arrodillaba ante ella. Que Dios aún necesitaba mi consentimiento para ser plenamente Dios. Encontré el paralelismo entre mi propia libertad y el poder de Dios”, reflexiona.
Un Dios no excluyente, sino complementario
"Durante la misa, me invadió un deseo loco de llegar a ser discípula de Jesucristo. Este deseo tan irracional a los ojos de mi tradición, el budismo, fue el que me condujo más tarde a la necesidad de pedir el bautismo. Han pasado casi treinta años desde que pasé de la sabiduría de Buda a vivir la locura del amor de Jesucristo. Y siento que mi viaje es una aventura que se renueva a diario para alcanzar el diálogo entre la budista que habita en mí y la católica que soy".
"Me ha sido concedida en esta vida la inteligencia para confesar que Jesús es Cristo, el Señor, pero esta lucidez no ha sido un salto en el vacío, porque mi espíritu renovado no abolió todos los conocimientos acumulados durante mis años de budismo. Al contrario, todo ocurrió como si mi nueva esperanza en Jesucristo no hiciera más que completar, proporcionar un nuevo espacio a la budista que yo era”, asegura Claire.
“Y la cristiana no puede desdeñar ni despreciar a la antigua budista, porque continúa apoyándome en mi camino como católica a través de su cuestionamiento y su sabiduría, sigue siendo mi compañera de viaje: compartimos nuestras opiniones, nuestras creencias, nuestras esperanzas, nuestros éxitos y nuestros fracasos. Doy gracias al Espíritu del Señor por haberme permitido vivir esta hospitalidad, esta aceptación mutua, principios, sin duda de Reino de Dios”, sostiene.
Un libro para curar heridas
“Los personajes de mi libro, construido como una novela, son en el fondo aspectos de mi propia personalidad. Para mí ha sido el modo de tomar distancia sobre los acontecimientos vividos en Camboya durante la dictadura de los jemeres rojos, pero también para reelaborar la memoria y mirar hacia el fondo de mí misma. Yo, como muchos otros emigrantes, llevo dentro de mí dos culturas y tradiciones, y el diálogo interior no siempre es fácil".
"Es necesario llegar a encontrar las palabras justas sobre nuestra fractura interior”, explica Ly, que cree que el encuentro entre religiones es posible: “Es mi experiencia y mi esperanza. Pero este diálogo solo puede darse si cada uno acepta sus fracturas y heridas. A menudo no queremos ver los obstáculos y los aspectos más negativos que habitan en nosotros. Los inmigrantes, los exiliados, vivimos en la frontera entre dos culturas y tal vez entre dos maneras de vivir la fe, y podemos servir de mucha ayuda a la hora de elaborar el diálogo”, sostiene.
Reciprocidad y comprensión
Claire cree que para que el encuentro sea efectivo es necesario primero eliminar los prejuicios que existen en ambas partes: “Todo aquel que llega a un país extranjero no tiene necesariamente los códigos para leer la cultura en el contexto en el que se inserta. Y el que acoge, desearía que el otro se diera prisa en acostumbrarse. Pero hace falta tiempo. Los emigrantes estamos obligados a cambiar de piel, a convertirnos en otra cosa, sin que por ello reneguemos o renunciemos totalmente a nuestra cultura de origen. (La palabra “integración” no me gusta mucho, porque integrarse en algo implica siempre desintegrar algo anterior. Prefiero la palabra “adopción”). Lo importante es conseguir crear un diálogo en el que cada uno tenga algo que recibir y algo que dar, pero para esto es necesario no quedarse en la superficie, enfrentarse cara a cara con la verdad”, concluye Ly.
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