El futuro padre Yves vivía entonces lejos de la práctica religiosa
«Encontré a Dios a 300 km/h»: la charla en el tren con un viajero desconocido le llevó al sacerdocio
"¡Encontré a Dios a 300 km/h!": es como describe Yves, hoy sacerdote, el momento en el que una conversación con un compañero de viaje en un TGV [Train à Grande Vitesse, el tren francés de alta velocidad] le hizo descubrir a Dios en su vida. El proceso de entregarse completamente a Él fue un poco más largo, como explica él mismo en L'1visible:
Proveniente de una familia de siete hermanos, en mi infancia fui profundamente creyente, pero poco a poco, en la adolescencia, abandoné toda práctica religiosa. En esa época, Dios no ocupaba lugar alguno en mi vida, aunque en lo más profundo de mí conservaba una vaga “creencia”.
Más tarde ingresé en una escuela de comercio. Durante mis estudios, comencé a plantearme preguntas sobre el sentido de la vida. Sentía que algo me faltaba, una especie de vacío interior. Cuando estaba terminando un curso en el extranjero (tenía 23 años), recuerdo una tarde neblinosa en la que lancé un auténtico grito interior: “¡Dios, si existes, muéstrate en mi vida!”
Semanas más tarde, a bordo de un tren de alta velocidad, discutí con mi compañero de viaje, un joven ingeniero que había dejado su trabajo para entrar al servicio de la Iglesia.
Dio testimonio de su fe de una manera que me transformó. A lo largo de esa conversación, tres convicciones se me fueron imponiendo poco a poco:
1. Dios existe, Él es el creador de las maravillas del universo.
2. Dios es solo Amor, en Él no hay nada más que amor.
3. Dios me ama tal como soy y haga lo que haga.
Descubrí que Dios era un Dios vivo, y “gocé” un poco de su amor. ¡De hecho, en ese tren, durante esa conversación, comprendí que Dios era la fuente de toda alegría!
A partir de ese momento, deseé conocer a Dios y descubrir a Cristo. Trabajando en París en una empresa de servicios informáticos, conocí a unos jóvenes cristianos. Me invitaron a hacer un retiro en el desierto con ellos y en compañía de un sacerdote. Allí me di cuenta de que, para conocer verdaderamente a Jesús, había que entrar en la Iglesia. Es un poco como una vidriera: ¡para disfrutar su belleza, tienes que entrar en el templo! Decidí entonces prepararme para la confirmación, y fui confirmado a la edad de 27 años. Paralelamente, conocer sacerdotes jóvenes despertó en mí el deseo de ser sacerdote. Pero tenía dudas respecto al celibato y vacilaba, dada mi edad.
Desde mi conversión en el tren, ya no tenía dudas sobre la existencia de Dios. Sin embargo, me preguntaba si sería capaz de ser sacerdote. Sometí entonces esa consideración a Dios en la oración, y un día, de alguna forma, me respondió por medio de unas palabras que se formularon así en mi corazón: “¡No te llamo porque eres capaz, sino que serás capaz porque te llamo!” Estas palabras me liberaron y me permitieron avanzar. Tenía 30 años y sentía que tenía que decidirme; pedí entonces a Dios que me aclarase.
Y lo hizo durante un retiro de ocho horas. Me di cuenta de que ese deseo de ser sacerdote había estado escondido en la profundidad de mi corazón desde niño. Rápidamente decidí entrar en el seminario para profundizar en esta llamada al sacerdocio y formarme.
¡Qué alegría cuando me ordené sacerdote en Pentecostés del año 2006! Yo veo al sacerdote como amigo íntimo del Espíritu Santo y servidor de Cristo; él es quien da testimonio a todos del amor infinito de Dios, único capaz de descubrir al hombre a sí mismo. Es también, como dice Benedicto XVI, el “servidor de la alegría”. Quiero dedicar mi vida a ser misionero con Jesús para darle a conocer, para que se le ame y amarLe yo mismo. En los momentos más difíciles, unas palabras de Jesús me confortan mucho: “Estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos”.