Abortos constitucionales y profanaciones de tumbas
por Eduardo Gómez
Cuánto estupor ha causado la coronación ignominiosa del aborto como derecho constitucional. Pronto hemos olvidado que nada se puede esperar de un Estado y unas leyes que no respetan ni el descanso de unos muertos, tan sagrados o más que los vivos, pues están ya en manos directas de Dios.
No es amor -decía Shakespeare- el amor que se altera con las alteraciones. En cierto modo hacía alusión a los bandazos pendulares del alma humana, que tiene (no lo olvidemos) entre otros oficios el de la política. De los bandazos del alma saben mucho los mediocres, en ellos se imponen siempre las pasiones sobre toda ley moral; y la democracia, con todo su republicanismo sentimental, es sin duda un régimen hecho por y para las pasiones. No solo eso: la democracia de patíbulo es territorio de bandos ¿De dónde iba a salir, si no, tanta ley deshonrosa y contraria al bien natural de los pueblos? Verbigracia la ley de memoria democrática que, con tal de apropiarse de la razón moral de la historia, decreta la profanación de las tumbas de algunos de nuestros paisanos. El consentimiento de semejante bestialidad también sirve para recordarnos la indignidad de los pueblos incapaces de defender ni siquiera a sus muertos ante la legalidad vigente.
No cabe fundamento filosófico más gangrenador que el individualismo, cuya extensión social conduce a la conciencia de clase, partido o bando. Ni tampoco cosa más corruptora del bien común que esa: el individualismo cuya máxima expresión social es la creación de bandos o partidos institucionalizados a conveniencia de los intereses particulares. El partidismo ha hecho del Estado un feudo privado, destinado a fines de bando. Los banderos actuales no tienen empacho en justificar todas las fechorías profanadoras y abortistas con ese mantra que atiende al nombre de “interés general“. Capaces parecen de hacer correr a los muertos la suerte jurídica del nasciturus y tornar la profanación un derecho constitucional.
No debería de extrañar que desde el Estado emerjan sujetos que exudan una politicidad azufrosa, capaces de legislar el desentierro de muertos a su antojo. Solo una partida de banderos resabiados podría compeler a la violación del descanso de los muertos para saciar la avidez de revancha de unos vivos muertos en vida. Se creen que la revancha les traerá la paz, ignoran que no hay paz para los revanchistas porque el revanchismo es una turbación más de nuestra concupiscencia. Esta turbación encuentra en el sentimiento individualista de partido un pretexto para apropiarse de la razón política, para someter el bien común a las pasiones de bando.
Precisamente Dios, a sabiendas de nuestro percal antropológico, puso en manos del hombre la política como un instrumento con la misión de superar la discordia de bandos, de someterlos al bien de todos los hombres mediante el sometimiento último al summum bonum. Él más que nadie sabe que la institucionalización de los bandos en partidos, su hegemonía y difusión sociológica, es el mayor pecado político porque supone la muerte del pueblo.
La política es también ciencia divina, en tanto es oficio del alma, que para encontrar su destino final ha de saber guiar sus destinos intermedios. Para dar cumplimiento a esos menesteres no hay definición de bien común más redonda que la de la Doctrina Social de la Iglesia: el bien conjunto de toda la humanidad y el de cada hombre. El sometimiento a tan pluscuamperfecta definición indica que la exhumación obligatoria por ley del cadáver de un hombre es contraria al bien del difunto, al de su familia y a la inviolabilidad post mortem del ser humano. Inaceptable regla para revanchistas, que se escudan en la razón de Estado para imponer los intereses de clase o partido. No importan las almas damnificadas, ni tampoco alfombrar el mal si con ello se sacian las pasiones partidistas. A los muertos solo los debe juzgar Dios el día del juicio final, pero como la sensatez de nuestro pueblo ha caído en desgracia, no hay nada que se resista a la desfachatez desjuiciada de los banderos.
Las sucesivas incursiones liberales en el orden político español (hasta llegar al nefasto constitucionalismo del 78) han dado al traste con la unidad española en torno al reinado social de Cristo. En su lugar, hemos dado paso a la filosofía impolítica del contencioso entre partidos y banderos. Algunos de estos sujetos, en el colmo del resabio más carroñero, han decidido aficionarse a los juicios políticos de ultratumba. Inicuos, malavenidos de la política, que pasarán a la historia ufanos por haber profanado las tumbas de sus paisanos.
La violación del descanso de los muertos solo puede acaecer en naciones donde el pueblo ha malbaratado el sentido del sumo bien. Nada bueno puede depararle a un pueblo que abandona, no ya a un dios cualquiera, sino a un Dios santo. Cuanto mayor es el bien que se abandona mayor es la ruina que se abraza y el mal que se alza contra un pueblo: hechos consumados de nuestra dura realidad nacional.
Una España anticatólica ha devenido en su política en una España sectaria, en su moral en una España degenerada, en su filosofía en una España irracional, en su sociología en una España cruel, en su intelecto en una España gregaria, en sus instituciones en una España corrompida, y en su espíritu en una España endemoniada. Todo lo debemos al último parto liberal, la democracia de bandos, ese vivero de muertos en vida que odian a los muertos con vida eterna. Pero no hay nada de qué preocuparse, porque cualquier ataque a la yugular del bien moral de nuestro pueblo, cualquier aborto constitucional, cualquier juicio de ultratumba llevado a cabo por banderos resabiados, de ahora en adelante gozará de todas las garantías democráticas.
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