«Tolkien», valor y valores
Se estrenó, fui y la vi. Me refiero a Tolkien, la película. Confieso que iba con dudas, con la típica incertidumbre de que, con los tiempos que corren, cualquier circunstancia es buena para meter baza y, de paso, filtrar corrientes, tendencias y movimientos que, en exceso, se estilan hoy día. Reconozco que la mosca andaba detrás de la oreja en la previa de los "orgullosos" fastos worldwide.
Y no es de extrañar si nos atenemos a la alocada y subvencionada semana de ostentosas exhibiciones, no exentas de indignidad, que han aparecido hasta en la sopa de la comida, la cena e, incluso, en las tostadas del desayuno dominical. Honestamente, muchas de esas escenas, por violentas o zafias, han podido ser la causa de alguna que otra indigestión. Lo digo como lo siento; lo siento como lo veo.
La marca LGTBI tenía que hacer acto de presencia aunque fuese de refilón. Es como el poder del anillo. Nada parece escapar de sus garras, de ese proyecto de ingeniería social que ha llegado para quedarse y, sin concesiones, para señalarte si vas de disidente ante sus inquisitoriales propuestas y ¿orgullosas? performances.
Volviendo a la película, intuyo, el dúo de guionistas puso su granito de arena e inoculó un elemento ficticio ajeno y desconocido en las verdaderas y exquisitas relaciones de John Ronald Reuel Tolkien. Aprovecho para anticipar que los que leemos, sentimos o escribimos poemas vamos a tener que andar con cuidado porque, en cualquier desliz (y, en plena resaca, es fácil resbalarse por calles y avenidas), podemos erigirnos en involuntarios postuladores de su causa. Vade retro. Razón: nuestro peculiar gusto por la poesía. Tiempo al tiempo.
Ni que decir tiene que alguno de esos elementos se cuela en el film, pero no voy a hacer spoiler (válgame Dios) de lo que acontece en esta versión cinematográfica y biográfica del gran literato sudafricano. Por otro lado, lo voy a tomar como una licencia poética o un obligado guiño al acrónimo antes aludido. ¡Ah! Y acepto pulpo como animal de compañía.
Por cierto, ¿he dicho "Dios"? Tal vez debería haberlo pasado por alto porque, eso sí, su mención o cualquier alusión a la religión parecen no haber tenido el peso específico que ciertamente tuvieron en la realidad del escritor. Es más, de no haber aparecido el padre Curro Morgan como mentor y guía espiritual de Tolkien, ni siquiera me habría atrevido a establecer conexión alguna con el catolicismo o su presencia vital en rutinas, acciones y obra literaria de la vida del escritor. No hay más ciego que el que no quiere ver o leer sus cartas autobiográficas.
Pero, a fuerza de ser sincero, esa dudosa sombra de la homosexualidad, lo de la licencia, que sutilmente se vislumbra en el personaje de Geoffrey Bache Smith, no consiguió menoscabar mi percepción global de la película ni mucho menos la presencia de unos valores emanados de la fe católica del protagonista, el sacerdote o su madre antes de morir.
La relación de amor con Edith Bratt, el valor, el esfuerzo, el sufrimiento, la fraternidad, la amistad, el compañerismo, la camaradería o la superación están latentes en el retrato y actos de un Nicholas Hoult que ejecuta a la perfección el rol y matices asignados a un Tolkien adolescente, primero, y en sus extraordinarias vivencias universitarias y bélicas durante sus primeros años de edad adulta. Luego, la cruenta Primera Guerra Mundial se encargaría de hacer el resto, en lo sucesivo y en su influencia en El señor de los anillos, su obra maestra y una de las mejores novelas, según el lector inglés, de la literatura anglosajona de todos los tiempos.
Y todo ello guarda, en mayor o menor medida, relación con un Tolkien que no exhibe las convicciones religiosas que jamás ocultó e, incluso, llegó a manifestar pública y literariamente. Hay orgullos que, tácitos y reservados, dignifican la condición humana; otros, no. Aunque parezca que el director o los guionistas corran un tupido velo al respecto, la fe católica tuvo gran relevancia en la vida y obra del escritor. Al César, lo que es del César; y al director y guionistas, sus licencias.
Sin embargo, parece haber un claro intento de camuflarlo, de esconderlo, una especie de blanqueo de una condición religiosa que fue santo y seña en las circunstancias más adversas del primer tercio de su vida, justo hasta el regreso de la cruel Batalla del Somme, y en su posterior y asentada vida como profesor y escritor.
El escenario bélico es propicio para mostrar lo mejor y lo peor del ser humano, como lo pudo ser la oscura e industrial Birmingham en su adolescencia, para reflejar muchos de los valores anteriormente citados y, sobre todo, reforzar y dar continuidad a nuestros actos de fe. La necesidad es la madre de las virtudes.
Y es precisamente eso lo que un delirante Tolkien divisa tras la visión de Cristo en la cruz. Entre muerte, bombardeos, demonios y delirios en el campo de batalla, el protagonismo del Crucificado es absoluto, una razón de ser y existir cuando vienen mal dadas y careces de un mentor, un guía o tu binomio, cualquiera que pueda ejercer de protector de esa vida a la que, por instinto natural, intentas aferrarte.
Así, ese gestor espiritual, encarnado en el padre Morgan, se convierte en la personificación del criterio, del sentido común y la preservación de unos valores y costumbres que, por desgracia, no escapan de multitud de detractores en la sociedad actual.
Su control de la situación es sublime; sus consejos, rectos y adecuados, según las etapas vitales de un protagonista que busca respuestas ante la ausencia de su madre, la idoneidad de sus estudios, la economía doméstica, la incorporación a filas o una relación amorosa con Edith que simboliza el verdadero amor y, al final, la alegría de tener una familia y disfrutar de ella en un ambiente idílico que nada tiene que ver con los escenarios reales del Somme o su reflejo literario en Mordor o Isengard.
Edith y ese amor sincero, también con licencias en lo referente a su exagerada intelectualidad o las relaciones con los amigos del TCBS (Tea Club, Barrovian Society), se convierten en la piedra angular del proyecto de vida de Tolkien, en su inspiración literaria y en la razón que todos y cada uno de nosotros hemos de tener cuando, en otros ámbitos y circunstancias, la vida nos depara situaciones carentes del afecto y compromiso de dos jóvenes enamorados cuyo vínculo traspasa barreras inicialmente infranqueables como la orfandad, la angustia, la separación, las diferencias ideológicas o religiosas y, finalmente, la guerra.
Es cuestión de fe, de creer en ti mismo, de explotar tus valores y fortalezas para convertirte en un experto en la evasión, en ese "escapismo" en el que Tolkien era un genio gracias a la lingüística y la mitología, el valor y los valores adquiridos o, aunque no se ajuste a la mainstream cotidiana, la inestimable ayuda de Dios.
Emilio Domínguez Díaz es profesor y doctor Europeus en Humanidades.
Otros artículos del autor
- La verdad del padre Custodio Ballester
- Tolkien: el genio vive
- Clásicos británicos: escuela de vida
- Aquel San Jorge y los nuevos dragones
- Abril: el mes más cruel
- «Sonido de libertad»: la oscuridad ha de morir
- Chesterton desde su atalaya
- Maurice Baring: amistad, divino tesoro
- Solzhenitsyn tenía razón
- Los Inklings: esperanza y fe desde el «pub»