El sonido de la libertad («Sound of freedom»)
por Eduardo Gómez
Sound of freedom [Sonido de libertad] es ante todo una película pedagógica, y sugestiva, en el contexto del tráfico de niños y las redes de pederastia. El hecho de que se hayan incrementado exponencialmente en las últimas décadas hasta mover cientos de miles de millones de dólares no puede ser más indicativo de la degradación moral que asola al mundo más intramundano que los tiempos hayan conocido, y de la necesidad de rodar esta película. El mundo es un lugar terrible para muchos niños.
Para empezar, no estamos ante una película personalista, el protagonista no ocupa el centro de la historia; y eso que Jim Caviezel en el papel del agente Ballard está formidable, pero él no es un héroe al uso. Tampoco hay malvados que destaquen de forma significativa a lo largo de la trama. El epicentro de la cinta es en todo momento la trata de niños y su rescate.
Tanto Eduardo Verástegui como Alejandro Monteverde (productor y director, respectivamente) tenían claro desde el comienzo del proyecto cinematográfico que los personalismos quedaban supeditados a la narración de una historia basada en hechos reales. Lo que hace de Sound of freedom ante todo, un arma para la exhortación social al discernimiento más humano, y una cinta plena de empatía (una de esas virtudes cotidianas del alma).
El verdadero Tim Ballard dedicó su vida a rescatar a niños vendidos para la explotación sexual y la película en ese sentido es un reflejo de su testimonio. Por cosas inescrutables del destino, el agente de la CIA Tim Ballard fue destinado a investigar los delitos sexuales contra los niños para acabar, una vez fuera del cuerpo policial, entregado en cuerpo y alma a su rescate.
No obstante, la misión siempre es más importante que el misionero. Afortunadamente, el policía interpretado por Caviezel no se parece en nada a los héroes y heroínas tribuneros que tanto conmueven a la pocilga humanitarista de Hollywood, no pertenece a los personajes de medio pelo prestos a salvar a la humanidad de algún tipejo que esboza una maldad sin el menor fundamento. Nada que ver con la moral de silicona del prohombre idolatrado por un público entusiasta, experto en salvar al mundo. El personaje de Tim Ballard tampoco opera por deformación profesional, supera la burocracia oficial y su trabajo acaba por ser solo el medio para alcanzar los fines hallados por la atenta mirada de un corazón contemplativo; es el despertar de aquella ley interior de la que tanto hablaba el cardenal John Henry Newman, la que responde en cada momento a la gran pregunta operativa de nuestras vidas: “¿Qué es lo que tenemos que hacer?“
Sound of freedom demanda la existencia de una verdad moral objetiva, denota que el bien y el mal existen, y no son algo ni mucho menos personal o contingente, sino algo sustantivo definido por unas reglas, algo que obedece a una querencia o (por contra) ausencia de discernimiento interior. La infancia no se rapta, ni se vende, ni se viola, en caso contrario estamos ante uno de los mayores males objetivos efectivamente existentes y es la conciencia de un policía íntegro la que grita por la libertad de los niños transados como esclavos sexuales.
La principal misión de la película no es ni entretener, ni escandalizar, ni pelear por una estatuilla en el fatuo día de los Oscar, sino despertar conciencias sobre uno de los crímenes más horrendos e impactantes perpetrados en la actualidad. Es precisamente en Estados Unidos donde tiene lugar el mayor consumo mundial de sexo con niños. Tal vez por eso la película de Alejandro Monteverde haya sido repudiada por la prensa palanganera de la alfombra roja. Ver nada menos que a Jim Caviezel, mártir de Hollywood, interpretando a Tim Ballard e investigando la trata de niños y las redes de pedofilia ha escocido a Hollywood y a su crítica cinetmatográfica más gregaria, más aún después de la gran acogida en taquilla.
Por más que sea denostada, Sound of freedom es una película necesaria para rescatar el amor por los niños, la existencia de una moral objetiva, y la conciencia humana como razón primaria de nuestras acciones. Qué mejor manera de concienciar del amor por los niños que mostrar la cruda realidad de muchos de ellos, qué mejor manera de reencontrarnos con la verdadera conciencia que ver como la mayor de las inocencias es traficada y destruida, qué mejor manera de volver a una ley moral objetiva y de hacer pedagogía del alma que contemplar el drama de los seres más indefensos del mundo.
La película, por su inocencia y determinación, también es eficaz en otros terrenos de los cuales se habla muy poco; la noción de libertad que desliza es una libertad entendida como liberarse del mal, o mejor aún, salvar la inocencia de los niños del enorme mal que los acecha y los destruye cada día. Nada más lejos de esa libertad soberanista, ociosa y prendada de nihilismo que es precisamente la que empuja hacia perversiones como la pedofilia. Además exhorta a resolver los males de la sociedad con un adecuado entendimiento de los fines; de poco sirve detener a traficantes y pederastas, si no se salva a los niños. Toda una lección para el bien común.
Sound of freedom es el grito que suena en la conciencia de hombres como Tim Ballard, Jim Caviezel, Alejandro Monteverde y Eduardo Verástegui. Salvar niños exige ir más lejos de cumplir con el cometido de un trabajo policial. Supone dar la vida por rescatar su inocencia despreciando las consecuencias.
Para concluir este sencillo esbozo, decir que, si bien no es una película de temática religiosa, hay algo de profético en la historia filmada. Timothy (nombre de pila del protagonista) es la traducción norteamericana de Timoteo, nombre grabado en el medallón de una niña hondureña que un día recobraría su libertad. El nombre del santo que, yendo más allá de su profesión como agente de la ley, habría de rescatarla, porque “los niños de Dios no están en venta”.
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