¿Qué puedo hacer yo?
Hemos atravesado la Cuaresma haciendo pequeños sacrificios, y al llegar a la alegría de la Pascua, hemos celebrado por todo lo alto la Resurrección del Señor. Algunos nos hemos llenado de buenos propósitos, más o menos realistas… Otros, ante la crisis del mundo y de la Iglesia, quizá aún estén pensando: “Todo muy lindo, pero… ¿qué puedo hacer yo, Señor, por ti, por tu Iglesia, por los demás?”
Lo primero es muy obvio; aunque en este mundo dominado por la tecnología y el activismo, quizá no sea tan obvio qué es lo primero: rezar. La oración es el medio más poderoso con que hemos contado los católicos a lo largo de la historia. La oración es omnipotente, lo puede todo, siempre que lo que pidamos esté de acuerdo con lo que Dios quiere y con lo que Dios entiende que es bueno para nosotros y para con los que nos rodean: no es magia, es oración… A la par de la oración mental, es buena cosa practicar la mortificación corporal, llamada por algunos “la oración de los sentidos”.
Lo segundo, es priorizar nuestra propia formación por sobre la abundante, confusa y contradictoria información. Si procuramos adquirir una mínima formación filosófica y doctrinal, podremos detectar fácilmente errores y falacias que, si careciéramos de esa formación, nos pasarían desapercibidos. Formarnos es tarea de toda la vida, porque además siempre están surgiendo nuevos problemas a los cuales es necesario aplicar los principios de siempre. Sólo así podremos distinguir su bondad o maldad moral.
Lo tercero es transmitir con audacia y alegría la doctrina católica de siempre entre nuestros amigos, familiares y compañeros de trabajo. Sobre todo, esas verdades que hoy algunos cuestionan, pero que en realidad jamás han cambiado: la doctrina sobre el matrimonio, el divorcio, las uniones libres y las uniones homosexuales; la doctrina sobre la fecundidad y la anticoncepción; la doctrina sobre el respeto a la vida y el aborto, la fecundación in vitro, la subrogación de vientres o la eutanasia; la doctrina sobre la dedicación total de los sacerdotes a su ministerio y el celibato sacerdotal, etc.
Nuestro Señor Jesucristo necesita de todos y cada uno de los que vamos en la barca de Pedro para sortear esta tormenta. Necesita que unos ayuden a que la barca deje de hacer agua, y que otros desplieguen sus velas, para que se hinchen al soplo del Espíritu Santo. San Juan Pablo II dijo alguna vez que “a nadie es lícito permanecer ocioso”… Cada uno tiene su lugar. A no esperar más, y… ¡a ocupar el lugar que nos corresponde!
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