Miércoles, 30 de octubre de 2024

Religión en Libertad

El escándalo de la Cruz

La entrada de Jesús en Jerusalén, conmemorada el Domingo de Ramos, en 'La historia más grande jamás contada' (1966), de George Stevens, con Max von Sydow como Jesucristo.
La entrada de Jesús en Jerusalén, conmemorada el Domingo de Ramos, en 'La historia más grande jamás contada' (1966), de George Stevens, con Max von Sydow como Jesucristo.

por Angélica Barragán

Opinión

El Domingo de Ramos la multitud aclama a Cristo, quien entra, montado en un borrico, triunfante a la ciudad. Unos días más tarde, el viernes de la Pasión, esa misma multitud torna las alabanzas en condenas.

¡Ah, cómo nos escandaliza la traición de la turba, que tan pronto vitorea como acusa! Sin embargo, nosotros, que decimos amar y reconocer a Jesucristo como nuestro Dios y Señor, no somos muy diferentes a la multitud que, mientras celebra al Cristo que multiplica los panes, al que cura y reconforta, se escandaliza ante el sufrimiento, la humillación y la ignominia de la cruz. No aceptamos que el Cristo de los milagros sea también el Cristo crucificado. Queremos conciliar a Cristo con el mundo en un falso cristianismo que, en lugar de abrazar la cruz, sigue los preceptos mundanos.

Por ello, promovemos una religión en la cual cabemos todos con nuestras “respetables opiniones” por absurdas e inmorales que sean. Una fe en la cual “todos somos bienvenidos” con nuestros caprichos, gustos y deseos. Una religión diluida que acepta condescendiente los pecados, pero abandona a la deriva al pecador; condenándolo, no pocas veces, a la perdición. Una fe que busca la unidad a costa de la verdad. Una religión que rechaza la inmutabilidad de la doctrina, las perennes tradiciones y la solemnidad y la belleza de la liturgia.

Desafortunadamente, muchos católicos hemos creado un dios a la medida de nuestro deseo que no demanda, propone; no enseña, da su opinión; no juzga, acepta todo. De ahí, que estemos convencidos de llegar al cielo sin necesidad de elegir entre agradar al mundo o agradar a Dios. Así, con la ingenuidad del católico aburguesado, creemos poder vivir cómodamente en la ciudad del hombre para luego gozar de una eternidad en la ciudad celestial. Hemos despojado a Cristo de Su cruz olvidando que los modos y creencias del mundo son contrarios a Cristo, pues la ciudad del hombre se empeña, en su soberbia, en subordinar la ley de Dios a los deseos y caprichos del César. Por ello, pregonamos un cristianismo sin cruz, una religión sin dogmas y una fraternidad sin un padre común.

Ante la cruenta e ignominiosa imagen de la Cruz, la mayoría deserta. El abandono, la negación y hasta la traición nos caracteriza a quienes prometimos ser leales y valientes soldados de Cristo. Queremos creer que podemos ser cristianos sin cruz, ni dogmas, ni mandamientos. Y mientras, los enemigos de Cristo combaten en todos los frentes y han invadido e infiltrado hasta las más respetables instituciones; nosotros, haciendo alarde de un irenismo tan ingenuo como vergonzoso nos proponemos a hacer las paces con los enemigos de Cristo con tal de que nos dejen vivir en paz y por supuesto, confortablemente.

Ya no solo rechazamos la cruz, rechazamos las espinas, la más pequeña astilla y todo lo que represente la más mínima incomodidad. Curiosamente, nuestra debilidad y tibieza ha engrandecido a los enemigos de Cristo quienes, actualmente, han cambiado el martirio de sangre por el incruento martirio blanco al que buscan despojar de toda aura de heroísmo. Así, en muchos lugares de Occidente el ser fiel a Cristo se condena como delito de odio. Aún no cuesta la vida, pero sí la carrera profesional; no se sufren torturas físicas, pero sí burlas, descalificaciones, cancelaciones y sanciones. Además, se empieza a entrever la posibilidad de ir a prisión. Por ello, es tiempo de preguntarnos: ¿qué estamos dispuestos a padecer por Cristo?

El camino al calvario es inevitable en esta vida. La disyuntiva que tenemos es si subimos al calvario acompañando a Cristo o caminamos como simples espectadores; si tomamos nuestra cruz, como el Cirineo, o insultamos como la muchedumbre; si buscamos consolar, como la Verónica, o pegamos latigazos junto con los soldados; si permanecemos al pie de la Cruz, como San Juan, o nos repartimos las vestiduras al igual que los oficiales; si aceptamos Su voluntad hasta el final, como la Virgen María, o gritamos que nos baje de la Cruz como Gestas.

Estamos con Cristo o contra Cristo, Quien, a diferencia de nosotros, no buscó sufrir lo menos posible. Por el contrario, no se ahorró sufrimiento físico ni psíquico alguno, pues fue despojado y vejado, torturado y abandonado, crucificado y calumniado. La Pasión de Cristo fue tan brutal, cruel y violenta como lo son nuestros pecados. Por ello, evitamos mirar a Cristo crucificado, pues sus sufrimientos evocan nuestras más terribles iniquidades. Además, ¿cómo podríamos continuar ofendiéndole, al verlo por nosotros crucificado?

Pidamos a Cristo que, en lugar de escandalizarnos ante Su cruz, nos conceda la humildad del Buen Ladrón que fue capaz de reconocerlo precisamente cuando el mundo más le despreciaba y hacía escarnio de Él. Abracemos con fortaleza y esperanza la cruz o las múltiples cruces que nos corresponda llevar. ¿Cómo puede ser estéril el sufrimiento del cristiano cuando una muerte de Cruz fue la que nos abrió la gloria? Si la Cruz fue la llave con la que Cristo nos abrió el cielo, después de su muerte la dejó como escalera para ascender hasta Él. Recordemos que, como nos dice Santa Teresa, “la medida del poder llevar una cruz grande o pequeña es el amor.”

“Oh Cruz fiel, el más noble de los árboles; ningún bosque produjo otro igual en hoja, ni en flor, ni en fruto. ¡Oh dulce leño, dulces clavos los que sostuvieron tan dulce peso! Canta, lengua, la victoria del más glorioso combate, y celebra el noble triunfo de la Cruz, y cómo el Redentor del mundo venció inmolado en ella" (himno 'Crux Fidelis').

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