José Antonio Sayés, baluarte y difusor de la Fe
Si algo define la figura del sacerdote y teólogo navarro (de Peralta) José Antonio Sayés es haber sido baluarte y difusor de la fe durante toda su vida, tanto en los altos niveles académicos de la Teología como en su acción pastoral con todo tipo de público, particularmente con jóvenes, a quienes se dedicaba con pasión en cuerpo y alma, mediante sus tandas de Ejercicios y sus campamentos de grandes marchas por la montaña. Allí enseñaba a los chicos y chicas de edad temprana a amar a Dios en medio de la belleza, reflejo del esplendor divino. Y con él, tantísimos de ellos cambiaron de rumbo en sus vidas, tras conocer y experimentar el amor de Dios, gracias a su trabajo.
Yo mismo he de confesar que tuve una profunda conversión a la fe con 18 años (ahora paso de los 50) tras asistir a uno de sus retiros, en el que fue capaz de resolver todas nuestras típicas dudas. Por eso, le considero mi padre espiritual en la fe. Sirvan estas líneas como sentido agradecimiento y homenaje.
Don José Antonio Sayés ha sido uno de los teólogos españoles más importantes del post-Concilio Vaticano II, tanto a nivel nacional como, diría también, a nivel internacional, donde era conocido y reconocido. En sus tiempos de buena salud, todos los años pasaba un par de meses en Roma y no era extraño que desde la misma Santa Sede le encargaran algún informe teológico; recuerdo cómo en cierta ocasión, me enseñó, no sin legítimo orgullo, que el cardenal Ratzinger (luego Papa Benedicto XVI) le citaba en su obra Il Dio vicino [El Dios cercano]; tenía amistad con el cardenal de Viena, Christoph Schönborn, con quien colaboró en la redacción del Catecismo de la Iglesia Católica. Casi nada. Era reclamado como profesor de Teología en Nueva York, Brasil... y tantísimos lugares.
Durante años impartió clase en la Facultad de Teología del Norte de España (con sede en Burgos); antes, también en el Seminario de Toledo, donde conoció a monseñor Munilla, hasta hace poco obispo de San Sebastián y ahora obispo de Orihuela-Alicante, a quien dirigió su tesina de licenciatura hecha en Burgos. Sus conferencias, cursos, etc. se han extendido por todo el orbe.
El mismo día de su fallecimiento, el mencionado monseñor Munilla le calificó como "león con corazón de niño". Sí, era un león bien armado y preparado para el combate, de manera muy especial cuando detectaba, aquí y allá, doctrinas contrarias a la fe de la Iglesia, que procuraba contrarrestar con argumentos. (Sufría mucho con el disenso o la indisciplina frente al Magisterio eclesiástico. Esa pasión por el Magisterio es una de las herencias que me transmitió a mí y que he heredado de él con sumo agradecimiento.) Porque otra de las grandes cualidades del padre Sayés era saber armonizar la fe y la razón de un modo admirable: así se refleja en sus innumerables charlas (muchas de ellas grabadas), artículos y libros.
Él mismo contaba cómo un seminarista le decía: "Mire, yo pongo la fe, la ilusión, pero usted, por favor, déme certezas". Y por supuesto que las daba. Con contundencia, según su estilo. Como león rugiente, "se peleó" dialéctica y teológicamente con no pocos teólogos de fama o de moda, pero que consideraba contenían errores de fe, cuando no herejías o ambigüedades en sus postulados. Se atrevió a escribir de modo crítico contra Karl Rahner, uno de los teólogos más importantes (si no el que más) del siglo XX. Sayés, en su esencia, era un auténtico "animal teológico".
Y tenía "corazón de niño", en definición ya comentada de monseñor Munilla. Sí, bastante, porque reía con facilidad y su sentido del humor se prodigaba, particularmente, en las conferencias o en el tú a tú personal, casi de modo infantil. También se enfadaba, no lo vamos a negar, como se enfadan de rabieta los niños. No era perfecto. Tenía su carácter. Pero, por encima de todo, nos queda de él el testimonio de una vida entregada al servicio de la verdad, de la fe y de la Iglesia (sus grandes pasiones), combatiendo con ardor lo que estimaba como error, en un continuo trabajo apologético en defensa de la fe católica verdadera.
No podemos olvidar tampoco su estupendo y fructífero trabajo como sacerdote, gracias al cual un número incalculable de personas ha orientado su vida por caminos de piedad y profunda vida cristiana. La influencia grande y benéfica del padre Sayés en tantos de nosotros ha sido incuestionable: una vida entregada, una vida apasionada (con sus grandes virtudes y algunos defectos), una vida que ha merecido la pena, que ha tenido sentido, que ha sido útil y que ha dejado poso. Tanto es así que, quizá, aún dé más fruto después de su fallecimiento, según aquello del Evangelio: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto" (Juan 12, 24). Como decía al principio, una vida, en definitiva, dedicada a ser, en todos los ámbitos de la Iglesia, baluarte, defensor y difusor firme de la fe. Descanse en paz nuestro amigo.