Las lágrimas de la ELA
por Eduardo Gómez
El rey Salomón pidió a Dios el don del discernimiento para distinguir entre el bien y el mal y gobernar así con justicia a su pueblo, por ello le fue concedido un corazón sabio. El bien común político ya había sido revelado por Dios antes de que lo estudiara Aristóteles, indagara en él Santo Tomás y lo perfeccionara la doctrina social de la Iglesia.
Toda política parte de un corazón sabio y la sabiduría es de prescripción divina. Afirmación en armonía con la tradición aristotélico-tomista: el bien común no solo es superior al individual sino que -decía el Aquinate- es más divino porque muestra mayor parecido a Dios, que es la última causa de todo bien. Por complicado que parezca el terreno objeto de estudio, el Catecismo de la Iglesia Católica tampoco da lugar a dudas sobre la objetividad del bien común: “El bien de todas las personas y de toda persona“. Para mayor precisión, el bien común político se refiere a “la dimensión social y en comunidad del bien moral“.
Pero la secularización emancipó al Estado de toda objetivización del bien común, para imponer de seguido su propia razón. Sus gerifaltes se escudan con todas las audacias jurídicas en el Estado de Derecho, ese éter al amparo del cual los partidos en el poder dictan sentencia sobre las demandas sociales que harán fortuna. El caso de los enfermos de ELA es estupefactante: hombres y mujeres abandonados a su suerte por un gobierno que tiene paralizada y archivada la ley que les mantendría con vida. La caridad estatal no tiene prisa para con los enfermos de ELA. Ellos padecen las atroces consecuencias de la subversión del bien común, usurpado por el sistema de partidos bajo el mantra de “lo público“, y la propaganda de lo notorio. Fuera del espectro estatal, el necesitado que no es público y notorio no existe, se limita a vivir un calvario invisible si no pertenece a las jaurías democráticas cuyo escaño vale su peso en oro.
A los enfermos de ELA el Estado les ofrece gratuitamente la eutanasia, o sea, un sicario para mandarles al panteón y ahorrarles la necesidad de cuidados asistenciales. Total, una vez que reciban el golpe de gracia ya no los van a necesitar. En la más absoluta desolación, los pacientes de ELA contemplan estupefactos como “lo público“ a día de hoy es privativo de grupúsculos sociológicos cuya causa tiene licencia de razón de Estado y dinero a mansalva .
Sepultado el bien común hasta nueva orden, enterrado vivo (porque nunca muere), lo privativo de cada hombre se reduce a lo particular, lo particular ocupa el lugar de lo privado, y lo privado se hace público a conveniencia del Estado de partidos (esa maquinaria de poder que solo sirve a sus gerifaltes). De este modo, el aparente bien común (lo público y notorio) lo ostentan los grupos de interés; grupos de sujetos unidos por un interés particular que impelen al Estado a la imposición de sus apetencias emancipadoras. Lo que queda es un pueblo segmentado y fragmentado por causas particulares que adquirirán el status de razón de Estado si reportan beneficios electorales. Eso sí, ante la mirada atónita de los enfermos de ELA, desahuciados y archivados hasta nueva orden.
Los más infames protagonistas del engendro asocial son los partidos autodenominados progresistas, que adolecen de la estúpida desfachatez de pensarse el colectivo Robin Hood para toda la humanidad. Pero la desatención a los enfermos de ELA revela: en primer lugar, un crimen de Estado por omisión de socorro a unas personas completamente desvalidas; y en segundo lugar que los progresistas (ese partido que la historia más propagandística proclama colectivo Robin Hood), no ampara a los menesterosos, sino a jaurías sufragadas, en última instancia, con el sudor del pueblo llano. Por algo decía Ramiro de Maeztu que la democracia había hecho del Estado servicio un Estado botín; como la democracia vigente se basa en la voluntad del gentío, lo único necesario para perpetuarse al frente del Estado es escarbar en el pecado original, corromper a los hombres y, una vez fragmentados en jauría, comprar sus voluntades.
Toda esta hecatombe del bien político se la debemos a los ilusos revolucionarios que pensaron que la igualdad esencial de todos los hombres, de raíz cristiana, consistía en la esencialización de la igualdad hasta que todo el mundo tuviera las mismas oportunidades de casarse, procrear, amamantar, gobernar, ser Salomón, o tener sus mismas gónadas. Ese romanticismo envilecedor no deja entrever que ni la oportunidad será jamás igual para todos, ni la igualdad es siempre oportuna; da fe de ello la diversidad de talentos con que Dios hizo a los hombres.
No hay cosa más democrática que pesar la dignidad humana según los escaños. En consecuencia, el Estado de partidos se sostiene con el voto útil de todas las fieras a las que alimenta opíparamente con el sudor de un pueblo llano saqueado. Toda una antítesis del bien común aristotélico en el sentido de anteponer algunas partes al todo, o lo que es lo mismo, de anteponer los sujetos alineados en grupúsculos de interés al bien de la vieja polis. Las lágrimas de la ELA son las de un pueblo que urge a la restauración del bien común y a volver a escuchar la voz del Dios de Salomón, gobernante incomparable al lado de todas las nulidades parlamentarias que nos han tocado en suerte.
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