La sinodalidad del sínodo
por Eduardo Gómez
“La verdad es una e idéntica, al paso que las opiniones de los hombres son múltiples y contradictorias“ decía Vladimir Solovief, teólogo de gran fuste. En una gran exégesis, Solovief expone que para que un concilio (o sínodo) sea conforme a la verdad existe un acto determinante y es el de un solo hombre, aquel que toma el testigo de Simón bar Jona (Cefas). El razonamiento es sencillo: la piedra de la Iglesia de Cristo se forma sobre la revelación a un hombre y no sobre la discusión entre muchos. La base del primado de Pedro está en la “profesión infalible de la verdad“ que precede (cfr. Mt 16, 16-18) al nombramiento formal por parte de Jesucristo.
La Iglesia es una sociedad perfecta como cuerpo místico de Cristo que es, y se inaugura con la profesión infalible de fe de un solo hombre. Además Dios (padre) es monárquico hasta el infinito pero no teócrata, por eso ha permitido para su grey un régimen de gobierno tan bien aquilatado; una sabia aleación entre monarquía y aristocracia. El gobierno de un solo hombre flanqueado por los aristos o virtuosos. De ahí parte el sentido funcional y válido del sínodo; una asamblea aristocrática de obispos que todo lo más que pueden hacer es aconsejar al Papa y fortalecer la doctrina de la Iglesia sin alterarla un ápice.
En la actualidad, el sínodo ha cobrado el cariz revolucionario de acción asamblearia bajo el eslogan “caminar juntos“. La unidad por la unidad, que parece aspirar a reemplazar sacrílegamente la primacía petrina, en lugar de la unión recíproca de los que se unen, que para el caso de la Iglesia católica es la adhesión irrevocable al mandato de Cristo de una humanidad que se sabe muy imperfecta.
El sínodo de la sinodalidad es una dialéctica impregnada de logomaquia que mete a la Iglesia en un berenjenal dogmático y político del que nada bueno puede salir. A pesar de que el Papa recientemente haya puesto sobre aviso que a nadie se le ocurra utilizar el sínodo para pretensiones ideológicas ni rupturas con la Tradición, lo cierto es que se está transitando un camino inquietante, dados los frentes abiertos por la clerigalla reformista del camino sinodal.
Afortunadamente todavía quedan prelados con los ojos bien abiertos. Comenzando el sínodo, el arzobispo de Riga puso las cosas en su lugar a la hora de terciar en el asunto de las bendiciones de parejas homosexuales. Monseñor Stankevic sentaba que las personas con tendencia homosexual debían ser bendecidas y acogidas siempre que decidieran vivir en castidad. Proponía un amor a las personas con tendencia homosexual pero siempre desde la obediencia a la ley divina: “El verdadero amor no es separable de la verdad, en caso contrario reina el permisivismo”. Sin ánimo de glosar a monseñor, lo que mantiene al cristiano en la verdad es iluminar el corazón con la luz del Evangelio, lo contrario sin duda es la interpretación del Evangelio desde el sentimentalismo naturalista de Rousseau, so pretexto de haber visto deambular al Espíritu Santo en cualquier parte.
Uno de los grandes milagros de Jesucristo fue la producción de una grey única e inimitable, ovejas con visión de águila e inteligencia de serpiente. La intervención de monseñor Stankevic fue todo un dictum pletórico de teología y filosofía. Una contemplación tanto desde lo alto, como desde la periferia. Un acto de gran luminosidad en medio de la turbiedad del sínodo sinodal.
Una de las cosas más preocupantes de la Iglesia reciente (a la que poco se presta atención) es su incomprensión de la política y del gobierno de las cosas. Enseñan grandes egregios en la materia, como don Dalmacio Negro, que el fundamento de la política siempre es metapolítico. En la Iglesia católica gobierna y manda el Papa por designio divino; el gobierno se conforma personal e inalterable. Justo lo opuesto al Estado y las democracias, que no constituyen más que la despersonalización del poder (cuando no su apropiación ilegítima) y que tanto gustan a la clerigalla reformista sinodal.
Ojalá la Iglesia de Roma evite a toda costa su democratización, que es exactamente la trampa sinodal; y que podría conducir a males mayores como la desdogmatización, una vez consumada la mundanizacion política y doctrinal.
En analogía a lo enseñado por Dalmacio Negro y otros tratadistas de la política, el poder petrino dado al Papa no es político, sino que tiene un fundamento metapolítico, y lo metapolítico nos adentra en la legitimidad de dicho poder: un poder cuya raíz es de origen divino, y su forma monárquica fue así concebida por el fundador de la Iglesia para mantener al pueblo de Dios fiel a la Verdad revelada en todo momento. En todo caso, el régimen de monarquía electiva, los concilios, los sínodos, y más aún las sinodalidades varias de la clerigalla reformista, quedan por completo sometidas al fundamento metapolítico. Nada de lo que se acuerde en un sínodo tiene la menor validez si no está sometido en rigor a la raíz y forma divinas del primado de Pedro. Mientras Cristo es el fundamento místico o religioso de la Iglesia, el poder monárquico del Papa es el fundamento social. Ambos irrevocables.
El gran Solovief nos recuerda que ya desde los tiempos de San León Magno se instituye definitivamente el deber del Papa “de conservar intacta la fe católica, amputando las disensiones, de advertir con su autoridad a los defensores del error y de fortificar a aquellos cuya fe es probada“. Cualquier distanciamiento doctrinal de las Sagradas Escrituras o de la autoridad del poder petrino es en origen ilegítimo. No hay discusión. Este fundamento metapolítico de origen religioso es de una obviedad práctica tan palmaria que desmantela la sinodalidad del sínodo sinodal y toda la logomaquia utilizada por los que en ocasiones creen ver al Espíritu Santo vestido del carnaval más mundano.
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