Tenemos el ciento por uno
por Julián Carrón
El centenario del nacimiento de Giussani no es una cuestión formal. Es una ocasión para constatar cómo sigue siendo verdad el ciento por uno que hemos recibido siguiéndole. Para poder contar lo que ha significado para mí he tenido que volver a recordar lo que significó el céntuplo para don Giussani. Todo lo que tengo que contar es lo que aprendí siguiendo lo que vi que le sucedía a él. Desde que lo conocí quise aprenderlo. Entonces no había internet ni había todas las herramientas que tenemos ahora para percibir su forma de ser, su forma de entrar en lo real. Siempre me llamó la atención esta frase que repetíamos: «La educación es la comunicación de sí mismo». Don Giussani nos comunicaba lo que le ocurría a través de la comunicación de sí mismo, es decir, de su modo de vivir la realidad. Por eso, desde el principio, no quise otra cosa que identificarme con él, viendo cómo era, en las distintas situaciones que tuvo que afrontar, y sobre todo, en los momentos sustanciales de su vida, cuando encaraba la realidad. Giussani dijo que la historia lo era todo para él, aprendió de la historia que vivió. Y esta historia tiene dos momentos cruciales.
Solidez del sentimiento humano
«Cuando tenía 13 años, estudié de memoria toda la producción poética de Leopardi, porque el tema planteado parecía oscurecer todos los demás, se imponía. Durante un mes sólo estudié a Leopardi, el compañero más sugestivo de mi itinerario religioso» -cuenta-. Siempre me ha llamado la atención esta observación de Giussani. Me ha llamado la atención que encontrara en Leopardi, en la vibración humana de Leopardi, un compañero tan decisivo para su vida. ¿Qué tipo de afinidad vio en él para que fuera tan crucial a sus ojos? Es difícil encontrar un día de su vida en el que no haya mencionado algo de Leopardi. Así que no veo otra razón que el hecho de que Giussani compartía lo que Leopardi llama “la solidez del sentimiento humano”. La interpreta como la experiencia sólidamente religiosa.
Cuando percibí esto, descubrí una afinidad con Giussani y con Leopardi. No sé por qué, pero Giussani fue el que más expresó mi vibración humana. Lo he dicho muchas veces: esta lealtad a mi humanidad me salvó la vida. Porque para él, lo humano era esa perfección de la naturaleza que se expresa como ‘expectativa de’; ‘anhelo de’. De ahí nace lo que solemos llamar sentido religioso. Esta humanidad es única, no tiene comparación con nada. Sólo hay que ver cómo hablaba de lo humano, del yo, de la irreductibilidad del yo. Para él, la soberanía del sentimiento humano, la percepción de lo humano, era decisiva porque servía de criterio para compararse con todo en la vida.
Y esto nos lo dijo de muchas maneras. Hemos escuchado una frase que repetía a menudo, un frase de 1998: «Al principio no empezaba ningún gesto del movimiento o de Gioventù Studentesca (el grupo juvenil de Comunión y Liberación) sin mencionar esta frase de Jesús: ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo?”. Que al principio siempre empezara con esto significa que en Leopardi había identificado una fibra íntima de la personalidad con la que Dios nos hizo: nos hizo con una exigencia total de plenitud, de felicidad, con una nostalgia de algo más. Esta autoconciencia es el sentimiento de irreductibilidad del yo. Esto se puede decir de vez en cuando. Pero él se quejaba de que hacía mucho tiempo que no veía en nuestros gestos esta autoconciencia en acción. Muchas veces son cosas que casi podemos dar por sentadas. Las conocemos. Pero no se pueden dar por sabidas.
¿Sabéis cuándo se ve si tenemos esta autoconciencia? Cuando la vida es apremiante, cuando las cosas se complican y parece que todo es igual. Y cuando es así quiere decir que la percepción de uno mismo como algo irreductible, como algo único e inconmensurable puede ser sustituida por cualquier otra cosa. Pero el corazón no puede llenarse con cualquiera de nuestras paranoias, de nuestras imágenes o de nuestros proyectos. Basta que uno piense a quién ama, con quién vive, con quien se mira a sí mismo con un mínimo de ternura atenta.
Una humanidad necesaria
Giussani nos advierte: cuidado, que la novedad en la vida es proporcional a la maduración de esta conciencia de uno mismo, de este sentimiento de uno mismo, de esta mirada y gusto por uno mismo. Pero ¿por qué insiste tanto? Nunca habla sin que esto esté presente. No solo porque use ciertas palabras. Esta autoconciencia está en la forma en que cuenta todo, en la forma en que habla de todo, en la forma en que observa todo. La percepción de nuestra irreductibilidad es decisiva para comprender la respuesta a nuestra necesidad de felicidad, a nuestra nostalgia. ¿Por qué esa percepción es tan decisiva para comprender? Como nos dijo don Giussani, citando a Niebuhr: “No hay nada más absurdo que la respuesta a una pregunta no planteada”. Y en esto no se rinde, se ve en el primer capítulo de El sentido religioso, como al principio de Los orígenes de la pretensión cristiana. Comienza así: «No sería posible apreciar plenamente qué significa Jesucristo si antes no apreciáramos bien la naturaleza del dinamismo que hace del hombre un hombre. Cristo se presenta, en efecto, como respuesta a lo que soy 'yo', y sólo tomar conciencia atenta y también tierna y apasionada de mí mismo puede abrirme de par en par y disponerme para reconocer, admirar, agradecer y vivir a Cristo”. Y termina con una frase escalofriante: «Sin esta conciencia de uno mismo, Cristo se convierte en un puro nombre». Podemos repetirlo devotamente, religiosamente, pero es un puro nombre. Giussani, sin embargo, cuenta cómo lo que le asombró en un momento dado fue descubrir en su interior que Jesús era una presencia. Si no entendemos lo que significó para Giussani la relación entre su humanidad y Cristo, al final se convierten en dos vías paralelas que nunca se encuentran. El yo se reduce porque no tiene enfrente una presencia que le haga salir de su letargo. Y Cristo tiene enfrente a un yo que no le necesita.
A menudo el problema no es tanto la palabra «Jesús» que podemos decir religiosamente. El problema es cuántas personas hay que, en la vida cotidiana, tienen el sentido del misterio de su proprio ser. No creo que pase casi ningún día sin que me sorprenda de esta percepción que Giussani tiene de sí mismo. Cuando uno lo tiene tan claro es porque Dios nos hizo así. Pero luego vence en nosotros la distracción, y todo nos importa un bledo, vivimos en la superficie.
Ver la falta de percepción del yo como misterio es una de las cosas más impactantes. Está relacionada con la capacidad de vibración: la piedra no puede conmoverse por la belleza de las montañas. Para conmoverse con la belleza de algo se necesita un yo, se necesita algo que pueda vibrar. Puedo estar frente a la belleza de las montañas, de algo sorprendente y vibrar. Mientras que otra persona sigue siendo una piedra. Se puede hablar de la vibración, pero si no ocurre esta vibración es un mero nombre. Esa es una de las cosas que me conquistó. Yo, que no tuve la suerte de leer a Leopardi y ni siquiera sabía que existía antes de conocer el movimiento, percibí que en mi humanidad había algo de esa vibración. Y entonces tomé conciencia de lo que hablaba don Giussani. Siempre tuve esta nostalgia, desde que era niño.
Lo que dice Giusani en Los orígenes de la pretensión cristiana es concluyente: es el corazón del hombre el que juzga la presencia de Jesús, presencia que luego continúa y persiste en la vida de la Iglesia. Y así como la Iglesia no puede hacer trampas al proponer algo al hombre - porque si no corresponde se percibe- del mismo modo el hombre no puede hacer trampas. O todo se apoya en esto o todo se derrumba, porque todo se vuelve formal. Esta es la ontología del yo en la que se revela la ontología de Jesús.
Una presencia que responde
Por eso, cuando la presencia de Jesús se revela a Giussani como una presencia que responde, que corresponde a su humanidad, a su experiencia y a la sublimidad de su sentimiento, lo describe como «el hermoso día». Giussani lo explica así: para mí todo sucedió como la sorpresa de un hermoso día, cuando un profesor del primer año de bachillerato, yo tenía 15 años, leyó y explicó la primera página del Evangelio de San Juan. Entonces era obligatorio leer esta página al final de cada misa -los que somos un poco mayores lo sabemos, los jóvenes llegaron cuando ya no se hacía-. Lo había oído miles de veces, pero no se había convertido en experiencia. Pero aquel día mi maestro dijo: ‘La Palabra de Dios, aquello en lo que todo consiste, se hizo carne’. Lo que significa que la belleza se hizo carne, la bondad se hizo carne, la justicia se hizo carne, el amor, la verdad, la vida se hicieron carne”.
Podemos haber repetido estas frases, tal y como le pasó a él, un millón de veces. Y nos puede pasar lo mismo que le sucedía a él: oía el evangelio de Juan cada vez que iba a misa y no pasaba nada. Así que podemos tener todas las palabras sacrosantas, pero pueden no ser un acontecimiento. Una palabra se convierte verdaderamente en un acontecimiento cuando es percibida, pronunciada con intensidad y encuentra en la persona que escucha -como él escuchó aquel día- una humanidad capaz de interceptar el alcance de lo que le está sucediendo. Sin esto, la vida va por un lado y el cristianismo por otro. Esta es la razón por la que muchas veces el cristianismo ya no interesa a nadie. Algo se hace interesante para la vida si tiene que ver con la necesidad de plenitud y con el anhelo que hay dentro de mí.
Esto pasa con todo. Recuerdo que hace unos meses fui a una cena con unos amigos y allí había una chica que estaba comprometida con uno de los hijos y dijo: “Yo había recibido una maravillosa introducción a Dante en el instituto. Creía que lo había entendido, pero en un momento dado me di cuenta -ahora que estoy en la universidad- de que me pasa algo cuando leo a Dante que antes no me pasaba. Ahora tengo que detenerme ante ciertas palabras y expresiones porque me atrapan más”. No es que las palabras hayan cambiado, son las mismas que antes, pero ¿qué es lo que marca la diferencia? Que algo faltaba en su humanidad, esas palabras no se encontraban con una humanidad capaz de entenderlas, capaz de percibirlas en toda su profundidad. Nos sucede no sólo con un texto literario, o con el hombre Jesús. Nos sucede también en el diálogo con los demás. Solía hacer esta comparación a los chicos cuando daba clase: si tienes una preocupación, o estás confundido y no sabes dónde acudir, si no puedes salir de un atolladero, buscas a alguien que te ayude. Y no le cuentas a la primera persona que pasa por la calle tus cosas más íntimas. Buscas a alguien que sepa captar lo que dices, que tenga sensibilidad, que te quiera, que sea discreto, que te entienda de verdad. Después de identificar a una persona de entre todas las que conoces, te pones a hablar un día con ella. Estas hablando y, en un momento determinado, te paras para comprobar si está entendiendo algo y le preguntas: “¿Me entiendes?”. Y ves, por lo que te contesta, que no entiende nada.
No es que esa persona no tenga ganas de entender, no es que no esté abierto, no es que no te quiera. Pero todo esto no es suficiente para que te sientas comprendido. Para que uno se sienta comprendido tiene que haber una humanidad que sea capaz de entender algo de lo que le estás contando. Si no tiene esa humanidad, será abierto, bueno, simpático, ¡pero no te entenderá! Será muy inteligente, pero no te entenderá. Si lo humano falta en la conversación, se convierte en un diálogo de sordos. Al final le dices: “Gracias por tu disponibilidad, lo dejamos aquí”. Si no tiene esa humanidad, las relaciones se secan, porque la otra persona no se siente comprendida, o sólo se siente comprendida superficialmente.
Por eso, dice Giussani, “a partir de ese momento, de ese hermoso día mi vida fue literalmente aferrada por Cristo; ya fuera como recuerdo que golpeaba persistentemente mi pensamiento, ya fuera como estímulo para valorar la banalidad cotidiana”. No todo es lo mismo. Uno puede seguir equivocándose, pero ya no se confunde con lo que corresponde y lo que no. La correspondencia no tiene nada que ver con el hecho de equivocarse, como muchas veces pensamos: uno puede estar equivocado, pero no confundido. “Desde entonces el instante dejó de ser banal para mí. No todo era igual. Todo lo que era bello, atractivo, fascinante, encontraba su razón de ser en ese pasaje”, dice don Giussani.
Aquí don Giussani documenta lo que ve, que es lo que dijo Leopardi en el himno A su mujer. En ese instante pensó, después de escuchar a su profesor, que Leopardi mendigaba, 1800 años después, el acontecimiento que había ocurrido. El Verbo se hizo carne: eso es lo que deseaba Leopardi. Que esa Belleza con B mayúscula pudiese volverse sensible, carnal. De ahí este encuentro entre una humanidad y una Presencia. Esta es la única manera de conocer verdaderamente el cristianismo. Pero una palabra, como Jesús, sin lo humano, se queda en puro nombre.
Me devolvió a Cristo
Sólo cuando conocí a Giussani me di cuenta realmente de la diferencia por el modo en que me devolvió a Cristo. Recuerdo que cuando hacía los ejercicios espirituales en el seminario, una noche estaba tan absorto en el relato del evangelio de Juan y Andrés que me acosté a las dos de la mañana. Pero todo aquello no fue más que un pálido reflejo de un acontecimiento como el que me ocurrió. Me encontré con un acontecimiento, no simplemente como mi propio intento de identificación. Es la diferencia entre emocionarse con un poema de amor y enamorarse. Si esto no hubiera ocurrido, Cristo sería para mí una palabra. Un objeto de frases teológicas que repetiría mecánicamente. O, en el mejor de los casos, la llamada a una afectividad piadosa y genérica. Pero de ahí a decir “Cristo es mi vida” hay un abismo. Cuando conocí a don Giussani, la naturaleza de mi naturaleza, la naturaleza misma de mi nostalgia surgió ante mis ojos y empecé a adivinar cuál es la verdadera novedad que introduce Cristo. Había aprendido palabras (sobre Cristo) en el seminario desde que era niño. Esas palabras adquirían en Giussani una fuerza y una intensidad que nunca había visto.
Para mí, Jesús habría seguido siendo un objeto de devoción como para otros que han convivido conmigo durante muchos años en el seminario. Pero el encuentro con Giussani fue realmente algo revolucionario.
Esto es fundamental porque nos sirve cuando vemos cómo la cuestión humana empieza a surgir en mucha gente. Podemos mencionar la exposición del Meeting de Rimini 2021 Vivir sin miedo en la era de la incertidumbre y la famosa canción de Lady Gaga: «Dime una cosa, ¿eres feliz en este mundo moderno o necesitas algo más?». Una canción que, según explicó ella misma, trata de no quedarse en la superficie. Cuenta la relación entre dos amantes que intentan profundizar en las cosas y alejarse de la superficialidad con la que solemos vivir.
Ya hemos citado en otras ocasiones a Houellebecq. El escritor ha intentado todo para tratar de responder a su nostalgia. Ha intentado por todos los medios dejar de sentir la necesidad de algo que le diera una respuesta satisfactoria: «Me resulta doloroso admitir que he sentido cada vez más el deseo de ser amado. Un poco de reflexión me convenció de lo absurdo de tal sueño: la vida es limitada y el perdón imposible. Pero la reflexión no podía hacer nada al respecto». Esto es lo que Giussani dice de Leopardi, esto es lo que cada uno puede reconocer en su propia humanidad. Está tan profundamente arraigado que «mi reflexión no pudo hacer nada al respecto, el deseo persistía y debo confesar que persiste hasta hoy».
Si el Cristianismo se propone simplemente como discurso, simplemente como ética, como ritual, y no como la posibilidad de un encuentro, a estas personas nunca les interesará aunque la cuestión humana esté muy viva. Lo vi en un encuentro que tuve en Brescia en el que conocí a un chico de la cooperativa Pinocho. Estaba allí porque se recuperaba de una adicción. Dio un testimonio espléndido. No hay ninguna situación perdida, por complicada que sea, si uno está disponible y deja una grieta por la que pueda entrar la luz. Las personas con las que se encontró le ayudaron a entender que lo que consideraba un problema, su humanidad, era en realidad lo más valioso: «Me di cuenta de algo muy simple pero impactante: buscaba, en la vida, simplemente una satisfacción, una realización, es decir, la felicidad». Se veía emerger una humanidad. La cuestión entonces no es si podía dejar de tomar drogas. El moralismo no resolverá el problema. El problema es si podía tener una vida que estuviese a la altura del deseo del corazón. El problema era que estimara su vida de tal manera que pudiera encontrar lo que era. Porque el yo, como todos hemos visto en la Escuela de Comunidad, el yo está sediento, sediento de Él. Lo humano tiene sed de Dios. Sin esta sed, todo sería una nada opaca, oscura, indigesta. El ser está hecho para este infinito, es relación con el infinito, con algo más allá de todos los límites. El ser es todo, Él lo es todo. Precisamente por esta sed, Dios se hizo carne. Precisamente para documentar lo que puede ser la vida humana.
“Jesús es el primer hombre con la conciencia adecuada y perfecta de que todo su contenido humano consiste en la presencia del Padre“ (Dar la vida por la obra de otro) . Este era el pensamiento dominante de Jesús y todo lo que miraba, lo miraba con esta profundidad. El gorrión, los lirios, los campos, los cabellos… todo era una pista para alcanzar aquello que el corazón anhelaba. Él no podía mirar los lirios, los campos, los cabellos, sin llegar hasta allí, porque sin llegar hasta allí todo era insultante, opaco.
Por eso, la verificación fue siempre una parte fundamental de la propuesta de Giussani: si Cristo se nos propone como respuesta a la vida, debe poder verse de alguna manera. Es necesario que lo pueda comprobar en la experiencia. La verificación es un elemento metodológico decisivo del camino. Exige que, habiendo escuchado algo verdadero, la persona compare cualquier aspecto de la vida -problemas, situaciones, reacciones, necesidades- con esta propuesta. Como vemos que hacen los niños: cualquier cosa que ocurra, la viven en relación con su madre, así de simple. Solo verificando en la propia vida la pertinencia de la fe a las exigencias de la vida -ahora mismo, aquí mismo, no en una época geológica del pasado- podremos ver si sigue siendo válida la convicción de Giussani. Para él una fe que no se pudiese encontrar y no se encontrara en la experiencia presente, no podía sobrevivir en un mundo donde todo dice lo contrario.
Confirmación en la experiencia
Lo que le sucedió a Juan y Andrés tiene que confirmarse en mi experiencia. Tengo que tener la experiencia de que Jesús es quién satisface las necesidades profundas de mi corazón. Por fin podremos ver si tiene razón, o si simplemente se trataba de una tradición o si nos hemos acostumbrado a repetir ciertas cosas. Si no es así, aunque no rompamos ni un solo plato como el hijo que se queda en casa [parábola del Hijo Pródigo], no serás más feliz. El hijo que se quedó en casa siempre se estaba quejando de que su padre no le había dado ni un cabrito para comer con sus amigos. Muchos pueden quedarse en el patio, pero la vida está en otra parte. Perdemos la vida viviendo: también podemos estar aquí y perder la vida viviendo. Esto es lo fundamental, esto es lo que nos jugamos.
Para mí el encuentro con don Giussani y con el movimiento fue la posibilidad de esta verificación, de este camino humano. Yo sentía toda mi humanidad, pero me faltaba captar un elemento fundamental: darme cuenta de que esa humanidad era el criterio con el que podía interceptar lo verdadero, interceptar lo que necesitaba para vivir. Entonces comenzó un viaje asombroso. No porque no me equivocara. Me equivoqué un millón de veces, más que antes. Pero no me confundí sobre lo que era necesario para el viaje. Todo era necesario porque cuando no me equivocaba entendía algo, y cuando me equivocaba también entendía algo. Así que todo era como un ladrillo en la construcción: todo era útil, porque tenía un criterio para juzgar.
A pesar de mi formación moralista, que tanto me había pesado en algunos momentos de mi vida, empezaba a ver lo que era necesario y lo que no era necesario para vivir. A lo largo del camino me di cuenta, cada vez más, de que Cristo como presencia era lo único que respondía realmente a mi humanidad. Anhelaba una plenitud que no podía encontrar en otro lugar. Esta experiencia de plenitud, como escribí en el libro que hice con Galimberti, llenó mi vida de asombro porque no tenía comparación con muchas otras cosas hermosas que encontré.
Ya no me confundía al identificar la diferencia entre cualquier cosa y Cristo. Él se manifestaba cada vez más a mis ojos como algo único. Que no me confundiera no significaba que no me equivocara como todos los demás. Pero incluso cuando me equivocaba, igual que cuando uno se pone el zapato equivocado, no me confundía. Cristo siempre ejercía tal atracción sobre mí que continuamente me despertaba el deseo de Él.
Por eso me fascinaba la frase que muchas veces se ha propuesto como título de los Ejercicios: “Cristo me atrae por entero, tal es su hermosura”, del poeta y fraile italiano Jacopone da Todi. O la del profeta Isaías: «Ante tu nombre y a tu recuerdo se despliega todo mi anhelo». Y así fue surgiendo cada vez más, en mis limitaciones y errores, una certeza cada vez mayor de que Él era la respuesta. Por eso me resulta difícil pensar que se pueda hablar de la fe como un acto de credulidad irracional. Se lo decía a Galimberti, que distingue lo que se sabe de lo que se cree irracionalmente. Para mí, nunca ha sido así, nunca ha sido un salto en la oscuridad sin conexión con la realidad y la experiencia. Por el contrario, me llené cada vez más de razones para creer porque tenía cada vez más señales e indicios de la plenitud humana que Cristo traía a mi vida. Este viaje me ha hecho caer en la cuenta, al mismo tiempo del alcance de mi humanidad. No es simplemente una premisa para el encuentro, es necesario para mi camino dentro de la fe. Ahora necesito distinguir constantemente cuando Cristo está presente y cuando no lo está, cuando mis enredos y análisis prevalecen y cuando Cristo entra en la vida y lo pone todo en orden. ¡Es otra cosa!
Así que esta humanidad, con su ausencia, con su necesidad, estaba siempre presente porque sabía quién la respondía. Es de lo que habla Mario Luzi: «¿De qué es ausencia, esta ausencia corazón, que de repente te llena?» Esta experiencia de plenitud tuvo una implicación sorprendente para mí: me hizo libre en la realidad. Esto para mí fue y, sigue siendo, una señal absolutamente inequívoca de que Cristo no es una palabra. Porque o Cristo es capaz de llenar, de responder a la sed, o al final dependo, como todos, de las migajas del poder, sea quien sea el amo. Siempre me ha llamado la atención una frase de San Ambrosio: «¡Cuántos señores tienen los que no reconocen al único Señor!». Me llama la atención no como una profesión de fe abstracta, sino como experiencia de satisfacción.
Giussani tiene razón. Si no se experimenta que Cristo cumple y satisface el deseo humano, la libertad será siempre un bien muy escaso. Porque este deseo de felicidad no es un deseo entre muchos. Siempre me ha sorprendido lo que dice Santo Tomás del desiderium naturae. No hay comparación con ningún otro deseo trivial. Este deseo, esta sed, esta irreductibilidad que nos constituye es la raíz. Si no respondes a este deseo, la libertad sólo estará pintada en una pared como un sueño para el futuro, no como una experiencia del presente. ¿Cuántas personas conoces que sean verdaderamente libres? ¿Por qué? Porque el origen de la libertad no está en nuestro genio humano ni en nuestra capacidad. La libertad - acertó Giussani- es la satisfacción del deseo humano. Sin esta satisfacción no hay libertad. El deseo es tan poderoso que si no encuentra satisfacción la busca en cualquier parte.
Migajas insuficientes
Por lo tanto, o la experiencia cristiana es una propuesta de la Iglesia a la experiencia humana o no interesará a nadie. Sólo interesará a los que se contentan con unas migajas, pero no a los que tienen una humanidad anhelante de plenitud. Si no la encuentran en la Iglesia la buscarán en otra parte. Porque la vida del hombre consiste «en el afecto que lo sostiene principalmente y en el que encuentra su mayor satisfacción».
Ciertas frases están arraigadas en mí. Sin ellas la vida no puede sostenerse verdaderamente y dependeríamos del ir y venir de las circunstancias, de las relaciones, de si uno se digna a mirarme para concederme una migaja de su afecto. Estaríamos supeditados a cualquier poder: puede ser el del padre sobre el hijo, el de la madre sobre el hijo, el del profesor sobre el alumno, o el del cura sobre el monaguillo.
Cuando el Señor nos da la posibilidad de una libertad que entra en la vida y la llena, podemos vivir todo, incluso la situación que estamos atravesando. En la gratitud por la sobreabundancia que vivo, me sorprendo teniendo una alegre disposición a obedecer lo que la Iglesia nos pide ahora. La superabundancia de Cristo se hace cargo de mí en cualquier pena y me hace sentir curiosidad por lo que Él nos revelará a través de esta obediencia. Esta curiosidad por el futuro sólo es posible porque «ya no nos falta ningún don de la gracia». Tenemos el céntuplo.
Publicado en Páginas Digital.
Este artículo constituye el discurso ofrecido en junio por el autor, ex presidente de Comunión y Liberación, en el Cocomero Meeting de Missaglia (Italia), con motivo del centenario de Luigi Giussani.