La libertad y la objeción de conciencia
Los defensores del Nuevo Orden Mundial están consiguiendo con su ideología de género éxitos espectaculares y espeluznantes. En nombre de lo políticamente correcto están logrando a nivel mundial imponernos su ideología, en la que los conceptos Bien y Mal, Verdad y Mentira desaparecen.
por Pedro Trevijano
No estamos en tiempos fáciles. En España hay dos leyes en vigor y una tercera en camino ante las que un católico no puede permanecer indiferente, sino que ha de hacer uso de la objeción de conciencia. Ne refiero, como Vds, se pueden suponer a la "Ley Orgánica 2/2010, de 3 de marzo, de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo”, más conocida como la Ley del Aborto, y a la Ley Orgánica 11/2015, de 21 de septiembre, que es tan solo una modificación mínima de la Ley anterior, leyes éstas que defienden no sólo el aborto como un derecho, sino también la ideología de género. La Ley en camino se titula “Proposición de Ley contra la discriminación por orientación sexual, identidad o expresión de género y características sexuales, y de igualdad social de lesbianas, gais, bisexuales, transexuales, transgénero e intersexuales”, y por supuesto hace referencia a la ideología de género.
Los defensores del Nuevo Orden Mundial están consiguiendo con su ideología de género éxitos espectaculares y espeluznantes. En nombre de lo políticamente correcto están logrando a nivel mundial imponernos su ideología, en la que los conceptos Bien y Mal, Verdad y Mentira desaparecen, siendo el objetivo final la destrucción del matrimonio, de la familia, de la religión y el total libertinaje sexual.
Ante esto ¿cuál debe ser la actitud de los católicos? Ante los ataques contra la Familia y la Religión, la Declaración Dignitatis Humanae del Concilio, nos decía:
“La libertad religiosa de la familia. 5. Cada familia, en cuanto sociedad que goza de un derecho propio y primordial, tiene derecho a ordenar libremente su vida religiosa doméstica bajo la dirección de los padres. A éstos corresponde el derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, según sus propias convicciones religiosas. Así, pues, la autoridad civil debe reconocer el derecho de los padres a elegir con verdadera libertad las escuelas u otros medios de educación, sin imponerles ni directa ni indirectamente gravámenes injustos por esta libertad de elección. Se violan, además, los derechos de los padres, si se obliga a los hijos a asistir a lecciones escolares que no corresponden a la persuasión religiosa de los padres, o si se impone un único sistema de educación del que se excluye totalmente la formación religiosa”.
El libro de Hechos de los Apóstoles afirma que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (5,29 y 4,19), y por ello el seguimiento de la propia conciencia es un deber moral y religioso, que en el plano civil se fundamenta en el artículo 18 de la Declaración de Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión”. Es decir, la libertad de conciencia es un derecho humano fundamental, aun desde el punto de vista civil.
No olvidemos además que la conciencia individual es la instancia suprema de moralidad subjetiva o de licitud, por lo que puede suceder y de hecho sucede que surjan conflictos entre las leyes generales del Estado y la conciencia de sus ciudadanos, siendo la objeción de conciencia la reacción de la conciencia moral ante la ley que se estima injusta o perniciosa. La moral católica reconoce el derecho y el deber por parte del sujeto individual de desobedecer aquellas leyes que no estén de acuerdo con el recto orden moral. Los mártires nos muestran con su ejemplo que el seguimiento de la propia conciencia prima sobre la obediencia a una legalidad que puede ser muy legal, pero es fundamentalmente injusta.
Pero la obediencia a la propia conciencia tiene dos límites. Por una parte, se trata de obedecer a lo que considero el recto orden moral, es decir no se trata de hacer lo que a mí me da la gana, mi capricho, sino lo que considero justo y verdadero objetivamente. Por otra parte, el Concilio me recuerda que debo actuar “dentro de los límites debidos” (Dignitatis Humanae nº 2). Se viola la libertad de conciencia cuando la invocación a la conciencia es una excusa para quitarse de en medio obligaciones básicas. La libertad no es sólo “mi” libertad, sino que ella es también y siempre “la libertad de los otros”. Dentro del orden moral y jurídico no sólo tengo derechos, sino también deberes. No se puede reivindicar la libertad de conciencia para encubrir el terrorismo, el asesinato, el abuso de menores, la violación, el comercio con drogas, en pocas palabras, para hacer el mal. Nuestra conciencia, por tanto, nos empuja hacia una libertad responsable, en la que debemos procurar traducir en una vida de fe nuestras convicciones de fe.
Ahora bien si el actuar contra la propia conciencia está mal, es mucho peor obligar a otro a actuar contra su conciencia. San Juan XXIII, en el Catecismo Joven de la Iglesia Católica, nos dice. “Hacer violencia a la conciencia de la persona es herirla gravemente, dar el golpe más doloroso a su dignidad. En cierto sentido es más grave que matarla” (nº 297). Y Jesucristo en el evangelio de San Mateo afirma: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo” (Mt 10,28).
Los defensores del Nuevo Orden Mundial están consiguiendo con su ideología de género éxitos espectaculares y espeluznantes. En nombre de lo políticamente correcto están logrando a nivel mundial imponernos su ideología, en la que los conceptos Bien y Mal, Verdad y Mentira desaparecen, siendo el objetivo final la destrucción del matrimonio, de la familia, de la religión y el total libertinaje sexual.
Ante esto ¿cuál debe ser la actitud de los católicos? Ante los ataques contra la Familia y la Religión, la Declaración Dignitatis Humanae del Concilio, nos decía:
“La libertad religiosa de la familia. 5. Cada familia, en cuanto sociedad que goza de un derecho propio y primordial, tiene derecho a ordenar libremente su vida religiosa doméstica bajo la dirección de los padres. A éstos corresponde el derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, según sus propias convicciones religiosas. Así, pues, la autoridad civil debe reconocer el derecho de los padres a elegir con verdadera libertad las escuelas u otros medios de educación, sin imponerles ni directa ni indirectamente gravámenes injustos por esta libertad de elección. Se violan, además, los derechos de los padres, si se obliga a los hijos a asistir a lecciones escolares que no corresponden a la persuasión religiosa de los padres, o si se impone un único sistema de educación del que se excluye totalmente la formación religiosa”.
El libro de Hechos de los Apóstoles afirma que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (5,29 y 4,19), y por ello el seguimiento de la propia conciencia es un deber moral y religioso, que en el plano civil se fundamenta en el artículo 18 de la Declaración de Derechos Humanos: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión”. Es decir, la libertad de conciencia es un derecho humano fundamental, aun desde el punto de vista civil.
No olvidemos además que la conciencia individual es la instancia suprema de moralidad subjetiva o de licitud, por lo que puede suceder y de hecho sucede que surjan conflictos entre las leyes generales del Estado y la conciencia de sus ciudadanos, siendo la objeción de conciencia la reacción de la conciencia moral ante la ley que se estima injusta o perniciosa. La moral católica reconoce el derecho y el deber por parte del sujeto individual de desobedecer aquellas leyes que no estén de acuerdo con el recto orden moral. Los mártires nos muestran con su ejemplo que el seguimiento de la propia conciencia prima sobre la obediencia a una legalidad que puede ser muy legal, pero es fundamentalmente injusta.
Pero la obediencia a la propia conciencia tiene dos límites. Por una parte, se trata de obedecer a lo que considero el recto orden moral, es decir no se trata de hacer lo que a mí me da la gana, mi capricho, sino lo que considero justo y verdadero objetivamente. Por otra parte, el Concilio me recuerda que debo actuar “dentro de los límites debidos” (Dignitatis Humanae nº 2). Se viola la libertad de conciencia cuando la invocación a la conciencia es una excusa para quitarse de en medio obligaciones básicas. La libertad no es sólo “mi” libertad, sino que ella es también y siempre “la libertad de los otros”. Dentro del orden moral y jurídico no sólo tengo derechos, sino también deberes. No se puede reivindicar la libertad de conciencia para encubrir el terrorismo, el asesinato, el abuso de menores, la violación, el comercio con drogas, en pocas palabras, para hacer el mal. Nuestra conciencia, por tanto, nos empuja hacia una libertad responsable, en la que debemos procurar traducir en una vida de fe nuestras convicciones de fe.
Ahora bien si el actuar contra la propia conciencia está mal, es mucho peor obligar a otro a actuar contra su conciencia. San Juan XXIII, en el Catecismo Joven de la Iglesia Católica, nos dice. “Hacer violencia a la conciencia de la persona es herirla gravemente, dar el golpe más doloroso a su dignidad. En cierto sentido es más grave que matarla” (nº 297). Y Jesucristo en el evangelio de San Mateo afirma: “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo” (Mt 10,28).
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