La vida contemplativa, joya de la diócesis
Viven unidas a Cristo, que ante el Padre intercede incesantemente por nosotros. ¿Qué sería de la Iglesia y de la humanidad sin esa oración tan constante y viva por todos nosotros?
Me dirijo a toda la diócesis para que guieis vuestra atención a los monasterios de vida contemplativa, que son como una especie de joyero de nuestra diócesis, donde encontramos los mejores adornos de nuestra Iglesia diocesana, como de toda la Iglesia.
Las monjas contemplativas son para mí algo muy querido, mucho les debo, valoro, aprecio, y agradezco, porque en ellas nos acercamos a esa realidad tan fundamental y querida por la Iglesia que se encuentra en lo más nuclear de su corazón: la contemplación y la adoración.
Hay que acercarse a ellas, particularmente el domingo de la Santísima Trinidad –este año, el domingo 11 de junio– en el que las tendremos muy presentes, sobre todo, en la oración; acercarnos a ellas como de puntillas, para asomarnos con sumo respeto y ánimo de acogida, a sus monasterios que son comunidades de oración y de la fuerza del silencio en medio de las comunidades cristianas, de nuestra ciudades y nuestros pueblos. La vida contemplativa, por eso, está en el corazón y en la entraña misma de la vida de la Iglesia y de los hombres.
Desde el claustro, con la vida escondida con Cristo en Dios, dedicada a la plegaria y al silencio, a la adoración y a la contemplación las monjas prestan a la Iglesia y a la sociedad uno de los mejores y mayores servicios que se le pueden prestar al hombre de hoy, de nada tan necesitado como de Dios. Los conventos, cerrados en apariencia, por la consagración y contemplación orante, y el silencio sonoro, están en realidad profundamente abiertos a la presencia de Dios vivo en nuestro mundo humano; por eso son tan necesarios en el mundo.
Hoy más que nunca necesitamos del testimonio y de la existencia de la vida contemplativa. Ciertamente no sólo son sólo ellas las que siguen a Jesucristo; todos estamos llamados a ese seguimiento. Pero la radicalidad en su entrega, su vida de pobreza, el dedicarse fundamentalmente a la contemplación y a la alabanza divina, el estar con el Señor, como corresponde a la vida contemplativa, supone un seguimiento especial y un estímulo para todos los creyentes, así como una llamada para los no creyentes.
Ellas, además de su testimonio, ofrecen a Dios sus vidas y la dedican en la oración a toda la Iglesia y por todos los hombres. Viven unidas a Cristo, que ante el Padre intercede incesantemente por nosotros. ¿Qué sería de la Iglesia y de la humanidad sin esa oración tan constante y viva por todos nosotros?
En ellas se acumulan siglos de historia. Pero la vida contemplativa no se trata de un pasado sino de una vida que cada día tiene más actualidad y cuya presencia es cada día más necesaria y actual. La clausura no es ninguna antigualla ni aparta de los hombres, ni se cierra a ellos, sino que nos acerca enteramente a Dios, el sólo necesario, que tanto se ha acercado, se acerca a los hombres, los ama; y en el encuentro con Él, las contemplativas se encuentran con los hombres y comparten sus gozos y esperanzas, sus alegrías y dolores, sus necesidades y sufrimientos, y los hacen suyos como Dios los ha hecho suyos, en su Hijo, “muy humanado y llagado”, en expresión de Santa Teresa, a quien recordamos como maestra en la vida contemplativa.
Pero también, las contemplativas necesitan de la oración y del auxilio de toda la comunidad eclesial. Por eso, en la fiesta de la Santísima Trinidad que celebraremos, como he dicho el 11 de junio, domingo, la Iglesia nos llama, un año más, a todos sus fieles a que oremos por quienes oran e interceden por nosotros, a que hagamos posible que surjan vocaciones para esta vida tan imprescindible para la Iglesia, a que nos acerquemos a esta vida y la conozcamos mejor, para que la queramos y valoremos más, a que les ayudemos en sus necesidades materiales que también las tienen –son muy pobres–, y sin embargo ignoramos, cuando tanto les debemos. Si así lo hacemos, los primeros beneficiados seremos nosotros mismos.
Los cristianos necesitamos el impulso vigoroso, lleno de fuerza del Espíritu, y del testimonio público de la radicalidad de la vida evangélica que viven las contemplativas. Necesitamos de ellas, las contemplativas –como también de los monjes contemplativos– que nos muestran cómo se ama a Dios por encima de todas las cosas, y cómo cuando así se ama se ama inseparablemente con un amor pleno a los hombres. Ellos y ellas nos estimulan, en este mundo tan necesitado de Dios, a la pasión por Dios, que es siempre pasión por el hombre: porque la pasión por Él lleva de la mano a buscar su justicia, su misericordia inagotable y su amor por encima de todo y a comunicarlo a todos. Es necesario que reavivemos esta pasión por Dios, para que se vigorice la irradiación de la verdad, de la bondad, de la misericordia, del amor, en definitiva, de Dios, cuya gloria es que el hombre viva y viva en plenitud de dicha, de alegría y de libertad verdaderas.
¡Cómo agradecemos a nuestros hermanos contemplativos y a nuestras hermanas contemplativas su oración que sostiene a la Iglesia entera, y al mundo! Que Dios les pague cuanto, desde el corazón de la Iglesia, hacen por todos. Que Dios premie tanta generosidad con abundancia copiosa de vocaciones.
Las monjas contemplativas son para mí algo muy querido, mucho les debo, valoro, aprecio, y agradezco, porque en ellas nos acercamos a esa realidad tan fundamental y querida por la Iglesia que se encuentra en lo más nuclear de su corazón: la contemplación y la adoración.
Hay que acercarse a ellas, particularmente el domingo de la Santísima Trinidad –este año, el domingo 11 de junio– en el que las tendremos muy presentes, sobre todo, en la oración; acercarnos a ellas como de puntillas, para asomarnos con sumo respeto y ánimo de acogida, a sus monasterios que son comunidades de oración y de la fuerza del silencio en medio de las comunidades cristianas, de nuestra ciudades y nuestros pueblos. La vida contemplativa, por eso, está en el corazón y en la entraña misma de la vida de la Iglesia y de los hombres.
Desde el claustro, con la vida escondida con Cristo en Dios, dedicada a la plegaria y al silencio, a la adoración y a la contemplación las monjas prestan a la Iglesia y a la sociedad uno de los mejores y mayores servicios que se le pueden prestar al hombre de hoy, de nada tan necesitado como de Dios. Los conventos, cerrados en apariencia, por la consagración y contemplación orante, y el silencio sonoro, están en realidad profundamente abiertos a la presencia de Dios vivo en nuestro mundo humano; por eso son tan necesarios en el mundo.
Hoy más que nunca necesitamos del testimonio y de la existencia de la vida contemplativa. Ciertamente no sólo son sólo ellas las que siguen a Jesucristo; todos estamos llamados a ese seguimiento. Pero la radicalidad en su entrega, su vida de pobreza, el dedicarse fundamentalmente a la contemplación y a la alabanza divina, el estar con el Señor, como corresponde a la vida contemplativa, supone un seguimiento especial y un estímulo para todos los creyentes, así como una llamada para los no creyentes.
Ellas, además de su testimonio, ofrecen a Dios sus vidas y la dedican en la oración a toda la Iglesia y por todos los hombres. Viven unidas a Cristo, que ante el Padre intercede incesantemente por nosotros. ¿Qué sería de la Iglesia y de la humanidad sin esa oración tan constante y viva por todos nosotros?
En ellas se acumulan siglos de historia. Pero la vida contemplativa no se trata de un pasado sino de una vida que cada día tiene más actualidad y cuya presencia es cada día más necesaria y actual. La clausura no es ninguna antigualla ni aparta de los hombres, ni se cierra a ellos, sino que nos acerca enteramente a Dios, el sólo necesario, que tanto se ha acercado, se acerca a los hombres, los ama; y en el encuentro con Él, las contemplativas se encuentran con los hombres y comparten sus gozos y esperanzas, sus alegrías y dolores, sus necesidades y sufrimientos, y los hacen suyos como Dios los ha hecho suyos, en su Hijo, “muy humanado y llagado”, en expresión de Santa Teresa, a quien recordamos como maestra en la vida contemplativa.
Pero también, las contemplativas necesitan de la oración y del auxilio de toda la comunidad eclesial. Por eso, en la fiesta de la Santísima Trinidad que celebraremos, como he dicho el 11 de junio, domingo, la Iglesia nos llama, un año más, a todos sus fieles a que oremos por quienes oran e interceden por nosotros, a que hagamos posible que surjan vocaciones para esta vida tan imprescindible para la Iglesia, a que nos acerquemos a esta vida y la conozcamos mejor, para que la queramos y valoremos más, a que les ayudemos en sus necesidades materiales que también las tienen –son muy pobres–, y sin embargo ignoramos, cuando tanto les debemos. Si así lo hacemos, los primeros beneficiados seremos nosotros mismos.
Los cristianos necesitamos el impulso vigoroso, lleno de fuerza del Espíritu, y del testimonio público de la radicalidad de la vida evangélica que viven las contemplativas. Necesitamos de ellas, las contemplativas –como también de los monjes contemplativos– que nos muestran cómo se ama a Dios por encima de todas las cosas, y cómo cuando así se ama se ama inseparablemente con un amor pleno a los hombres. Ellos y ellas nos estimulan, en este mundo tan necesitado de Dios, a la pasión por Dios, que es siempre pasión por el hombre: porque la pasión por Él lleva de la mano a buscar su justicia, su misericordia inagotable y su amor por encima de todo y a comunicarlo a todos. Es necesario que reavivemos esta pasión por Dios, para que se vigorice la irradiación de la verdad, de la bondad, de la misericordia, del amor, en definitiva, de Dios, cuya gloria es que el hombre viva y viva en plenitud de dicha, de alegría y de libertad verdaderas.
¡Cómo agradecemos a nuestros hermanos contemplativos y a nuestras hermanas contemplativas su oración que sostiene a la Iglesia entera, y al mundo! Que Dios les pague cuanto, desde el corazón de la Iglesia, hacen por todos. Que Dios premie tanta generosidad con abundancia copiosa de vocaciones.
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