Domingo, 24 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

La apostasía


Las penas contra los apóstatas eran gravísimas, llegándose a discutir incluso si se les podía readmitir en la Iglesia, cuestión zanjada en el siglo III cuando la persecución de Decio, aunque los antiguos apóstatas arrepentidos debían hacer unas penitencias muy duras.

por Pedro Trevijano

Opinión

He visto la película Silencio de Scorsese. Desde el punto de vista cinematográfico me ha gustado mucho y me ha parecido que tiene el enorme mérito de no dejar indiferente y de hacer pensar a la gente. Pero desde el punto de vista moral me dejó un mal sabor de boca que con el paso del tiempo ha ido aumentando.
 
Creo que el motivo de ese mal sabor es que intenta justificar la apostasía. La película explica muy bien el modo como las autoridades japonesas intentan conseguir y consiguen la apostasía del protagonista y de su antiguo superior, que renuncian a su fe con el buen fin de salvar la vida de unos cuantos japoneses víctimas de horribles torturas. Por supuesto hay que decir muy claro que el fin no justifica los medios y que los culpables de horrendos crímenes son las autoridades japonesas y nadie más y por supuesto no los misioneros. Ello me recuerda lo sucedido cuando ETA puso una bomba en la consigna de la estación de Chamartín e intentó culpar de las muertes a las autoridades que no hicieron demasiado caso al aviso de ETA. Menos mal que la polémica la cortó Bandrés, que había sido anteriormente defensor de etarras, con un argumento indiscutible: “Las bombas no estallan si uno no las pone”. Aquí hay que decir que los culpables son los torturadores.
 
Pero, ¿qué dice la Iglesia sobre la apostasía? El texto clave del Nuevo Testamente, por cierto no citado en la película, es: “Pues si uno se avergüenza de mí y de mis palabras, también el Hijo del Hombre se avergonzará de él cuando venga en su gloria” (Lc 9,26; Mc 8,38).
 
Por apostasía se entiende el abandono de la fe por parte del bautizado, a la que la rechaza en su totalidad, mientras que negar una determinada verdad esencial de la fe es herejía (cfr. Código de Derecho Canónico, canon 751). Jesucristo nos dice: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la Verdad” (Jn 18,38) y en Hechos de los Apóstoles se nos recuerda que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (5,29 y 4,19), aunque ello conlleve persecuciones e incluso la muerte, como es el caso de los mártires.
 
No nos extrañe por ello que ya en la primitiva Iglesia se considerase que hay tres pecados especialmente graves, que son la idolatría o apostasía, el homicidio y el adulterio, pero el mayor de todos es la apostasía. Las penas contra los apóstatas eran gravísimas, llegándose a discutir incluso si se les podía readmitir en la Iglesia, cuestión zanjada en el siglo III cuando la persecución de Decio, aunque los antiguos apóstatas arrepentidos debían hacer unas penitencias muy duras.
 
Está claro por ello que la Iglesia no admite subterfugios cuando se trata de confesar la fe. Un caso esclarecedor es el de Santo Tomás Moro: no tiene ninguna gana de ser mártir y cuando ve el derrotero que toma la relación de Enrique VIII con Ana Bolena se refugia en el silencio, pero no traiciona su conciencia y en ningún momento apoya la boda real, por lo que es condenado a muerte y muere mártir.
 
Pero vayamos a nuestra época: ¿qué tendríamos que pensar de aquellos que en la persecución religiosa de los años treinta en España hubiesen pisado el crucifijo o fingido la apostasía? O todavía más reciente, ¿no hay cada año miles de personas que son asesinadas por permanecer fieles a Cristo, víctimas de las persecuciones islamista o comunista?
 
Por el contrario, en el otro extremo, ¿qué podemos pensar de una clase política que, salvo raras excepciones que saben además que es el fin de su vida política, aprueban sin chistar leyes inicuas como las que defienden el aborto y la ideología de género? Y es que el dilema de estos políticos es muy claro: o el Partido, su Partido, que es quien les da de comer y les proporciona ventajas económicas o la Iglesia, los valores cristianos, su conciencia y su dignidad personal. La decisión no ofrece duda: aunque de hecho supone mi apostasía, “ande yo caliente y ríase la gente”. Lo malo es que no es la solución que hubiese adoptado Jesucristo.
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