El muro no cayó en Berlín sino en Gniezno
El Papa polaco, en efecto, empezó a derribar el Muro de Berlín el 3 de junio de 1979 (con diez años de anticipación) en una homilía vibrante y netamente evangélica.
No deja de ser curioso que sólo la Secretaria de Estado norteamericana, Hilary Clinton, evocara la figura de Juan Pablo II en los fastos celebrados en la capital alemana con motivo del 20º aniversario de la caída del Muro de Berlín. Tampoco es nuevo que se origine un debate sobre quién fue el protagonista o impulsor primigenio de un acontecimiento de especial relevancia. Cada cual tiene su visión, que suele ser parcial, interesada e incompleta. Generalmente, los hitos históricos dependen más de una combinación de factores que de una sola persona. Pero en el caso de la caída del Muro de Berlín las consecuencias fueron de tal índole que con razón se ha dicho que aquel día cambio el mundo. Con la desaparición del llamado «Muro de la Vergüenza» acabó la bipolaridad de la Guerra Fría, la amenaza del empleo de las armas nucleares por parte de las dos superpotencias que se dividían el mundo (Estados Unidos y la Unión Soviética) y el desencadenamiento de una nueva guerra mundial.
Demasiadas cosas como para no buscar la causa que produjeron su final. Figuras tan destacadas como Lech Walesa no dudan en atribuir al Papa polaco el mérito principal de la caída del Muro. No está de acuerdo en que el factotum fuera el ex presidente soviético, Mijail Gobachov. Según el histórico líder de Solidaridad, Gorbachov nunca quiso derribar el comunismo ni el Muro de Berlín. Y ha ido más lejos en sus opiniones: «Si se presentan las cosas de esa manera, quiere decir que se edifica Europa en base a una mentira, y eso me aterroriza».
En esa misma línea apuntan varios analistas internacionales. Gorbachov introdujo cambios importantes en el Kremlin pero su máxima aspiración era la reestructuración del sistema, la famosa «perestroika»: lavarle la cara al régimen, ofrecer el «rostro humano» de un comunismo actualizado y lo más importante: abandonar el empleo de la fuerza tanto en la Unión Soviética como en los países satélites de Moscú.
El contexto era, más o menos, el siguiente: En la Guerra Fría, el equilibrio del terror era caro (también para EEUU). El aplastamientos en Hungría, la «primavera de Praga», la crisis de los misiles, Vietnam, Afganistán… costaban enormes cantidades de dinero en material militar. Después de unos años de aciertos en la gestión económica, la Unión Soviética entró en barrena Había rublos (o las monedas en curso en los países sometidos al yugo soviético) que circulaban con alegría pero no había cosas que comprar. Al final, el dinero es lo que echa a la gente a la calle. En la RDA (República Democrática Alemana) se llevaron a cabo varias manifestaciones, una de ellas especialmente multitudinaria poco antes de la caída del Muro.
A pesar del contexto tan negativo, los grandes cambios no se habrían producido si hubiera faltado la espoleta que despertara del sueño a pueblos tan somnolientos como los del Este, con 70 años a sus espaldas en que el Estado suplantaba a la persona «desde la cuna hasta la tumba». Rusia, en concreto, no había conocido nunca la libertad. Ahí entra. en el teatro de operaciones, la fuerza de la fe de Juan Pablo II, con su primera visita a Polonia (1979).
Los periodistas españoles que cubrimos la noticia estábamos persuadidos de que el viaje era extraordinariamente difícil. Polonia seguía entonces en la órbita de Moscú. Hubo forcejeo entre el Vaticano y Varsovia sobre cuestiones del itinerario. Varsovia exigió que el Papa no fuera más allá del Vístula y que no viajara a Silesia. Las autoridades comunistas querían que el Papa «contaminara» lo menos posible el sistema, que fuera un viaje más sentimental que pastoral. Intento condenado al fracaso por la personalidad de Juan Pablo II y su conocimiento profundo del alma polaca. Diría lo que tenía que decir y no sería causante de disturbios ni de algaradas. Su «revolución» tenía un propósito tan firme y pacífico como el del Evangelio.
El actual arzobispo de Cracovia, cardenal Stanislaw Dziwisz, que fue secretario del Papa durante más de treinta años, está convencido de que fue en aquella visita donde empezó a derrumbarse el Muro de Berlin. En la entrevista que concedió meses atrás a una agencia polaca, el cardenal Dziwisz dijo: «Todo empezó aquellos días». Y explicó que Juan Pablo II «siempre rechazó la doctrina del “compromiso histórico”, según el cual Occidente e incluso la Iglesia habrían debido considerar al marxismo como un elemento decisivo del desarrollo de la historia. (…) Con la misma determinación, Juan Pablo II se opuso a los intentos de incluir el análisis marxista en la doctrina social de la Iglesia, en el ámbito de la teología de la liberación. Para él, el desarrollo de la humanidad pasaba por la posibilidad de elegir y por los derechos humanos. (…) El discurso de Gniezno marcó el inicio de la caída del telón de acero que entonces dividía Europa. ¡La caída del Muro empezó allí, no en Berlín».
El Papa polaco, en efecto, empezó a derribar el Muro de Berlín el 3 de junio de 1979 (con diez años de anticipación) en una homilía vibrante y netamente evangélica pronunciada en el curso de una Misa que celebró en Gniezno. La homilía acabó con estas proféticas palabras: «¡No volveremos al pasado! Iremos hacia el futuro».
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