Odio, pecado y perdón
El odio nos lo podemos dirigir hacia nosotros mismos, como nos muestra el ejemplo de Judas. El caso más frecuente con que yo me he encontrado ha sido el de centenares de mujeres y unos cuantos varones, como consecuencia de haber realizado abortos.
por Pedro Trevijano
Hace unos días me comentaba una persona que a ella le habían enseñado en su ambiente familiar y escolar a odiar a España. La reciente paliza a unos guardias civiles y sus novias en Alsasua es una consecuencia de ese odio que se ha inoculado a nuestros niños, adolescentes y jóvenes. Por ello me parece interesante que hagamos una reflexión sobre lo que significa el odio.
Creo que el odio es algo terrible. Como sacerdote debo tener opción por los pobres (cf Mt 11,5; Lc 7,22), pero como creo que la pobreza no es sólo algo material, sino que engloba a todos aquellos que son víctimas de la injusticia, y mayor injusticia que asesinar a otra persona es difícil que se dé, está claro que estoy al lado de las víctimas del terrorismo, pero intento también que no odien. Mi argumento es muy sencillo: los terroristas os han hecho mucho daño, matándoos un ser querido o hiriéndoos, pero no les regaléis otra victoria, llenándoos de odio y, por tanto, destrozándoos como personas. Creo sinceramente que una persona que odia es una persona desgraciada.
Sobre el odio leemos en el Nuevo Testamento: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él” (1 Jn 3,1415). El Catecismo de la Iglesia es tajante sobre las consecuencias morales y espirituales del odio: “El odio voluntario es contrario a la caridad. El odio al prójimo es pecado cuando se le desea deliberadamente un mal. El odio al prójimo es un pecado grave cuando se le desea deliberadamente un daño grave. ‘Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial…’ (Mt 5,44-45)" (nº 2303). Quien enseña a odiar o quien odia está ciertamente en pecado y hace algo que desagrada a Dios profundamente y que incluso puede llevarle a la condena eterna. “Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección” (CEC nº 1033).
No hay que olvidar que el odio nos lo podemos dirigir hacia nosotros mismos, como nos muestra el ejemplo de Judas. El caso más frecuente con que yo me he encontrado ha sido el de centenares de mujeres y unos cuantos varones, como consecuencia de haber realizado abortos. Han sufrido o sufren el síndrome postaborto, pero les he podido devolver a la paz y amistad con Dios por medio de la absolución sacramental. Dios te ha perdonado, les digo, pero ahora el problema está en que te perdones a ti. Para ello un medio muy eficaz, y en el que caído en la cuenta no hace mucho, es que ella también, la que ha hecho o colaborado con el aborto, perdone a los que le han aconsejado mal y le han llevado hacia él.
Y aquí entramos en otra problemática: la del perdón. Dios quiere la salvación de todos nosotros, y está dispuesto a favor nuestro, pero respeta nuestra libertad. No sólo el Padre Nuestro, sino que es impresionante la cantidad de textos en la Sagrada Escritura que nos hablan del perdón de Dios. Los signos eficaces e indudables de su perdón lo encontramos en los sacramentos de la Iglesia, especialmente en el sacramento de la Penitencia, instituido especialmente para perdonarnos los pecados. Sepamos hacer uso de él para estar en paz con Dios, y también con nosotros mismos.
Creo que el odio es algo terrible. Como sacerdote debo tener opción por los pobres (cf Mt 11,5; Lc 7,22), pero como creo que la pobreza no es sólo algo material, sino que engloba a todos aquellos que son víctimas de la injusticia, y mayor injusticia que asesinar a otra persona es difícil que se dé, está claro que estoy al lado de las víctimas del terrorismo, pero intento también que no odien. Mi argumento es muy sencillo: los terroristas os han hecho mucho daño, matándoos un ser querido o hiriéndoos, pero no les regaléis otra victoria, llenándoos de odio y, por tanto, destrozándoos como personas. Creo sinceramente que una persona que odia es una persona desgraciada.
Sobre el odio leemos en el Nuevo Testamento: “Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él” (1 Jn 3,1415). El Catecismo de la Iglesia es tajante sobre las consecuencias morales y espirituales del odio: “El odio voluntario es contrario a la caridad. El odio al prójimo es pecado cuando se le desea deliberadamente un mal. El odio al prójimo es un pecado grave cuando se le desea deliberadamente un daño grave. ‘Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial…’ (Mt 5,44-45)" (nº 2303). Quien enseña a odiar o quien odia está ciertamente en pecado y hace algo que desagrada a Dios profundamente y que incluso puede llevarle a la condena eterna. “Morir en pecado mortal sin estar arrepentidos ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección” (CEC nº 1033).
No hay que olvidar que el odio nos lo podemos dirigir hacia nosotros mismos, como nos muestra el ejemplo de Judas. El caso más frecuente con que yo me he encontrado ha sido el de centenares de mujeres y unos cuantos varones, como consecuencia de haber realizado abortos. Han sufrido o sufren el síndrome postaborto, pero les he podido devolver a la paz y amistad con Dios por medio de la absolución sacramental. Dios te ha perdonado, les digo, pero ahora el problema está en que te perdones a ti. Para ello un medio muy eficaz, y en el que caído en la cuenta no hace mucho, es que ella también, la que ha hecho o colaborado con el aborto, perdone a los que le han aconsejado mal y le han llevado hacia él.
Y aquí entramos en otra problemática: la del perdón. Dios quiere la salvación de todos nosotros, y está dispuesto a favor nuestro, pero respeta nuestra libertad. No sólo el Padre Nuestro, sino que es impresionante la cantidad de textos en la Sagrada Escritura que nos hablan del perdón de Dios. Los signos eficaces e indudables de su perdón lo encontramos en los sacramentos de la Iglesia, especialmente en el sacramento de la Penitencia, instituido especialmente para perdonarnos los pecados. Sepamos hacer uso de él para estar en paz con Dios, y también con nosotros mismos.
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