Miércoles, 30 de octubre de 2024

Religión en Libertad

Meditación ante la Cruz


La pobreza radical y esencial de Jesucristo, así expoliado, es verdad que libera y salva. A su luz comprendemos que todo hombre vale por lo que es delante de Dios, no por lo que aparece en la escena de este mundo que pasa.

por Cardenal Antonio Cañizares

Opinión

Estamos celebrando la Semana Santa. En ella, desde la aclamación de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, con ramos y palmas, nuestra mirada de hito en hito está fija en la Cruz y en Jesús, clavado en ella. Ahí, en la Cruz y en la eucaristía, instituida en la Última Cena antes de la Pasión, donde se actualiza la misma cruz de Jesucristo, tenemos el misterio de Dios, que es amor. Ahí tenemos todo el amor de Dios: “Tanto amó Dios al mundo que nos dio a su Hijo”.

Él se entregó por nosotros en la cruz; siendo de condición divina se despojó de su rango y se rebajó hasta la muerte, y una muerte de cruz; en el silencio de la Cruz, Dios nos lo ha dicho todo y nos ha manifestado la verdadera sabiduría que andamos buscando: en la Cruz de Cristo está la verdadera sabiduría escondida de Dios y donde se halla el verdadero conocimiento de Dios que la fe con la razón tratan de indagar. Por ello, San Pablo no querrá tener otro conocimiento que el de Cristo Crucificado, ni anunciará otra sabiduría que la de la Cruz, necedad para los gentiles y escándalo para los judíos. En la Cruz está la salvación y la esperanza. En la Cruz está la hora para la que el Hijo de Dios ha venido en carne, donde se nos ha manifestado el amor.

En esa hora suprema de la Cruz, que es la hora del amor de Dios, vemos a Jesús, que aprendió sufriendo a obedecer, que renunció a todo, que puso y entregó su voluntad a la del Padre –“que no se haga lo que yo quiero, sino lo que Tú quieres”– y le vemos sin nada; pero lleno del Todo, del Amor, porque asume y cumple por completo la voluntad del Padre, que es el amor infinito que envuelve la radical pobreza del hombre. Ahí, despojado de todo y sólo con Dios, y nada más, entramos en el misterio de Dios y en la sabiduría de la primera de las bienaventuranzas, la comprendemos un poco mejor, porque la vemos cumplida en la carne de nuestra carne, hecha un despojo: “Dichosos los pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos”. Dichoso el Pobre que es Jesucristo, que nada tiene, porque ahí está enteramente el Reino de Dios, Dios mismo, su infinito amor, llenándolo todo y enriqueciendo con su pobreza a la humanidad entera que se llena de su amor.

La pobreza radical y esencial de Jesucristo, así expoliado, es verdad que libera y salva. A su luz comprendemos que todo hombre vale por lo que es delante de Dios, no por lo que aparece en la escena de este mundo que pasa. Pobre entre los pobres, nos invita Jesús despojado a reconocerle presente en tantos despojados, en tantos marginados de la historia, robados y tirados a la orilla del camino, de los que los hombres que pasan de largo aunque los pisen, como lo fuera aquel que bajaba de Jerusalén a Jericó. Jesús, presente en esos pobres y expoliados, nos invita a que nuestro seguimiento de Él sea opción preferencial por los pobres, sea trabajar en favor de los últimos y maltratados, sea acogida de los más desvalidos, de Él mismo, que con ellos se identifica.

Este es el gran escándalo y necedad de la Cruz, a los ojos de los hombres; pero también es la gran y única sabiduría, la de Dios, la del amor que es Dios mismo, encarnado en el que cuelga del madero: ahí está la salvación del mundo entero, porque en ese abismo al que ha descendido ha llegado el Amor, Dios mismo. Y todo lo llena, lo ilumina, transforma, redime y salva. “¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?”, dice San Pablo, que también nos dirá: “Sólo quiero conocer a Cristo, crucificado”.

“¡Salve, oh Cruz, esperanza única!”. Con cuánta razón podía decir santa Teresa que hemos de traer a nuestra contemplación “a Cristo muy llagado”.

De donde hay tanto amor, sacaremos, sin duda amor, mucho amor, como el autor del soneto, tan conocido:

No me mueve mi Dios para quererte
el cielo que me tienes prometido...

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en esa cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, al fin tu amor, y en tal manera
que, aunque no hubiera cielo yo te amara,
y, aunque no hubiera infierno, te temiera...


En la Cruz se nos revela el misterio del Dios escondido, nuestro Salvador: ¿Cómo puede ser Dios uno que muere condenado a manos de unos poderes ciegos y de una muchedumbre manipulada, pero consciente, y sumido en un fracaso a los ojos de los hombres? ¿Cómo puede revelarse y comunicarse Dios ahí? ¿Se puede seguir creyendo en Dios en medio de ese lado tan oscuro de la vida que es el mal y el sufrimiento bajo tantas y tantas formas en número ilimitado? ¿Se puede creer ante la muerte, más aún si es violenta de los niños, o tras las grandes masacres destructoras de los siglos XX y XXI, que todos tenemos en la memoria? Si Dios es tan bueno, si Dios nos quiere tanto, ¿por qué permite tanto sufrimiento?; y si es tan poderoso, ¿por qué no interviene? Son las quejas y preguntas amargas de la humanidad amasada con el dolor, el llanto, el sufrimiento.

Que Dios no intervenga con su fuerza en favor de los que sufren, como no intervino en favor de Jesús, no significa que esté ausente o indiferente ante el sufrimiento de los hombres. Significa, más bien, todo lo contrario: que asume y hace suyo el sufrimiento de los suyos, como hizo suyo el sufrimiento de Jesús, para redimirnos de él con su amor, para enseñarnos a padecerlo sin desesperación y para invitarnos a descubrirle y ayudarle donde un hombre sufre. A Dios no le es ajeno el sufrimiento de los hombres, se identifica con él; así muestra la densidad y el espesor de ese sufrimiento: es el sufrimiento de su propio Hijo. Al mismo tiempo es el “no” de Dios al mal, reflejado en esa forma suprema que vemos en la pasión y muerte del que, siendo de condición divina, se ha despojado de sí o para darse todo en amor sin límites.

En la Cruz, pues, Jesucristo abre la esperanza para todos los hombres, especialmente para los marginados y excluidos de la sociedad, llevados a morir fuera de los muros de la ciudad tranquila y del bienestar egoísta, para todos los desheredados de la historia, al revelarnos, desde su propia condición de Hijo único, el corazón de Dios como Padre querido, que no deja al Hijo en la estacada del abismo, Padre también de ellos, de los últimos y pecadores, acogedor de todos los necesitados y, a veces, desahuciados de salvación.

Jesucristo, colgado de la cruz nos muestra que la salvación no está con los sabios y entendidos de este mundo, con los poderosos, con los más fuertes, con los que tienen grandes energías y capacidad para hacer el futuro. Sino que, más bien, está con los que han perdido; con los repudiados y rotos; con los que no han llegado, con los despojados y perseguidos; con los que, llagados como el pobre Lázaro, se arrastran para alcanzar las migajas de la mesa de los hartos; con los pequeños y con aquellos que son tan pobres y débiles que no contribuyen aparentemente en nada a la solución de los problemas de la humanidad y al progreso de la sociedad.

Desde la Cruz nos alcanza la salvación nueva y definitiva, total, la superabundancia de salvación, de justicia y de sentido, que no es otra que Dios mismo: misterio insondable de amor. Es en el vaciamiento de Dios en la cruz de su Hijo, sin reservarse nada, donde se manifiesta su benevolencia y su amor porque nadie tiene más amor que el que da su vida por los demás. Jesucristo es Dios, es el Hijo de Dios, es el fruto eterno de su amor, don todo Él. Y al dar su vida en la Cruz por nosotros, los hombres, da todo el amor de Dios; no se guarda nada para sí. Es ahí también, en la Cruz de Jesucristo, donde acaece el juicio de Dios sobre la humanidad pecadora y hostil, la humanidad fratricida y perdida, la humanidad pecadora. Juicio que no es otro que su infinito amor actuante, su gracia misma, su perdón, su justificación, desde donde, por contraste, se hace patente nuestra maldad y nuestro pecado y se nos llama a la conversión: a asumir el amor que Dios mismo pone en nosotros para que lo llevemos a cabo consumando su obra.

Ahí, en el Crucificado, descubrimos la libertad de Dios para amar; ahí está su omnipotencia la omnipotencia de su amor. Ahí vemos a Dios, afectado e impresionado por el dolor y la miseria, por el pecado y la maldad del hombre, su cercanía y su compasión para con los desvalidos y con los desheredados de la tierra. La muerte de la cruz es la señal y la prueba elocuente del amor de Dios a los hombres (cf. Jn 3,16). “Al entregar a su Hijo Jesús a la muerte y una muerte de cruz, Dios llega hasta la extrema donación de sí mismo a un mundo extraño y hostil, alejado de Él por el pecado. Esa es su definitiva y suprema muestra de amor por los hombres. Supone una seria y decisiva voluntad de entrar de veras en nuestro mundo injusto y brutal, de implicarse en él desde dentro y de exponerse, por consiguiente, al rechazo de la libertad del hombre” (Catecismo Esta es nuestra fe”, p. 144), pero vaciando enteramente su amor que crea, recrea, libera y salva con todo su infinito poder.

“Jesús, inocente y justo, se entrega a la muerte, interiormente animado por la más extrema fidelidad a Dios y amor al hombre... Jesús experimenta la oscuridad de la muerte y aun el alejamiento de Dios que ésta lleva consigo, pues es fruto del pecado... Pero también sufre la muerte con una confianza total e inquebrantable en Dios, su Padre, abandonándose en sus manos. Y esta actitud cambia por dentro el sentido de la muerte. Jesús, inocente y justo, misericordioso y fiel, confiado y lleno de amor, convierte en la más extrema cercanía a Dios lo que era extrema lejanía de Él. La muerte, vivida en una carne que por su condición es extraña a Dios por el pecado, esto es, la muerte vivida en nuestra carne, se convierte en camino de vida eterna. Jesús no sufre la muerte como un destino fatal. Padece y muere libremente en perfecta comunión con la voluntad de su Padre y por amor a los hombres. Gracias a este amor de Jesús, fiel a Dios y solidario de los hombres, podemos también nosotros responder con fidelidad y entrar en una nueva relación de amor con el prójimo, con todo hombre, incluso, con el enemigo” (Catecismo Esta es nuestra fe, 146), podemos amar sin fronteras porque, por la Cruz de Cristo, somos hijos de Dios.

Que Dios nos conceda adentrarnos en el misterio de la Cruz, contemplarlo y adorarlo y alcanzar la verdadera sabiduría que de la Cruz nos viene al mundo entero. En ella brilla ya anticipadamente la gloria, la gloria de la Resurrección, la victoria del amor que transforma la muerte en la vida.
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