Hechos por Dios y para Dios
Buena parte de este olvido de Dios se manifiesta en el laicismo reinante, en una amplia y honda secularización de nuestro mundo occidental, y también la secularización interna de la propia Iglesia, o la apostasía silenciosa y las deserciones de tantos y tantos cristianos, la mediocridad de nuestra fe y vida cristiana, la incapacidad para evangelizar, la falta de fortaleza para ser testigos de la fe en nuestro mundo.
El domingo pasado escuchábamos en la palabra de Dios que nos presentaba la Liturgia: “Soy el Dios de tus padres, he visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos. Voy a bajar a liberarlos de los egipcios, a sacarlos de esta tierra, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel”. Así es Dios: “El Señor es compasivo y misericordioso. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades, Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. El Señor hace justicia y defiende a todos los oprimidos… El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira, rico en clemencia, como se levanta el cielo sobre la tierra, se levanta su bondad sobre sus fieles”.
Esta Palabra de Dios se cumple en Jesucristo más allá de lo que podríamos pensar e imaginar, se cumple en el altar de la Eucaristía, donde Jesucristo, víctima de la injusticia, de la violencia, de la maldad, del pecado de los hombres, se ofrece al Padre con un amor hasta el extremo, para rescatarnos a nosotros de los poderes del mal y de la muerte: ahí está toda la compasión de Dios, que no sólo escucha nuestros sufrimientos, sino que los asume como propios; que no sólo ve la esclavitud de su pueblo en Egipto y le libera, sino que asume en su Hijo la opresión de odio, violencia, mentira, privación de libertad, que por obra del Maligno, Príncipe de la mentira, domina el mundo entero, y nos traslada al Reino de su amor, de la verdad, de la justicia y de la paz. Aquí está la salvación para el hombre que, en su infinita misericordia y en su inmenso amor, Dios nos ofrece a todos como verdadero y real futuro para la humanidad. Aquí, en la Eucaristía.
La cuestión que está en juego siempre, y en nuestros días con una vibrante actualidad, es el reconocimiento de Dios, que es Amor, y vivir ante Él como corresponde a su reconocimiento, es decir, en la adoración y en la fe, en el cumplimiento de su voluntad y querer, y en la aceptación de su designio, que es siempre, como hemos escuchado en la lecturas, de misericordia y amor en favor del hombre, de liberación y salvación de cuanto nos oprime y amenaza, de paz y gozo, y nunca de aflicción. Aun cuando el Príncipe de la mentira se muestre tan activo, aun cuando la dureza del corazón humano se muestre con su cara de violencia y de destrucción, no podemos vivir desalentados como los que no tienen esperanza. La fe que profesamos, en la que está nuestra victoria, nos anima en nuestros días: Dios es amor; Dios, por amor, nos ha creado y redimido; su fidelidad es eterna. Por la fe en Jesucristo tenemos la firme certeza de que Dios no abandona nunca al hombre y que lo ha apostado todo por él; es leal y fiel, jamás nos falla. Pero necesitamos volver a Dios, necesitamos convertirnos a Él. “Si no nos convertimos, pereceremos”, proclama el Evangelio.
Pero aun siendo así, reconozcamos, al mismo tiempo, que hoy se palpan innumerables signos de cómo nuestro mundo se está alejando de Dios. Es verdad que, sin embargo, Dios no se aleja de él; tal vez está aún más cercano que nunca, porque este mundo necesita más de su compasión, de su piedad, de su misericordia, de su sabiduría y de su amor. Necesita volver a Dios, acudir a Él, convertirse a Él. Y si no, pereceremos; sin Dios nos destruimos; sin Dios nos sumergimos en un infierno devorador del hombre.
En efecto, ¿qué significan –si no es lejanía respecto de Dios– los atentados contra la vida humana, como es el execrable terrorismo, los miles y miles de abortos legales cada año en el mundo, o las legislaciones o los propósitos legalizadores de la eutanasia, o de los casos de comercio de embriones –verdaderos seres humanos–, o el negocio de la droga, o ese creciente número de suicidios en tantas partes? ¿Qué nos dicen los genocidios, las guerras tan crueles del pasado siglo, los campos de exterminio nazis o los gulags soviéticos, la inhumana pobreza y hambre de tres cuartas partes de la humanidad, mientras una cuarta parte vivimos en la abundancia? ¿Qué comporta el relativismo –verdadero cáncer de la humanidad de hoy–, el escepticismo y la quiebra moral tan aguda que padecemos, donde no se sabe lo que es bueno y lo que es malo, lo que es válido y valioso en sí y por sí mismo para todos, lo que pertenece a la ley natural y universal? ¿Por qué la tan amplia y repetida vulneración de derechos humanos fundamentales en esta etapa de la historia, o la crisis tan aguda que sufren hoy el reconocimiento y fundamentación de tales derechos humanos, y, al tiempo la creación artificial de “nuevos derechos” por las mayorías parlamentarias o grupos de opinión con amplio poder e intereses? ¿No son reflejo de lo mismo, de ese olvido de Dios, las formas y modos con que está siendo tratada la familia, a la que se quiere desvincular de su fundamento natural que es la unión fiel e indisoluble del hombre y de la mujer abierta a la vida, como ha sido “desde el principio”? ¿Qué decir de la postura tan generalizada de nuestra cultura dominante para la que parece que la verdad no cuenta o no existe la verdad absoluta y universal, o la afirmación de la verdad sea entendida como dogmatismo, fundamentalismo o fanatismo a extirpar?
Podríamos seguir planteando interrogantes y más interrogantes; nos llevaría todos a la misma realidad: tras todas esas situaciones está el olvido, la ausencia de Dios, el caminar en dirección opuesta a Él y a su voluntad. Buena parte de este olvido de Dios se manifiesta en el laicismo reinante, en una amplia y honda secularización de nuestro mundo occidental, y también la secularización interna de la propia Iglesia –la más grave de todas–, o la apostasía silenciosa y las deserciones de tantos y tantos cristianos, la mediocridad de nuestra fe y vida cristiana, la incapacidad para evangelizar, la falta de fortaleza para ser testigos de la fe en nuestro mundo. Todo ello refleja la pérdida de sentido de Dios o su olvido, la gran fragilidad con que se vive la experiencia de Dios y la debilidad para vivir la dimensión pública de la fe. Aquí está la clave de lo que nos sucede.
Hoy se escucha en el Evangelio las palabras de Jesús dichas con fuerza: “Si no os convertís, pereceréis”. Ahí está el futuro del hombre y de la sociedad. Es preciso reconocer la necesidad de convertirnos a Dios, si queremos que haya un futuro verdadero para la humanidad. La verdad del hombre está en Dios. Esta es, en efecto, la verdad del hombre y su grandeza: está hecho por Dios y para Dios. Ahí se condensa la más genuina y honda antropología, de la que andamos tan necesitados en nuestro tiempo, en el que todo parece mirarse a ras de suelo y en el que todo trata de resolverse de manera inmanente a este mismo mundo con la confianza puesta en sí mismos y tratando de comprenderse sólo con criterios y medidas inmediatos, parciales, y, a veces, superficiales e incluso aparentes. Necesitamos convertirnos a Dios para que el mundo no sea un infierno, porque, ¿qué es el infierno sino la ausencia de Dios? La Iglesia, nosotros los cristianos, convertidos a Dios, enraizados en Él, fundamentados en El, viviendo de Él, en su Hijo Jesucristo y por la fuerza del Espíritu Santo, tenemos como misión acercar a la tierra el cielo, que es presencia de Dios, presencia permanente de su amor, que es vivir en la verdad que nos hace libres. La Iglesia existe para llevar a los hombres a Dios y hacer posible que vivamos en su amor, para quien cada hombre es un hombre, y merece todo respeto, ayuda y amor.
Esta Palabra de Dios se cumple en Jesucristo más allá de lo que podríamos pensar e imaginar, se cumple en el altar de la Eucaristía, donde Jesucristo, víctima de la injusticia, de la violencia, de la maldad, del pecado de los hombres, se ofrece al Padre con un amor hasta el extremo, para rescatarnos a nosotros de los poderes del mal y de la muerte: ahí está toda la compasión de Dios, que no sólo escucha nuestros sufrimientos, sino que los asume como propios; que no sólo ve la esclavitud de su pueblo en Egipto y le libera, sino que asume en su Hijo la opresión de odio, violencia, mentira, privación de libertad, que por obra del Maligno, Príncipe de la mentira, domina el mundo entero, y nos traslada al Reino de su amor, de la verdad, de la justicia y de la paz. Aquí está la salvación para el hombre que, en su infinita misericordia y en su inmenso amor, Dios nos ofrece a todos como verdadero y real futuro para la humanidad. Aquí, en la Eucaristía.
La cuestión que está en juego siempre, y en nuestros días con una vibrante actualidad, es el reconocimiento de Dios, que es Amor, y vivir ante Él como corresponde a su reconocimiento, es decir, en la adoración y en la fe, en el cumplimiento de su voluntad y querer, y en la aceptación de su designio, que es siempre, como hemos escuchado en la lecturas, de misericordia y amor en favor del hombre, de liberación y salvación de cuanto nos oprime y amenaza, de paz y gozo, y nunca de aflicción. Aun cuando el Príncipe de la mentira se muestre tan activo, aun cuando la dureza del corazón humano se muestre con su cara de violencia y de destrucción, no podemos vivir desalentados como los que no tienen esperanza. La fe que profesamos, en la que está nuestra victoria, nos anima en nuestros días: Dios es amor; Dios, por amor, nos ha creado y redimido; su fidelidad es eterna. Por la fe en Jesucristo tenemos la firme certeza de que Dios no abandona nunca al hombre y que lo ha apostado todo por él; es leal y fiel, jamás nos falla. Pero necesitamos volver a Dios, necesitamos convertirnos a Él. “Si no nos convertimos, pereceremos”, proclama el Evangelio.
Pero aun siendo así, reconozcamos, al mismo tiempo, que hoy se palpan innumerables signos de cómo nuestro mundo se está alejando de Dios. Es verdad que, sin embargo, Dios no se aleja de él; tal vez está aún más cercano que nunca, porque este mundo necesita más de su compasión, de su piedad, de su misericordia, de su sabiduría y de su amor. Necesita volver a Dios, acudir a Él, convertirse a Él. Y si no, pereceremos; sin Dios nos destruimos; sin Dios nos sumergimos en un infierno devorador del hombre.
En efecto, ¿qué significan –si no es lejanía respecto de Dios– los atentados contra la vida humana, como es el execrable terrorismo, los miles y miles de abortos legales cada año en el mundo, o las legislaciones o los propósitos legalizadores de la eutanasia, o de los casos de comercio de embriones –verdaderos seres humanos–, o el negocio de la droga, o ese creciente número de suicidios en tantas partes? ¿Qué nos dicen los genocidios, las guerras tan crueles del pasado siglo, los campos de exterminio nazis o los gulags soviéticos, la inhumana pobreza y hambre de tres cuartas partes de la humanidad, mientras una cuarta parte vivimos en la abundancia? ¿Qué comporta el relativismo –verdadero cáncer de la humanidad de hoy–, el escepticismo y la quiebra moral tan aguda que padecemos, donde no se sabe lo que es bueno y lo que es malo, lo que es válido y valioso en sí y por sí mismo para todos, lo que pertenece a la ley natural y universal? ¿Por qué la tan amplia y repetida vulneración de derechos humanos fundamentales en esta etapa de la historia, o la crisis tan aguda que sufren hoy el reconocimiento y fundamentación de tales derechos humanos, y, al tiempo la creación artificial de “nuevos derechos” por las mayorías parlamentarias o grupos de opinión con amplio poder e intereses? ¿No son reflejo de lo mismo, de ese olvido de Dios, las formas y modos con que está siendo tratada la familia, a la que se quiere desvincular de su fundamento natural que es la unión fiel e indisoluble del hombre y de la mujer abierta a la vida, como ha sido “desde el principio”? ¿Qué decir de la postura tan generalizada de nuestra cultura dominante para la que parece que la verdad no cuenta o no existe la verdad absoluta y universal, o la afirmación de la verdad sea entendida como dogmatismo, fundamentalismo o fanatismo a extirpar?
Podríamos seguir planteando interrogantes y más interrogantes; nos llevaría todos a la misma realidad: tras todas esas situaciones está el olvido, la ausencia de Dios, el caminar en dirección opuesta a Él y a su voluntad. Buena parte de este olvido de Dios se manifiesta en el laicismo reinante, en una amplia y honda secularización de nuestro mundo occidental, y también la secularización interna de la propia Iglesia –la más grave de todas–, o la apostasía silenciosa y las deserciones de tantos y tantos cristianos, la mediocridad de nuestra fe y vida cristiana, la incapacidad para evangelizar, la falta de fortaleza para ser testigos de la fe en nuestro mundo. Todo ello refleja la pérdida de sentido de Dios o su olvido, la gran fragilidad con que se vive la experiencia de Dios y la debilidad para vivir la dimensión pública de la fe. Aquí está la clave de lo que nos sucede.
Hoy se escucha en el Evangelio las palabras de Jesús dichas con fuerza: “Si no os convertís, pereceréis”. Ahí está el futuro del hombre y de la sociedad. Es preciso reconocer la necesidad de convertirnos a Dios, si queremos que haya un futuro verdadero para la humanidad. La verdad del hombre está en Dios. Esta es, en efecto, la verdad del hombre y su grandeza: está hecho por Dios y para Dios. Ahí se condensa la más genuina y honda antropología, de la que andamos tan necesitados en nuestro tiempo, en el que todo parece mirarse a ras de suelo y en el que todo trata de resolverse de manera inmanente a este mismo mundo con la confianza puesta en sí mismos y tratando de comprenderse sólo con criterios y medidas inmediatos, parciales, y, a veces, superficiales e incluso aparentes. Necesitamos convertirnos a Dios para que el mundo no sea un infierno, porque, ¿qué es el infierno sino la ausencia de Dios? La Iglesia, nosotros los cristianos, convertidos a Dios, enraizados en Él, fundamentados en El, viviendo de Él, en su Hijo Jesucristo y por la fuerza del Espíritu Santo, tenemos como misión acercar a la tierra el cielo, que es presencia de Dios, presencia permanente de su amor, que es vivir en la verdad que nos hace libres. La Iglesia existe para llevar a los hombres a Dios y hacer posible que vivamos en su amor, para quien cada hombre es un hombre, y merece todo respeto, ayuda y amor.
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