El poder del rito
A menudo los viejos árboles van declinando con lentitud, como asumiendo con plena conciencia su paulatino convertirse en leña seca. Primero un tallo, después otro, hasta que finalmente, si no aparece casi de repente, por uno de esos prodigios cotidianos de la vida, un nuevo y vigoroso vástago, todo el ser vegetal parece concentrarse en una última rama que, oh milagro, consigue aún florecer o mantiene hasta el final, como si nada importara la certeza de la muerte próxima, la belleza flexible de las últimas hojas, el sabor del último fruto.
Me parece que en ello hay una gran enseñanza moral, la de hacer hasta el final lo que el deber nos obliga con la mayor perfección posible, sin hacernos preguntas sobre su utilidad, su razonabilidad o su simple sentido. La última flor del almendro, justo antes de morir, será tan perfecta como la primera.
No es fácil traducir esto en actos humanos si de la muerte se trata porque la conciencia del fin próximo es simplemente paralizante excepto en caracteres extraordinarios, pero sí lo veo cumplido a menudo en el sereno realizarse del rito, cualquiera que este sea. Y si de ritos hablamos, entre nosotros alcanzan cumbre de perfección los que son propios, hasta el punto de hacerla simplemente posible, de nuestra Semana Santa.
La tendencia al dramatismo exaltado que los medios audiovisuales y las redes sociales han instaurado en la vida social hace que, si las cofradías no puedan llegar a realizar su estación, como ha sucedido a tantas en estos días pasados, se busque siempre el ángulo fácil de la manifestación más o menos espontánea de sentimientos de desolación, tristeza, incluso rabia. La decepción, el incumplimiento de nuestras expectativas, parece hoy simplemente insoportable, pero frente a eso se alza la grandeza del rito.
En efecto, me resulta asombroso cómo, pese a la casi total certeza de que no habrá salida, cada hermandad mantiene como si nada y hasta el final, con riguroso celo, el inmenso cúmulo de amorosos cuidados que es una cofradía el día de su estación; cada nazareno se viste con la atención y el primor que es norma y se traslada a la capilla o templo aun sabiendo que naturalmente lloverá; los tramos se formarán estoicamente y contra toda esperanza hasta la hora cero. El rito nos lleva de su mano más allá, hasta donde la voluntad no tendría poder. El rito siempre nos permite cumplir lo que se espera de nosotros. El resto es cosa de Dios.
Publicado en Diario de Sevilla.