Dios en el centro de todo
Junto a Santa Teresa se ve con mayor viveza el drama de nuestro tiempo; aunque se tuviera casi todo, aunque se tuviera todo el poder humano, todo eso puede manifestar, manifiesta de hecho, la mayor de las pobrezas, porque, en este momento actual de la historia, el más hondo, vasto y auténtico problema es que «Dios desaparece del horizonte de los hombres
Acabo de regresar prácticamente de Ávila, donde he pasado tres días en peregrinación con los seminaristas de Valencia con motivo del jubileo teresiano por los quinientos años del nacimiento de Santa Teresa de Jesús. Ha sido una auténtica inmersión en el universo teresiano: vida, enseñanzas, tiempos y lugares de la Santa. Un verdadero regalo de Dios para cuantos participamos en esta peregrinación. Allí he tenido ocasión de reflexionar, a la luz del magisterio de Santa Teresa de Jesús, sobre lo que nos acontece en estos momentos. Vivimos momentos cruciales. Sin duda, son muchas las realidades, grandes las necesidades y abundantes los problemas que reclaman la solicitud atenta de la Iglesia. No son soluciones o respuestas parciales lo que necesitamos; por supuesto, no son sólo medidas económicas, ni técnicas solo; algo más sustancial, central y hondo necesitamos.
Junto a Santa Teresa se ve con mayor viveza el drama de nuestro tiempo; aunque se tuviera casi todo, aunque se tuviera todo el poder humano, todo eso puede manifestar, manifiesta de hecho, la mayor de las pobrezas, porque, en este momento actual de la historia, el más hondo, vasto y auténtico problema es que «Dios desaparece del horizonte de los hombres y, con el apagarse de la luz que proviene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos son cada vez más manifiestos » (Benedicto XVI).
Se palpan innumerables signos de cómo hoy nuestro mundo se está alejando de Dios y vive como si Dios no existiese, aunque Dios no se aleje de él e, incluso, hasta tal vez le esté aún más cercano porque necesita más de su misericordia, como nos señala una y otra vez el Papa Francisco. Podríamos enumerar múltiples realidades y situaciones en las que hoy se está jugando la suerte del hombre y su futuro; no es difícil señalarlas. Detrás de muchas de ellas, sin duda graves, se encuentra el olvido de Dios, la ausencia de Dios, el caminar en dirección opuesta a Él y a su voluntad. No faltan incluso, por desgracia para la humanidad, proyectos sociales, globales, para los que Dios debería desaparecer de la esfera social, de la vida pública y de la conciencia de los hombres, o re- ducirlo a la esfera privada. Buena parte de este olvido de Dios lo refl eja el laicismo sociológico reinante, al menos, en Occidente y con tendencia a extenderse al resto del mundo, en el que Dios no cuenta; no faltan tampoco quienes consideran que la afirmación de Dios es fuente de evasión, inmadurez, división, exclusión y enfrentamiento.
Este olvido de Dios se manifi esta asimismo en una amplia y honda secularización de nuestro mundo, y también en la secularización interna de la Iglesia –la más grave–, o en la apostasía silenciosa de Europa, o la falta de esperanza, sobre todo, entre sectores jóvenes.
Todo ello refleja la pérdida o debilidad del sentido de Dios, la fragilidad con que se vive la experiencia de Dios y la debilidad para vivir la dimensión pública de la fe. En todo ello está la clave de lo que nos sucede: esto conduce a la destrucción del cosmos y del hombre y aboca a una humanidad sin futuro. Lo que, como consecuencia de esto, está en juego es el hombre. Por eso «la prioridad que está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. Conducir a los hombres hacia Dios, hacia el Dios revelado en la Biblia, el que hemos visto y palpado en el rostro humano, en la humanidad de su Hijo único, ésta es la prioridad suprema y fundamental de la Iglesia y del Sucesor de Pedro en este tiempo» (Benedicto XVI).
Todo eso lo he vuelto a revivir en Santa Teresa de Jesús: «Sólo Dios basta; contemplar a Jesucristo muy humanado; sentirse gozosamente hija fiel de la Iglesia».
Ahí radica tanto el impulso urgente y decidido de una nueva evangelización para la transmisión de la fe, como poner en el centro y en la base de la Iglesia y de su actuación la Palabra de Dios y la Liturgia: la Eucaristía, la oración y la adoración. Pocos hablan de adoración en el centro del futuro de la Iglesia y del servicio de ésta a la humanidad. Mucho, en efecto, depende de recuperar y vivir la adoración, sobre todo, de la Eucaristía, en lo más nuclear de la Iglesia, que tan claramente se percibe en las Madres Carmelitas de Ávila. Urge reavivar por doquier el verdadero sentido de la adoración, profundizar y difundir la verdadera renovación litúrgica querida por el Vaticano ll, que está empapada del sentido de la adoración. Si queremos una Iglesia conforme pide «Gaudium et Spes», es preciso poner en la base «Sacrosanctum Concilium», como hizo el Concilio Vaticano II. Es necesario en estos momentos dar un nuevo impulso a lo que constituye lo más genuino de la adoración eucarística, tan dentro de la renovación litúrgica conciliar, darlo a conocer, interiorizarlo y aplicarlo fi elmente, impulsar un gran movimiento de formación litúrgica, para celebrar bien y para participar adecuadamente en la celebración, haciendo de ella un verdadero acto de adoración, que se prolonga en la adoración eucarística fuera de la Misa.
En todo caso, en estos momentos cruciales, teniendo muy en cuenta la lección de Santa Teresa, nos vendría muy bien recordar aquellas palabras de la Carta a los Hebreos: «Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia... y no os canséis ni perdáis el animo» (Heb 12,1-3). No nos cansemos de dar razón de nuestra esperanza, que es Cristo, «que tiene palabras deVida eterna» (Jn 6,68). De la ciudad amurallada, de Ávila, de Santa Teresa de Jesús nos llega un aire nuevo, que es de siempre, el aire que hace menos angosto y desértico el mundo en que vivimos. Bendecimos a Dios porque nos ha bendecido con la obra de su misericordia realizada en la ciudad amurallada para España y para todos los hombres.
© La Razón
Junto a Santa Teresa se ve con mayor viveza el drama de nuestro tiempo; aunque se tuviera casi todo, aunque se tuviera todo el poder humano, todo eso puede manifestar, manifiesta de hecho, la mayor de las pobrezas, porque, en este momento actual de la historia, el más hondo, vasto y auténtico problema es que «Dios desaparece del horizonte de los hombres y, con el apagarse de la luz que proviene de Dios, la humanidad se ve afectada por la falta de orientación, cuyos efectos destructivos son cada vez más manifiestos » (Benedicto XVI).
Se palpan innumerables signos de cómo hoy nuestro mundo se está alejando de Dios y vive como si Dios no existiese, aunque Dios no se aleje de él e, incluso, hasta tal vez le esté aún más cercano porque necesita más de su misericordia, como nos señala una y otra vez el Papa Francisco. Podríamos enumerar múltiples realidades y situaciones en las que hoy se está jugando la suerte del hombre y su futuro; no es difícil señalarlas. Detrás de muchas de ellas, sin duda graves, se encuentra el olvido de Dios, la ausencia de Dios, el caminar en dirección opuesta a Él y a su voluntad. No faltan incluso, por desgracia para la humanidad, proyectos sociales, globales, para los que Dios debería desaparecer de la esfera social, de la vida pública y de la conciencia de los hombres, o re- ducirlo a la esfera privada. Buena parte de este olvido de Dios lo refl eja el laicismo sociológico reinante, al menos, en Occidente y con tendencia a extenderse al resto del mundo, en el que Dios no cuenta; no faltan tampoco quienes consideran que la afirmación de Dios es fuente de evasión, inmadurez, división, exclusión y enfrentamiento.
Este olvido de Dios se manifi esta asimismo en una amplia y honda secularización de nuestro mundo, y también en la secularización interna de la Iglesia –la más grave–, o en la apostasía silenciosa de Europa, o la falta de esperanza, sobre todo, entre sectores jóvenes.
Todo ello refleja la pérdida o debilidad del sentido de Dios, la fragilidad con que se vive la experiencia de Dios y la debilidad para vivir la dimensión pública de la fe. En todo ello está la clave de lo que nos sucede: esto conduce a la destrucción del cosmos y del hombre y aboca a una humanidad sin futuro. Lo que, como consecuencia de esto, está en juego es el hombre. Por eso «la prioridad que está por encima de todas es hacer presente a Dios en este mundo y abrir a los hombres el acceso a Dios. Conducir a los hombres hacia Dios, hacia el Dios revelado en la Biblia, el que hemos visto y palpado en el rostro humano, en la humanidad de su Hijo único, ésta es la prioridad suprema y fundamental de la Iglesia y del Sucesor de Pedro en este tiempo» (Benedicto XVI).
Todo eso lo he vuelto a revivir en Santa Teresa de Jesús: «Sólo Dios basta; contemplar a Jesucristo muy humanado; sentirse gozosamente hija fiel de la Iglesia».
Ahí radica tanto el impulso urgente y decidido de una nueva evangelización para la transmisión de la fe, como poner en el centro y en la base de la Iglesia y de su actuación la Palabra de Dios y la Liturgia: la Eucaristía, la oración y la adoración. Pocos hablan de adoración en el centro del futuro de la Iglesia y del servicio de ésta a la humanidad. Mucho, en efecto, depende de recuperar y vivir la adoración, sobre todo, de la Eucaristía, en lo más nuclear de la Iglesia, que tan claramente se percibe en las Madres Carmelitas de Ávila. Urge reavivar por doquier el verdadero sentido de la adoración, profundizar y difundir la verdadera renovación litúrgica querida por el Vaticano ll, que está empapada del sentido de la adoración. Si queremos una Iglesia conforme pide «Gaudium et Spes», es preciso poner en la base «Sacrosanctum Concilium», como hizo el Concilio Vaticano II. Es necesario en estos momentos dar un nuevo impulso a lo que constituye lo más genuino de la adoración eucarística, tan dentro de la renovación litúrgica conciliar, darlo a conocer, interiorizarlo y aplicarlo fi elmente, impulsar un gran movimiento de formación litúrgica, para celebrar bien y para participar adecuadamente en la celebración, haciendo de ella un verdadero acto de adoración, que se prolonga en la adoración eucarística fuera de la Misa.
En todo caso, en estos momentos cruciales, teniendo muy en cuenta la lección de Santa Teresa, nos vendría muy bien recordar aquellas palabras de la Carta a los Hebreos: «Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia... y no os canséis ni perdáis el animo» (Heb 12,1-3). No nos cansemos de dar razón de nuestra esperanza, que es Cristo, «que tiene palabras deVida eterna» (Jn 6,68). De la ciudad amurallada, de Ávila, de Santa Teresa de Jesús nos llega un aire nuevo, que es de siempre, el aire que hace menos angosto y desértico el mundo en que vivimos. Bendecimos a Dios porque nos ha bendecido con la obra de su misericordia realizada en la ciudad amurallada para España y para todos los hombres.
© La Razón
Comentarios
Otros artículos del autor
- El aborto sigue siendo un crimen
- Sobre la nueva regulación del aborto de Macron
- Don Justo Aznar, hombre de la cultura
- La evangelización de América, ¿opresión o libertad?
- ¡Por las víctimas! Indignación ante la ignominia de Parot
- Una imagen peregrina de la Inmaculada nos visita
- Cardenal Robert Sarah
- Puntualizaciones a cosas que se dicen
- Una gran barbaridad y una gran aberración
- Modelo para el hoy de la sociedad y de la universidad