Domingo, 22 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

Tragedia de una Semana y de un tiempo histórico


«Entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura; destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevarlas a la categoría de madres para virilizar la especie; penetrad en los Registros de la propiedad y haced hogueras con sus papeles para que el fuego purifique la infame organización social».

por Ángel David Martín Rubio

Prefiero comenzar a escribir acerca del centenario de la «Semana Trágica de Barcelona» evocando la llegada a la ciudad de las tropas que restablecieron el orden. Y no es por simpatía hacia el Estado liberal que las mandaba. Es que, con Spengler y tantos otros, estoy convencido de que ha sido siempre un pelotón de soldados el que salva la civilización; aunque no siempre la civilización tiene salvación ni es capaz de poner a su servicio una milicia entendida como «religión de hombres honrados», en expresión de Calderón de la Barca. No pensaban así los políticos liberales de la Restauración que utilizaban al Ejército y a las Fuerzas de Orden Público al servicio de sus intereses al tiempo que les ataban las manos para cumplir las misiones que les encomendaban y daban pábulo a todo tipo de campañas demagógicas y antimilitaristas. Una de esas campañas fue el pretexto utilizado en 1909 para desencadenar los sucesos que luego se denominaron de la «Semana Trágica» o la «Semana Sangrienta». La pequeña zona de influencia que había correspondido a España en el norte de Marruecos ocasionaba más sacrificios que beneficios. Para contrarrestar esta situación comenzó el tendido de un ferrocarril desde Melilla que facilitara la explotación de las minas del Rif. Los indígenas, insumisos tanto a los administradores españoles como al sultán, protagonizaban continuas emboscadas y, con la intención mantener el control en la zona, se decidió el envío de tropas. El Capitán General Primo de Rivera había sido sustituido en el Ministerio de la Guerra por el General Linares quien, en lugar de mandar a Melilla las tropas que aquél tenía preparadas, ordenó movilizar a las dos Brigadas de Cazadores que guarnecían a Madrid y Barcelona, nutriendo sus efectivos con individuos ya licenciados pertenecientes a la reserva activa. Esto produjo lógica inquietud entre las clases populares, aprovechada para su labor agitadora por las propagandas republicanas, marxistas y anarquistas. Como diría más tarde el popular periodista de izquierdas francés Henri de Rochefort: «Un país en cuyo Parlamento puede decirse sin protesta de nadie, ni aún del Gobierno, lo que dijeron Pablo Iglesias y Lerroux, que afirmaron terminantemente que si surgía nuevamente la guerra los soldados no tomarían las armas, no tiene derecho a quejarse de sus desdichas». A la salida de las tropas se produjeron en Barcelona y Madrid graves desórdenes que adquirieron mayor tono el 26 de julio en la ciudad condal donde, frente a la pasividad de las autoridades civiles y militares, tomó la iniciativa Solidaridad Obrera, un movimiento en el que predominaban los anarquistas, aunque contaba con fuertes núcleos socialistas e incluso republicanos de izquierdas. De la huelga pasiva se pasó a un estallido de violencia y, durante siete días, la ciudad quedó en manos de los revolucionarios. Tarrasa, Sabadell, Badalona, Granollers, la Maresma, San Feliú de Guixols y Mataró, secundaron la huelga general revolucionaria y en algunos de esos Municipios se proclamó la República. Hay coincidencia entre los historiadores en que resulta difícil una explicación coherente de los entresijos de lo ocurrido pero no porque los sucesos tuvieran un carácter espontáneo; más bien porque en Barcelona no hacía falta preparar una revolución que siempre estaba preparada, como dijo el gobernador civil Osorio y Gallardo al presidente del Gobierno Antonio Maura. La historiadora Joan Connelly Ullman atribuye la inspiración a los republicanos radicales de Alejandro Lerroux mientras que otros conceden la primacía al anarquismo. Más que de dos raíces distintas habría que hablar de unos anarquistas influidos y movilizados por la filosofía lerrouxista. El jefe del partido radical escribía: «cuando conocí detalles… me decía con orgullo: ¡son ellos, son mis discípulos!» y en 1906 había lanzado a sus «jóvenes bárbaros de hoy» consignas que se cumplieron literalmente en 1909, en 1934 y en 1936: «Entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura; destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevarlas a la categoría de madres para virilizar la especie; penetrad en los Registros de la propiedad y haced hogueras con sus papeles para que el fuego purifique la infame organización social; entrad en los lugares humildes y levantad legiones de proletarios para que el mundo tiemble ante sus jueces despiertos. Hay que hacerlo todo nuevo, con los sillares empolvados, con las vigas humeantes de los viejos edificios derrumbados, pero antes necesitamos la catapulta que abata los muros y el rodillo que nivele los solares […] No hay nada sagrado en la tierra más que la tierra y vosotros la fecundáis con vuestra ciencia, con vuestro trabajo, con vuestros amores […]. Escuela y despensa decía el más grande de los patriotas españoles, Joaquín Costa. Para crear la escuela hay que derribar la Iglesia o siquiera acorralarla o por lo menos reducirla a condiciones de inferioridad. Para llenar la despensa hay que crear el trabajador y organizar el trabajo. A toda esa obra gigante se opone la tradición, la rutina, los derechos creados, los intereses conservadores, el caciquismo, el clericalismo, la mano muerta, el centralismo y la estúpida contesura de partidos y programas por cerebros vaciados en los troqueles que fabricaron el dogma religioso y el despotismo positivo. Muchachos, haced saltar todo eso como podáis; como en Francia, como en Rusia. Cread ambiente de abnegación. Difundid el contagio del heroísmo. Luchad, matad, morir…». Barcelona era también escenario de una labor subversiva que iba desde las expresiones más radicales promovidas por activistas políticos y sindicales a la existencia de una Escuela catalana obrerista encuadrada en el movimiento libertario. Su expresión más característica fue el movimiento articulado por Francisco Ferrer Guardia en torno a la Escuela Moderna de Barcelona, intento de crear una Escuela generadora de una nueva sociedad que habría de nacer sobre las ruinas del Estado, la Iglesia, el Ejército y la Patria. A su desaparición se hallaba condicionado el progreso y, consecuentemente, cualquier medio era bueno para destruirlos. En el Boletín de la Escuela Moderna podía leerse: «Veremos siempre al Cristianismo, en el curso de la historia, frente a frente del progreso para destruir su camino; negación de la ciencia porque desmiente el dogma; apoyo firmísimo del absolutismo, de la desigualdad de las clases sociales; opresor de la conciencia humana con el tornillo de su falsa moral; estandarte odioso, a cuya sombra de han cometido todos los crímenes; vampiro siempre sediento al que se han sacrificado millones de víctimas». En el caso de la política nacional resultó especialmente disolvente entre 1907 y 1909 la actividad del «Bloque de izquierdas» (considerado por algunos historiadores antecedente, «avant la lettre» de los frentes populares) en el que iban de la mano Romanones y Azcárate, Moret y Melquíades Álvarez, Canalejas y Pablo Iglesias. Entre otras virulencias, evitaron una Ley eficaz contra el terrorismo e hicieron imposible la existencia del Gobierno Maura. Volviendo a los sucesos de la «Semana Trágica», ya en la convocatoria de la huelga general se atacaba «el envío a la guerra de ciudadanos útiles a la producción, y en general indiferentes al triunfo de la Cruz sobre la Media Luna, cuando se podían formar regimientos de curas y frailes» como queriendo atribuir a la empresa de Marruecos un sentido religioso en el que nadie había pensado y dando un tono de marcado significado laicista que llevaron a las agresiones a iglesias y conventos que se iniciaron el 27 de julio. Ese día los huelguistas asaltaron un convento de maristas en Pueblo Nuevo, resultando un hermano muerto y varios heridos; luego incendiaron la iglesia de San Pablo y las Escuelas Pías de San Antonio. De los conventos fueron expulsadas las monjas y algunas se salvan en el último momento como las Arrepentidas cuya casa fue incendiada con ellas dentro; los religiosos fueron apaleados, el cura de Pueblo Nuevo cazado a tiros… En los cementerios conventuales profanaron las tumbas exhumando las momias… Aunque Joan Connelly Ullman se ha servido de la Semana Trágica para destacar lo que él considera causas socio-económicas del anticlericalismo en España no deja de ser incoherente con lo ocurrido en Barcelona atribuir el matiz laicista a la consabida explicación simplista de la Iglesia como aliada de la burguesía y simbolo de la riqueza. En primer lugar porque como pone de relieve Romero Maura «cuesta trabajo suponer que los obreros de Barcelona creyeron perseguir metas anticapitalistas al quemar conventos y dejar tranquilos a los patronos» y también porque los huelgistas destruyeron no solamente templos sino las propias instituciones que estaban al servicio de ellos y de sus hijos en la asistencia o la enseñanza. Como es lógico, en estos centros no se favorecía la mentalidad de los activistas de la revuelta social y de los movimientos político-sindicales que respaldaron los sucesos, coincidentes en la idea de que la religión es el opio del pueblo y la nueva sociedad sólo es alcanzable si se elimina a sus representantes. Si al centenar se aproximó el número de edificios que sufrieron los efectos de la tea revolucionaria, unos setenta eran centros religiosos entre templos, escuelas y conventos; otros muchos fueron saqueados. No tuvieron que sufrir los bancos, ni los teatros, ni los edificios oficiales, ni las sedes de las patronales… sólo las iglesias y conventos. La exclusividad en el ataque a la Iglesia católica tiene difícil explicación aunque puede dar luz el hecho de que los edificios religiosos no estaban contemplados por la Ley de Jurisdicciones y en su mayoría estos atentados quedaron impunes. Los revolucionarios españoles aprendieron en 1909 algo que se iba a repetir literalmente en 1931 y 1934: que incendiar iglesias y conventos era fácil, bastaban unos litros de gasolina para consumir en pocas horas lo que la devoción y la piedad habían tardado siglos en acumular; que el tiempo del «clero trabucaire» había pasado y los curas, frailes y monjas no se defendían, se limitaban a intentar ponerse a salvo y no tardaría en oírse la voz de quienes se encargaran de tranquilizar a los suyos recordándoles la doctrina del sometimiento al poder constituido y de no dividir a las fuerzas católicas… La historiografía formada a la sombra de la propaganda izquierdista ha hecho creer en la existencia de una Iglesia católica en pie de guerra pero esa imagen tardaría muchos años en ser real, probablemente cuando ya se había perdido demasiado. Es muy significativo que apenas unos meses después de lo ocurrido en Barcelona, la prensa revolucionaria siguiera atribuyendo los sucesos de la Semana Trágica a una explicable y necesaria reacción contra el «clericalismo»: «¿Qué nadie esperaba lo ocurrido? Años y años nos hemos pasado algunos procurando que no fructificase la semilla de odios que el clericalismo sembraba, abonándola con persecuciones y calumnias, y no hemos encontrado con unos políticos indiferentes […] y así han crecido y han acaparado y construido conventos las Órdenes religiosas y se han creído los amos y han obrado como tales. Esto ha ido despertando sordas cóleras en el pueblo que se moría de hambre o emigraba a medida que la preponderancia frailuna crecía» (José Nakens, en El Motín, 21-octubre-1909). Al contrario que las autoridades locales, el Gobierno de Maura reaccionó con firmeza: tropas llegadas de Valencia y Zaragoza restablecieron el orden y se hizo juzgar en Consejo de Guerra a los responsables. Las condenas no fueron excesivamente duras en relación a lo ocurrido: de los mas de 1.300 encausados, 214 no fueron habidos; 469 quedaron libres con cargos; 584 fueron absueltos, 59 condenados a penas de prisión, y 17 a pena de muerte, de las que 5 fueron ejecutadas. Como ocurriría más tarde en Octubre de 1934, la propaganda izquierdista iba a convertir al Gobierno en responsable de una represión indiscriminada dejando en la sombra los crímenes de los revolucionarios. La ejecución de Francisco Ferrer fue seguida de una campaña de prensa en España y en el extranjero cuyas últimas raíces detecta Diego Sevilla: «La Semana Trágica de Barcelona pudo y debió ser una llamada de atención para las izquierdas no revolucionarias. No fue así, y las fuerzas ocultas que trabajan por la destrucción de España precipitan los acontecimientos, cambiando en horas la situación gubernamental y el rumbo definitivo de nuestra Patria. Dio pretexto la ejecución de Ferrer, triste sujeto de escasísimas prendas estimables, pero la masonería movió los hilos para luchar contra España en términos tales que empalidecen campañas recientes». En el Parlamento, liberales y republicanos aprovecharon la coyuntura para pedir la dimisión de Maura, los propios conservadores no le apoyaron como él hubiera deseado y cuando solicitó la confianza del monarca, Alfonso XIII se la denegó. Como consecuencia de las intrigas políticas que siguieron a la ofensiva revolucionaria, en octubre de 1909 había caído el Gobierno capaz de resolver airosamente una de las más agudas crisis de la España contemporánea. La trascendencia del hecho radica en que, al mismo tiempo, se cerraban las puertas al intento de renovación emprendido por Antonio Maura al hacer suyo el programa regeneracionista y llegar al Gobierno en 1907. Lo que pretendía era un movimiento de aproximación mutua entre el Estado y el pueblo que rompiera la pesada herencia del siglo XIX que había llevado, entre tantos otros a Baroja a hablar de un «grupo de políticos que miraba al Estado como si fuera una finca». El Estado tenía que aproximarse al pueblo haciéndose entender, creando unas instituciones y unos organismos que fuesen intermediarios al servicio del pueblo y, al mismo tiempo, los gobernados tenían que adquirir conciencia de su dignidad de ciudadanos, considerando a lo público como algo propio. Para conseguirlo, Maura pretendía asestar un golpe certero a las oligarquías partidistas mediante una Ley de Administración Local descentralizadora pero los intereses en juego se movilizaron y aprovecharon los sucesos posteriores a la «Semana Trágica» para obtener de Alfonso XIII el relevo del político reformista. Por eso, aquella Semana, dejando aparte los sucesos lamentables que en ella tuvieron lugar, es el resumen de la tragedia que escondía en su seno el propio sistema liberal vigente que destruía o mandaba al ostracismo a los hombres que tenían verdadera capacidad de gobierno. Es lo que ocurrió con Antonio Maura, apartado por las conspiraciones de los partidos, Canalejas y Dato, ambos presidentes del Consejo de Ministros, asesinados en atentados terroristas. La Coronación de Alfonso XIII en 1902 abrió paso a una etapa de 29 Gobiernos, dos presidentes asesinados, tres atentados contra el Rey, innumerables contra otros, varios movimientos revolucionarios, un descalabro militar en Marruecos y proclamación de una Dictadura, único paréntesis de paz y progreso, que daría paso a dos Gobiernos que desembocan en el destronamiento del Rey y el hundimiento de una Monarquía secular convertida en un simulacro que «cayó de su sitio sin que entrase en lucha siquiera un piquete de alabarderos» como diría después José Antonio Primo de Rivera. Las luchas intestinas llevaron a la Nación a un escepticismo y una repugnancia por lo político al tiempo que, si en el siglo liberal se produce en gran escala la multiplicación de los bienes, se multiplican al mismo tiempo las miserias porque a los progresos técnicos y materiales (muy limitados en el caso de España) no siguió un desarrollo paralelo los progresos morales. Ahora bien, la incapacidad para una renovación que (estiman algunos) se hubiera producido mediante la integración de las fuerzas al margen del turno articulado por los partidos mayoritarios lleva a la historiografía hoy dominante a silenciar que el movimiento obrero revolucionario y el republicanismo tenían en común su hostilidad al régimen liberal y la resolución de destruir el sistema. Además, todos estos grupos eran escasamente representativos pero disfrutaban de libertad para organizarse, hacer propaganda y presentarse a elecciones al tiempo que la presión utópica y mesiánica de sus doctrinas y el frecuente recurso a procedimientos ilegales y violentos les otorgaba una gran capacidad perturbadora que iba a frustrar definitivamente los intentos de modernización de un régimen político que alimentaba a quienes iban a terminar por destruirlo. Tragedia de un tiempo histórico cuyas enseñanzas se resisten a aprender los españoles de hoy, amordazados por una casta política y de intereses mucho más sutiles y eficaces que en 1909.
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