La misa no se ha acabado, Deo Gratias
Asombro: el celebrante lo hacía casi todo él solo, los asistentes tenían que "responder" muy de vez en cuando. Silencio. El centro de todo era el tabernáculo, no el espectáculo del sacerdote.
por Rino Cammilleri
Hago una premisa: en lo que diré no hay ninguna vocación polémica, porque las disputas intraeclesiales no me apasionan. Más bien al contrario, me molestan. Son cosas de sacerdotes en las que los laicos, en mi opinión, menos dicen y mejor es. Demasiado a menudo los sacerdotes se comportan como si la Iglesia fuera "cosa de ellos" y responden picados cuando se les critica. Desde hace cincuenta años, es decir, desde los tiempos del Concilio, el clero se llena la boca con el famoso "papel de los laicos" pero luego, en el fondo, el papel de los laicos lo quieren así: siempre de rodillas, obedientes y con el billetero abierto.
Tengo ya una cierta edad y confieso que cuando oigo hablar o leo sobre disputas en relación al Concilio cambio de canal o de página o paso a cualquier otra cosa. Lo mismo en lo que respecta a la Misa: nuevo rito, viejo rito, rito extraordinario, progresismo y tradicionalismo. Será la edad, pero estoy harto desde hace tiempo. Cuando mi abuelo tenía la edad que tengo yo ahora y yo era un muchacho, él siempre me decía: "Aléjate de los sacerdotes; hónralos, preséntales tus respetos y salúdales por la calle, bésales la mano (entonces se usaba) y ve a Misa, pero no te mezcles con ellos".
Con sorpresa, ya convertido en escritor, me di cuenta de que Padre Pío tenía la misma opinión. No soportaba a los laicos que rondaban alrededor de las túnicas: entonces se les llamaban "meapilas", ahora "comprometidos en la pastoral". El Santo decía, con su brusquedad habitual: «O dentro o fuera». Es decir: si te gusta el ambiente, entra en el clero; en caso contrario, sal de la sacristía y ejerce de verdad como laico.
La experiencia es esa cosa que cuando ya la has hecho, es demasiado tarde. Efectivamente, hoy sé -por experiencia- que tanto mi abuelo (hombre muy religioso) como el Padre Pío (santo, asceta y místico) tenían razón. Ambos tuvieron problemas por culpa del clero: las vicisitudes del Padre Pío son conocidas (léase mi libro Vita di Padre Pio [Vida del Padre Pío], publicado por Piemme y con varias ediciones); mi abuelo, que era un emprendedor, casi se arruinó económicamente por haberse fiado de sacerdotes en un negocio. Una vez hecha toda esta premisa, paso al fondo de la cuestión.
Hace ya mucho que, en mi mente, la Misa dominical está asociada a una hora de martirio del que prescindiría con gusto. Tedio. Aburrimiento. Homilías banales e interminables. Canciones pop con textos cretinos. Agotadores y retóricos apremios al Padre Eterno que terminan con «… escúchanos Señor». Sudados signos de la paz. Ridícula miniprocesión para llevar los "dones" al altar. Avisos parroquiales kilométricos que hay que escuchar de pie antes de recibir la bendición final (y, por lo tanto, englobados de manera abusiva en la liturgia). Un "demos gracias a Dios" que es un (mi) grito de alivio antes de salir – ¡por fin!- para volver a ver la estrellas. Repito: ninguna polémica. Se trata sólo de mis sensaciones personales.
Ahora bien, he descubierto que en la pequeña ciudad en el Lago Mayor en el que suelo pasar el verano hay un sacerdote que dice la antigua Misa. Una sola, el sábado por la tarde. He ido, por curiosidad. Efectivamente, cuando estaba vigente el viejo rito yo no iba para nada a Misa, por lo que para mí era una verdadera novedad. Asombro: el celebrante lo hacía casi todo él solo, los asistentes tenían que "responder" muy de vez en cuando. Silencio. El centro de todo era el tabernáculo, no el espectáculo del sacerdote. Uno, en un rincón, entonaba los antiguos himnos en latín y -sorpresa- algo se disolvía dentro de mí. No me daba cuenta del tiempo que pasaba, estaba atento y concentrado como nunca antes, "participaba" de verdad. Salí invadido todavía por un sentido de lo sagrado que no había sentido antes. Había a disposición unos libros para seguir la Misa, esos con las cintas rojas marcapáginas, Yo no entendía mucho pero -esta fue otra sorpresa- una bengalí sentada a mi lado, vista mi dificultad, empezó a indicarme los pasos justos.
¡Una bengalí! El 5 de agosto una lectora romana me escribió contándome la Misa a la que había asistido por la mañana en la Basílica de Santa María la Mayor. Cada año, en el día de la fiesta, se celebra solemnemente en latín. Escribe la lectora: «De repente me he visto cantando y respondiendo junto a una pareja de jóvenes alemanes y a dos negras estadounidenses que conocían perfectamente las partes de la Misa en latín, tanto recitadas como cantadas; me sucedió lo mismo hace años con unos japoneses. Este es un modo verdaderamente conmovedor de sentir y de vivir la catolicidad de la Iglesia». Desde luego: para "ponerse al paso" con los años sesenta -del siglo pasado- la Iglesia renunció a su lengua sagrada (mientras el judaísmo y el islamismo mantienen rigurosamente las suyas). El resultado de lo que Vittorio Messori definió en una entrevista "un golpe clerical" es que si recorro, que sé yo, España, tengo que asistir a Misas en catalán, en castellano, en euskera, etc.
En el turista católico advierto con dificultad a un hermano y la "catolicidad" de la que hablaba la lectora se convierte en teoría, no en un sensación palpable. Perdonad, pero estamos hechos también de cuerpo. En esa pequeña iglesia en el Lago Mayor he visto a un sacerdote que llevaba a Dios las oraciones del pueblo que estaba a sus espaldas en religioso (y es el caso de decirlo) silencio. Obviamente -me contó después- se ha enemistado con el obispo y con todos los colegas de la diócesis a causa de su obstinación -calificada de «lefebvriana»- de querer celebrar una (¡una!) Misa a la semana según el motu proprio [Summorum Pontificum] de Benedicto XVI.
Tranquilos, cuando acabe el verano y vuelva a la ciudad no tengo ninguna intención de hacer kilómetros para ir a una Misa de rito «extraordinario» (sic!). Ofreceré, como siempre, mi pena dominical al Señor en la parroquia habitual, para descontar mis pecados.
Artículo publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
Tengo ya una cierta edad y confieso que cuando oigo hablar o leo sobre disputas en relación al Concilio cambio de canal o de página o paso a cualquier otra cosa. Lo mismo en lo que respecta a la Misa: nuevo rito, viejo rito, rito extraordinario, progresismo y tradicionalismo. Será la edad, pero estoy harto desde hace tiempo. Cuando mi abuelo tenía la edad que tengo yo ahora y yo era un muchacho, él siempre me decía: "Aléjate de los sacerdotes; hónralos, preséntales tus respetos y salúdales por la calle, bésales la mano (entonces se usaba) y ve a Misa, pero no te mezcles con ellos".
Con sorpresa, ya convertido en escritor, me di cuenta de que Padre Pío tenía la misma opinión. No soportaba a los laicos que rondaban alrededor de las túnicas: entonces se les llamaban "meapilas", ahora "comprometidos en la pastoral". El Santo decía, con su brusquedad habitual: «O dentro o fuera». Es decir: si te gusta el ambiente, entra en el clero; en caso contrario, sal de la sacristía y ejerce de verdad como laico.
La experiencia es esa cosa que cuando ya la has hecho, es demasiado tarde. Efectivamente, hoy sé -por experiencia- que tanto mi abuelo (hombre muy religioso) como el Padre Pío (santo, asceta y místico) tenían razón. Ambos tuvieron problemas por culpa del clero: las vicisitudes del Padre Pío son conocidas (léase mi libro Vita di Padre Pio [Vida del Padre Pío], publicado por Piemme y con varias ediciones); mi abuelo, que era un emprendedor, casi se arruinó económicamente por haberse fiado de sacerdotes en un negocio. Una vez hecha toda esta premisa, paso al fondo de la cuestión.
Hace ya mucho que, en mi mente, la Misa dominical está asociada a una hora de martirio del que prescindiría con gusto. Tedio. Aburrimiento. Homilías banales e interminables. Canciones pop con textos cretinos. Agotadores y retóricos apremios al Padre Eterno que terminan con «… escúchanos Señor». Sudados signos de la paz. Ridícula miniprocesión para llevar los "dones" al altar. Avisos parroquiales kilométricos que hay que escuchar de pie antes de recibir la bendición final (y, por lo tanto, englobados de manera abusiva en la liturgia). Un "demos gracias a Dios" que es un (mi) grito de alivio antes de salir – ¡por fin!- para volver a ver la estrellas. Repito: ninguna polémica. Se trata sólo de mis sensaciones personales.
Ahora bien, he descubierto que en la pequeña ciudad en el Lago Mayor en el que suelo pasar el verano hay un sacerdote que dice la antigua Misa. Una sola, el sábado por la tarde. He ido, por curiosidad. Efectivamente, cuando estaba vigente el viejo rito yo no iba para nada a Misa, por lo que para mí era una verdadera novedad. Asombro: el celebrante lo hacía casi todo él solo, los asistentes tenían que "responder" muy de vez en cuando. Silencio. El centro de todo era el tabernáculo, no el espectáculo del sacerdote. Uno, en un rincón, entonaba los antiguos himnos en latín y -sorpresa- algo se disolvía dentro de mí. No me daba cuenta del tiempo que pasaba, estaba atento y concentrado como nunca antes, "participaba" de verdad. Salí invadido todavía por un sentido de lo sagrado que no había sentido antes. Había a disposición unos libros para seguir la Misa, esos con las cintas rojas marcapáginas, Yo no entendía mucho pero -esta fue otra sorpresa- una bengalí sentada a mi lado, vista mi dificultad, empezó a indicarme los pasos justos.
¡Una bengalí! El 5 de agosto una lectora romana me escribió contándome la Misa a la que había asistido por la mañana en la Basílica de Santa María la Mayor. Cada año, en el día de la fiesta, se celebra solemnemente en latín. Escribe la lectora: «De repente me he visto cantando y respondiendo junto a una pareja de jóvenes alemanes y a dos negras estadounidenses que conocían perfectamente las partes de la Misa en latín, tanto recitadas como cantadas; me sucedió lo mismo hace años con unos japoneses. Este es un modo verdaderamente conmovedor de sentir y de vivir la catolicidad de la Iglesia». Desde luego: para "ponerse al paso" con los años sesenta -del siglo pasado- la Iglesia renunció a su lengua sagrada (mientras el judaísmo y el islamismo mantienen rigurosamente las suyas). El resultado de lo que Vittorio Messori definió en una entrevista "un golpe clerical" es que si recorro, que sé yo, España, tengo que asistir a Misas en catalán, en castellano, en euskera, etc.
En el turista católico advierto con dificultad a un hermano y la "catolicidad" de la que hablaba la lectora se convierte en teoría, no en un sensación palpable. Perdonad, pero estamos hechos también de cuerpo. En esa pequeña iglesia en el Lago Mayor he visto a un sacerdote que llevaba a Dios las oraciones del pueblo que estaba a sus espaldas en religioso (y es el caso de decirlo) silencio. Obviamente -me contó después- se ha enemistado con el obispo y con todos los colegas de la diócesis a causa de su obstinación -calificada de «lefebvriana»- de querer celebrar una (¡una!) Misa a la semana según el motu proprio [Summorum Pontificum] de Benedicto XVI.
Tranquilos, cuando acabe el verano y vuelva a la ciudad no tengo ninguna intención de hacer kilómetros para ir a una Misa de rito «extraordinario» (sic!). Ofreceré, como siempre, mi pena dominical al Señor en la parroquia habitual, para descontar mis pecados.
Artículo publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Helena Faccia Serrano.
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