La España grande
por Eduardo Gómez
“Una nación no es lo que ella piensa de sí misma en el tiempo, sino lo que Dios piensa de ella en la eternidad”. Esta sublime afirmación del teólogo ruso Vladimir Solovief bien pudiera ser espejo de la Hispanidad, bien pudo haber salido de los labios de Cervantes, Quevedo o Lope de Vega. No vayan a pensar que Solovief fue pionero en descubrir la relación de la patria con la religión. Cicerón ya había adelantado mucho antes que ninguna nación irrumpe y sobrevive sin la intervención de los dioses.
La Iglesia ha sentado cátedra de patria para la eternidad a todos los pretendidos doctos de la nación. Ha enseñado que la patria grande junta a todas las pequeñas para atravesar océanos y unir a los distintos, maridar a los pueblos y reconciliar a las almas, en una misma dirección. Aun con todas las turbulencias históricas, en España se mantuvo viva la Hispanidad hasta que los chalanes importaron el veneno secularizante del constitucionalismo, la antítesis de la Hispanidad: la disgregación política, generadora de discordia entre las gentes y los pueblos, traidora y traedora de la renuncia a lo común, del auto-odio; y todo a cambio de un plato de lentejas sin honor: el gozo vergonzante e insaciable de la voluntad soberana, la misma moneda refulgente que cautivó a Adan y Eva. Un gozo para el pozo. La Hispanidad, esa España grande y saliente de sí misma, precede y se distancia de todos los textos falsamente constitutivos para ataviar el alma de una comunidad, con pasado de vocación extramuros. Fíjense en la soberanía, facultad política tan en boga por dar prevalencia a los apoderamientos nacionales omnímodos. Pues bien, la Hispanidad no conoció más soberanía que la única inequívoca para los hombres, la de Cristo Rey, santo y seña de la comunidad universal.
Los hay levantiscos cuando se les recuerda que todos los españoles a un lado y a otro del océano, sean creyentes o ateos, son católicos sencillamente por una cuestión etimológica. Se quiera o no, la Iglesia católica es la madre que parió a España y engendró en su seno la Hispanidad, y de mal nacidos es el repudio materno. Una nación de hombres que repudie la cuna en la que nació, el seno materno del que emergió y la institutriz que lo crió, queda únicamente a expensas de la caridad del Altísimo que, por elevación de la realidad, ostenta el sentido más alto del bien, la verdad, y la justicia.
La España parida por la Iglesia rebasó con creces el significado de nación y alcanzó el concepto de comunidad universal, una comunidad cristiana que en el caso español acabo llamándose Hispanidad. Su misión evangelizadora fue la más elevada que han conocido los tiempos, a menudo encumbrados por los fetichistas de la Historia. La Hispanidad destella hacia el futuro que una nación no surge ni se sostiene con un bodrio constitucional, con un subrogado político de la verdadera comunidad.
La hispanidad ilumina con una lección de eternidad, de como una nación se conforma a partir de una tradición ética, jurídica, y espiritual común a los hombres, mujeres y niños que la pueblan, allá donde se encuentren. Si no se comparte una misma noción de lo justo, de lo bueno, y de lo sagrado, no hay nación posible; solo queda espacio para la tiranía y el convenio de chalanes. Toda comunidad humana en donde por encima de grandes dificultades sus integrantes se aman, responde a la disgregación con un contenido homogéneo y venerado de carácter ético, jurídico, y espiritual, depositado y entregado de generación en generación, transmitido de pueblo a pueblo, navegado de continente a continente.
Fue la Iglesia católica (madre que parió a la España pequeña y crió a la España grande) la que protagonizó tan ingente faena. Pero la Hispanidad ha sido abominada porque gracias a la madre que la parió en su andadura universal, siempre incluyó a creyentes y no creyentes en un mismo plan de salvación. Delito de lesa secularización según la impostura de las naciones modernas. Se piensan los críticos de lo que la Hispanidad representa que el patriotismo se define por constitución sometida a sufragio; nada más lejos de la realidad, la humanidad lo descubrió sin someterlo a plebiscito como cualquier don preciado. Así lo encontró la Hispanidad, símbolo de la comunidad universal, que como toda familia solo admite una madre y un Padre. Recitaba Luis Hernando de Larramendi, mientras explicaba el sistema tradicional en sus escritos, las palabras de Manuel Machado “solo Dios sacó mundos de la nada“: es allí adonde los devuelve por haber olvidado la máxima de Solovief. Sea la Virgen del Pilar, abogada e intercesora nuestra, la que nos vuelva a traer a camino como cuando se le apareció al apóstol Santiago, y mantenga viva la Hispanidad.
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