Sábado, 23 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

San Agustín, «Creo en la Iglesia una y santa». Cuaresma 2014 (II)


¿Formas parte del único cuerpo de Cristo? ¿Amas la unidad de la Iglesia?, preguntaba Agustín a sus fieles. Entonces, si un pagano te pregunta por qué no hablas todas las lenguas, ya que está escrito que aquellos que recibieron el Espíritu Santo hablaban todas las lenguas, respóndele también sin dudar: ¡Cierto que hablo todas las lenguas! Pertenezco, efectivamente, a ese cuerpo, la Iglesia, que habla todas las lenguas y en todas las lenguas anuncia las grandes obras de Dios

por Raniero Cantalamessa

Opinión

Desde Oriente a Occidente

En la meditación introductoria de la semana pasada hemos reflexionado sobre el sentido de la Cuaresma como un tiempo en el que ir con Jesús al desierto, ayunar de alimentos y de imágenes, aprender a vencer las tentaciones y, sobre todo, crecer en la intimidad con Dios.

En las cuatro predicaciones que nos quedan, prosiguiendo la reflexión iniciada en la Cuaresma del año 2012 con los padres griegos, entramos en la escuela de cuatro grandes doctores de la Iglesia latina —Agustín, Ambrosio, León Magno y Gregorio Magno— para ver qué nos dice a nosotros hoy cada uno de ellos, a propósito de la verdad de fe de la que ha sido especialmente defensor es decir, respectivamente, la naturaleza de la Iglesia, la presencia real de Cristo en la Eucaristía, el dogma cristológico de Calcedonia y la inteligencia espiritual de las Escrituras.

El objetivo es redescubrir, tras estos grandes Padres, la riqueza, la belleza y la felicidad de creer, pasar, como dice Pablo, «de fe en fe» (Rom 1,17), de una fe creída a una fe vivida. Un mayor «volumen» de fe dentro de la Iglesia será precisamente lo que construya luego la fuerza mayor de su anuncio al mundo.

El título del ciclo está tomado de un pensamiento querido para los teólogos medievales: «Nosotros –decían- somos como enanos que se sientan sobre las espaldas de los gigantes, de modo que podemos ver más cosas y más lejos que ellos, no por la agudeza de nuestra mirada o por la altura del cuerpo, sino porque somos llevados más arriba y somos alzados por ellos a una altura gigantesca»[1]. Este pensamiento ha encontrado expresión artística en algunas estatuas y ventanas de las catedrales góticas de la Edad Media, donde están representados personajes de estatura imponente que sostienen, sentados a hombros, hombres pequeños, casi enanos. Los gigantes eran para ellos, como son para nosotros, los Padres de la Iglesia.

Después de las lecciones de Atanasio, de Basilio de Cesarea, de Gregorio Nacianceno y de Gregorio de Nisa, respectivamente sobre la divinidad de Cristo, sobre el Espíritu Santo, sobre la Trinidad y sobre el conocimiento de Dios, se podía tener la impresión de que quedaba muy poco por hacer a los padres latinos en la edificación del dogma cristiano. Una mirada sumaria a la historia de la teología nos convence enseguida de lo contrario.

Empujados por la cultura de la que formaban parte, favorecidos por su fuerte temple especulativo y condicionados por las herejías que estaban obligados a combatir (arrianismo, apolinarismo, nestorianismo, monofisismo), los padres griegos se habían concentrado principalmente en los aspectos ontológicos del dogma: la divinidad de Cristo, sus dos naturalezas y el modo de su unión, la unidad y la trinidad de Dios. Los temas más queridos a Pablo —la justificación, la relación ley-evangelio, la Iglesia cuerpo de Cristo— habían quedado al margen de su atención, o tratados de paso. A su objetivo respondía bastante mejor Juan con su énfasis sobre la encarnación, y no Pablo que plantea el misterio pascual en el centro de todo, es decir, el obrar más que ser de Cristo.

La índole de los latinos más inclinada (Agustín aparte) a ocuparse de problemas concretos, jurídicos y organizativos, que de los especulativos, unido a la aparición de nuevas herejías, como el donatismo y el pelagianismo, estimularán una reflexión nueva y original sobre los temas paulinos de la gracia, de la Iglesia, de los sacramentos y de la Escritura. Son los asuntos sobre los que quisiéramos reflexionar en la presente predicación cuaresmal.

2. ¿Qué es la Iglesia?

Comenzamos nuestro análisis por el más grande de los padres latinos, Agustín. El doctor de Hipona ha dejado su huella en casi todos los ámbitos de la teología, pero sobre todo en dos de ellos: el de la gracia y el de la Iglesia; el primero, fruto de su lucha contra el pelagianismo; el segundo, de su lucha contra el donatismo. El interés por la doctrina de Agustín sobre la gracia ha prevalecido, desde el siglo XVI en adelante, tanto en el ámbito protestante (a él se vinculan Lutero, con la doctrina de la justificación, y Calvino, con la de la predestinación), como en el ámbito católico a causa de las controversias suscitadas por Jansenio y Bayo1. En cambio, el interés por sus doctrinas eclesiales es predominante en nuestros días, debido al Concilio Vaticano II que ha hecho de la Iglesia su tema central, y a causa del movimiento ecuménico en el que la idea de Iglesia es el nudo crucial que hay que desatar. Al buscar en los padres ayuda e inspiración para el hoy de la fe, nos ocuparemos de este segundo ámbito de interés de Agustín que es la Iglesia.

La Iglesia no había sido un tema desconocido para los padres griegos y para los escritores latinos anteriores a Agustín (Cipriano, Hilario, Ambrosio), pero sus afirmaciones se limitaban la mayoría de las veces a repetir y comentar afirmaciones e imágenes de la Escritura. La Iglesia es el nuevo pueblo de Dios; a ella se le promete la indefectibilidad; es «la columna y la base de la verdad»; el Espíritu Santo es su supremo maestro; la Iglesia es «católica» porque se extiende a todos los pueblos, enseña todos los dogmas y posee todos los carismas; siguiendo la estela de Pablo, se habla de la Iglesia como del misterio de nuestra incorporación a Cristo mediante el bautizo y el don del Espíritu Santo; ella ha nacido del costado traspasado de Cristo en la cruz, como Eva por del costado de Adán dormido. 2

Pero todo esto se decía ocasionalmente; la Iglesia no es aún tratada como tema. Quien estará obligado a hacerlo es precisamente Agustín que durante casi toda su vida tuvo que luchar contra el cisma de los donatistas. Nadie quizás hoy se acordaría de esta secta norteafricana, si no fuera por el hecho de que ella fue la ocasión de la que nació lo que hoy llamamos eclesiología, es decir, una reflexión sobre lo que es la Iglesia en el designio de Dios, su naturaleza y su funcionamiento.

Alrededor del año311, un cierto Donato, obispo de Numidia se negó a readmitir en lacomunióneclesialaaquellos que durante lapersecución de Dioclecianohabían entregado los Libros Sagrados a las autoridades estatales, renegando de lafepara salvar la vida. Enel año311fue elegido obispo de Cartago un cierto Ceciliano, acusado (según los católicos, injustamente) de haber traicionado la fedurante la persecución de Diocleciano. Un grupo desetentaobispos norte-africanos, liderados por Donato, se opuso contra este nombramiento. Ellos destituyeron Ceciliano y eligieron a Donato en su lugar. Excomulgado por el papaMilcíadesenel año313, permaneció en su puesto, produciendo uncisma, que creó en el Norte de África una Iglesia paralela a la católica hasta la invasión de los vándalos que tuvo lugar un siglo después.

Durante la polémica, habían intentado justificar su posición con argumentos teológicos y, al refutarlos, Agustín va elaborando, poco a poco, su doctrina de la Iglesia. Esto ocurre en dos contextos diferentes: en las obras escritas directamente contra los donatistas y en sus comentarios a la Escritura y discursos al pueblo. Es importante distinguir estos dos contextos, porque dependiendo de ellos, Agustín insistirá más en algunos aspectos o en otros de la Iglesia y sólo del conjunto se puede obtener su doctrina completa. Veamos pues, siempre someramente, cuáles son las conclusiones a las que el santo llega en cada uno de los dos contextos, empezando por el directamente antidonatista.

A. La Iglesia, comunión de los sacramentos y sociedad de los santos.El cisma donatista había partido de una convicción: no puede transmitir la gracia un ministro que no la posee; los sacramentos administrados de este modo carecen, pues, de cualquier efecto. Este tema, aplicado al principio a la ordenación del obispo Ceciliano, se extenderá pronto a los demás sacramentos y en particular al bautismo. Con él los donatistas justifican su separación de los católicos y la práctica de volver a bautizar a quién se incorporaba a sus filas.

En respuesta, Agustín elabora un principio que se convertirá en una conquista para siempre de la teología y crea las bases del futuro tratado De sacramentis: la distinción entre potestas y ministerium, es decir, entre la causa de la gracia y su ministro. La gracia conferida por los sacramentos es obra exclusiva de Dios y de Cristo; el ministro sólo es un instrumento: «Pedro bautiza, es Cristo quien bautiza; Juan bautiza, es Cristo quien bautiza; Judas bautiza, es Cristo quien bautiza». 3 La validez y la eficacia de los sacramentos no es impedida por el ministro indigno: una verdad que, se sabe, el pueblo cristiano necesita también hoy recordar...

De este modo, neutralizada la principal arma de sus adversarios, Agustín puede elaborar su grandiosa visión de la Iglesia, mediante algunas distinciones fundamentales. La primera es aquella entre Iglesia presente o terrestre, e Iglesia futura o celeste. Sólo esta segunda será una Iglesia de todos y de sólo santos; la Iglesia del tiempo presente siempre será el ámbito en el que estén mezclados trigo y cizaña, la red que recoge peces buenos y peces malos, es decir santos y pecadores.

Dentro de la Iglesia, en su fase terrena, Agustín opera otra distinción: entre la comunión de los sacramentos (communio sacramentorum ) y la sociedad de los santos (societas sanctorum). La primera une entre sí visiblemente a todos los que participan de los mismos signos externos: los sacramentos, las Escrituras, la autoridad; la segunda une entre sí a todos y sólo a aquellos que, más allá de los signos, tienen en común también la realidad escondida en los signos (la res sacramentorum), es decir, el Espíritu Santo, la gracia, la caridad.

Puesto que aquí abajo siempre será imposible saber con certeza quién posee el Espíritu Santo y la gracia —y más todavía si persevera hasta el final en este estado—, Agustín termina para identificar la verdadera y definitiva comunidad de los santos con la Iglesia celeste de los predestinados. «¡Cuántas ovejas que hoy están dentro, estarán fuera, y cuántos lobos que ahora están fuera, entonces estarán dentro!»4.

La novedad, sobre este punto, también respecto de Cipriano, es que, mientras éste hacía consistir la unidad de la Iglesia en algo exterior y visible —la concordia de todos los obispos entre sí— Agustín la hace consistir en algo interior: el Espíritu Santo. La unidad de la Iglesia se efectúa, así, por el mismo que opera la unidad en Trinidad. «El Padre y el Hijo han querido que nosotros estuviéramos unidos entre nosotros y con ellos, por medio de ese mismo vínculo que les une a ellos, es decir, el amor que es el Espíritu Santo»5. Él desempeña en la Iglesia la misma función que el alma ejerce en nuestro cuerpo natural: es decir, es su principio animador y unificador. «Lo que alma es para el cuerpo humano, el Espíritu Santo lo es para el cuerpo de Cristo que es la Iglesia»6.

La pertenencia plena a la Iglesia exige las dos cosas juntas: la comunión visible de los signos sacramentales y la comunión invisible de la gracia. Pero ésta admite grados, por lo que nada dice que se debe estar por fuerza dentro o fuera. Se puede estar en parte dentro y en parte fuera. Hay una pertenencia exterior, o de los signos sacramentales, en la que se sitúan los cismáticos donatistas y los malos católicos mismos y una comunión plena y total. La primera consiste en tener el signo exterior de la gracia (sacramentum), pero sin recibir la realidad interior producida por ellos (res sacramenti), o en recibirla, pero para la propia condena, no para la propia salvación, como en el caso del bautismo administrado por los cismáticos o de la Eucaristía recibida indignamente por los católicos.

B. La Iglesia cuerpo de Cristo animado por el Espíritu Santo. En los escritos exegéticos y en los discursos al pueblo encontramos estos mismos principios basilares de la eclesiología; pero menos presionado por la polémica y hablando, por así decirlo, en familia, Agustín puede insistir más en aspectos interiores y espirituales de la Iglesia que aprecia mucho. En ellos, la Iglesia es presentada, con tonos a menudo elevados y conmovidos, como el cuerpo de Cristo (falta todavía el adjetivo místico que será añadido a continuación), animado por el Espíritu Santo, hasta tal punto afín al cuerpo eucarístico que coincide en rasgos casi totalmente con él. Escuchemos lo que escucharon, en una fiesta de Pentecostés, sus fieles sobre este tema:

«Si quieres comprender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol lo que dice a los fieles: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros (1 Cor 12,27). Por tanto, si sois el cuerpo y los miembros de Cristo, en la mesa del Señor se coloca vuestro misterio: recibid vuestro misterio. A lo que sois respondéis: Amén y respondiendo los suscribís. Se te dice, en efecto: El cuerpo de Cristo, y tu respondes: Amén. Sé miembro del cuerpo de Cristo, para que sea verídico tu Amén… Sed lo que veis y recibid lo que sois»7.

El nexo entre los dos cuerpos de Cristo se basa, para Agustín, en la singular correspondencia simbólica entre el devenir del uno y el formarse de la otra. El pan de la Eucaristía es obtenido al amasar muchos granos de trigo y el vino de una multitud de granos de uva, así la Iglesia está formada por muchas personas, reunidas y fusionadas por la caridad, que es el Espíritu Santo8 . Como el trigo disperso sobre las colinas fue primero cosechado, luego molido, amasado en agua y cocido al horno, así los fieles diseminados por el mundo han sido reunidos por la palabra de Dios, molidos por las penitencias y los exorcismos que preceden al bautizo, sumergidos en el agua del bautismo y pasados al fuego del Espíritu. También en referencia a la Iglesia se debe decir que el sacramento «significando causat»: significando la unión de muchas personas en una, la Eucaristía la realiza, la causa. En este sentido, se puede decir que «la Eucaristía hace la Iglesia».

3. Actualidad de la eclesiología de Agustín

Tratamos ahora de ver cómo las ideas de Agustín sobre la Iglesia pueden contribuir a iluminar los problemas que ésta debe afrontar en nuestro tiempo. Quisiera detenerme, en particular, sobre la importancia de la eclesiología de Agustín para el diálogo ecuménico. Una circunstancia hace que esta elección sea particularmente actual. El mundo cristiano se está preparando para celebrar el quinto centenario de la Reforma protestante. Ya empiezan a circular declaraciones y documentos conjuntos de cara al acontecimiento9. Es vital para toda la Iglesia, que no se eche a perder esta ocasión, permaneciendo prisioneros del pasado, tratando de verificar, quizá con mayor objetividad e irenismo que en el pasado, las razones y las culpas de unos y otros, sino que se haga un salto de calidad, como ocurre en la «exclusa» de un río o de un canal, que permite luego a los naves proseguir su navegación a un nivel más alto.

La situación del mundo, de la Iglesia y de la teología ha cambiado respecto de entonces. Se trata de partir nuevamente desde la persona de Jesús, de ayudar humildemente a nuestros contemporáneos a descubrir la persona de Cristo. Debemos referirnos al tiempo de los apóstoles. Ellos tenían delante un mundo pre-cristiano; nosotros tenemos delante un mundo en gran parte post-cristiano. Cuando Pablo quiere resumir en una frase la esencia del mensaje cristiano no dice: «Os anunciamos esta o aquella doctrina»; dice: «Anunciamos a Cristo y Cristo crucificado» (1 Cor 1,23) y también: «Anunciamos a Cristo Jesús Señor» (cf. 2 Cor 4,5).

Esto no significa ignorar el gran enriquecimiento teológico y espiritual producido por la Reforma, o querer volver al punto anterior; significa permitir a toda la cristiandad que se beneficie de sus logros, una vez liberados de algunos forzamientos debidos al clima acalorado del momento y a las sucesivas polémicas. La justificación gratuita mediante la fe, por ejemplo, debería ser predicada hoy —y con más fuerza que nunca—, pero no en oposición a las buenas obras, que es ya una cuestión superada, sino en oposición a la pretensión del hombre moderno de salvarse por sí solo, sin necesidad ni de Dios ni de Cristo. Estoy convencido de que si viviera hoy esta sería la manera con que el mismo Lutero predicaría la justificación por la fe.

Veamos cómo la teología de Agustín nos puede ayudar en esta empresa de superar los obstáculos seculares. El camino a recorrer hoy es, en cierto sentido, en dirección opuesta al seguido por él con respecto a los donatistas. Entonces se debía partir de la comunión de los sacramentos hacia la comunión en la gracia del Espíritu Santo y en la caridad; hoy debemos partir desde la comunión espiritual de la caridad hacia la plena comunión en los sacramentos, entre los cuales está, en primer lugar, la Eucaristía.

La distinción de los dos niveles de realización de la verdadera Iglesia —el externo, de los signos, y el interno, de la gracia— permite a Agustín formular un principio, que habría sido impensable antes de él: «Puede, por lo tanto, haber en la Iglesia católica algo que no es católico, como puede haber fuera de la Iglesia católica algo que es católico»10. Los dos aspectos de la Iglesia —el visible e institucional y el invisible y espiritual— no pueden ser separados. Esto es cierto y lo confirmó Pío XII en la Mystici Corporis y el Vaticano II en la Lumen Gentium, pero mientras ellos, a causa de separaciones históricas y del pecado de los hombres, por desgracia no coincidan, no se puede dar mayor importancia a la comunión institucional que a la espiritual.

Para mí, esto plantea un interrogante serio. ¿Puedo yo, como católico, sentirme más en comunión con la multitud de los que, bautizados en mi misma Iglesia, se despreocupan, sin embargo, completamente de Cristo y de la Iglesia, o sólo se interesan de ella para decir de ella lo malo, de lo que me siento en comunión con el grupo de aquellos que, aun perteneciendo a otras confesiones cristianas, creen en las mismas verdades fundamentales en las que creo yo, aman a Jesucristo hasta dar la vida por él, difunden su Evangelio, se ocupan de aliviar la pobreza del mundo y poseen los mismos dones del Espíritu Santo que tenemos nosotros? Las persecuciones, tan frecuentes hoy en ciertas partes del mundo, no hacen distinción: no arden iglesias y matan personas porque sean católicos o protestantes, sino porque son cristianos. ¡Para ellos somos ya «una sola cosa»!

Esta es, naturalmente, una pregunta que deberían plantearse también los cristianos de otras Iglesias respecto de los católicos, y, gracias a Dios, es precisamente lo que está sucediendo en medida oculta pero superior a lo que las noticias corrientes dejan adivinar. Un día, estoy convencido, nos sorprenderemos, u otros se sorprenderán, de no haberse dado cuenta antes de que el Espíritu Santo estaba actuando entre los cristianos en nuestro tiempo al abrigo de la oficialidad. Fuera de la Iglesia católica hay muchísimos cristianos que miran a ella con ojos nuevos y empiezan a reconocer en ella sus propias raíces.

La intuición más nueva y más fecunda de Agustín sobre la Iglesia, como hemos visto, ha sido individuar el principio esencial de su unidad en el Espíritu, más que en la comunión horizontal de los obispos entre sí y los obispos con el Papa de Roma. Igual que la unidad del cuerpo humano la da el alma que vivifica y mueve todos los miembros, así es la unidad del cuerpo de Cristo. Es un hecho místico, antes incluso que una realidad que se expresa social y visiblemente hacia el exterior. Es el reflejo de la unidad perfecta que existe entre el Padre y el Hijo por obra del Espíritu. Jesús fijó una vez para siempre este fundamento místico de la unidad cuando dijo: «Que sean uno como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La unidad esencial en la doctrina y en la disciplina será el fruto de esta unidad mística y espiritual, nunca podrá ser la causa.

Los pasos más concretos hacia la unidad no son, por ello, los que se hacen alrededor de una mesa o en las declaraciones conjuntas (por importante que sea todo esto); son los que se hacen cuando creyentes de distintas confesiones se encuentran para proclamar juntos, en fraternal acuerdo, Jesús es Señor, compartiendo cada uno su carisma y reconociéndose hermanos en Cristo. Vale para la unidad de los cristianos lo que la Iglesia proclamó en sus diversos mensajes para la jornada mundial de la paz, incluido el último de este año: la paz empieza por el corazón de las personas, el fundamento de la paz es la fraternidad.

4. ¡Miembros del cuerpo de Cristo, movidos por el Espíritu!

En sus discursos al pueblo, Agustín nunca expone sus ideas sobre la Iglesia, sin sacar enseguida consecuencias prácticas para la vida cotidiana de los fieles. Y es lo que queremos hacer también nosotros, antes de concluir nuestra meditación, casi colocándonos entre las filas de sus oyentes de entonces.

La imagen de la Iglesia cuerpo de Cristo no es nueva de Agustín. Lo que es nuevo en él son las conclusiones prácticas que deduce de ella para la vida de los creyentes. Una es que ya no tenemos más razón de mirarnos con envidia y celos los unos a los otros. Lo que yo no tengo y los otros, en cambio, sí tienen es también mío. Escuchas al Apóstol enumerar todos esos maravillosos carismas: apostolado, profecía, sanaciones…, y quizás te entristeces pensando que no tienes ninguno de ellos. Pero, atento, advierte Agustín: «Si amas, no es poco lo que posees. En efecto, si amas la unidad, todo lo que de ella es poseído por alguien, ¡lo posees tú también! Destierra la envidia y será tuyo lo que es mío, y si yo destierro la envidia, es mío lo que tú posees»11.

Sólo el ojo en el cuerpo tiene la capacidad de ver. Pero, ¿Acaso ve el ojo solamente para sí mismo? ¿No es todo el cuerpo el que se beneficia de su capacidad de ver? Sólo la mano actúa, pero ¿acaso ella actúa sólo para sí misma? Si un piedra está a punto de golpear el ojo, ¿acaso la mano permanece inmóvil, diciendo que el golpe no se dirige contra ella? Lo mismo ocurre en el cuerpo de Cristo: lo que cada miembro es y hace, ¡lo es y lo hace para todos!

He aquí desvelado el secreto por el que la caridad es «el camino mejor de todos» (1 Cor 12,31): me hace amar a la Iglesia, o a la comunidad en la que vivo, y en la unidad todos los carismas, no sólo algunos, son míos. Pero hay todavía más. Si amas la unidad más de lo que yo la amo, el carisma que yo poseo es más tuyo que mío. Supongamos que yo tenga el carisma de evangelizar; yo puedo complacerme o presumir de él, entonces me convierto en «un címbalo que rechina» (1 Cor 13,1); mi carisma «no sirve para nada», mientras que a ti que escuchas, no dejará de beneficiarte, a pesar de mi pecado. Para la caridad, tú posees sin peligro lo que otro posee con peligro. La caridad multiplica realmente los carismas; hace del carisma de uno el carisma de todos.

¿Formas parte del único cuerpo de Cristo? ¿Amas la unidad de la Iglesia?, preguntaba Agustín a sus fieles. Entonces, si un pagano te pregunta por qué no hablas todas las lenguas, ya que está escrito que aquellos que recibieron el Espíritu Santo hablaban todas las lenguas, respóndele también sin dudar: ¡Cierto que hablo todas las lenguas! Pertenezco, efectivamente, a ese cuerpo, la Iglesia, que habla todas las lenguas y en todas las lenguas anuncia las grandes obras de Dios12.

Cuando seamos capaces de aplicar esta verdad no sólo a las relaciones internas, a la comunidad en que vivimos y a nuestra Iglesia, sino también a las relaciones entre una Iglesia cristiana y otra, ese día la unidad de los cristianos será prácticamente un hecho consumado.

Recojamos la exhortación con que Agustín cierra muchos de sus discursos sobre Iglesia: «Por tanto, si queréis vivir del Espíritu Santo, conservad la caridad, amad la verdad, y alcanzaréis la eternidad. Amén»13.

© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[1] Bernardo de Chartres, en Juan de Salisbury, Metalogicon, III, 4: CCCM 98, 116.

1 A este ámbito de influencia de Agustín está dedicado el libro de H. de Lubac, Augustinisme et théologie moderne (Aubier, París 1965) [trad. it.: Agostinismo e teologia moderna (Il Mulino Bolonia 1968).

2 Cf. J.N.D. Kelly, Early Christian Doctrines (London 1968) cap. 15 [trad. it.: Il pensiero cristiano delle origini (Bolonia 1972) 490-500].

3 Agustín, Contra epist. Parmeniani II,15,34; cf. todo el Sermo 266.

4 Agustín, In Ioh. Evang. 45,12: «Quam multae oves foris, quam multi lupi intus!».

5 Agustín, Discursos, 71, 12, 18: PL 38,454.

6 Agustín, Sermo 267, 4: PL 38,1231.

7 Agustín, Sermo 272: PL 38,1247s.

8 Ib.

9 Cf. el documento conjunto católico-luterano «Del conflicto a la comunión», http://www.lutheranworld.org/sites/default/files/FCTC_ES-Del_conflicto_a_la_comunion.pdf

10 Agustín, De Baptismo , VII, 39, 77 .

11 Agustín, Tratados sobre Juan, 32,8.

12 Agustín, Discursos, 269, 1.2: PL 38,1235s.

13 Agustín, Sermo 267, 4: PL 38, 1231.

(21 de marzo de 2014) © Innovative Media Inc.
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Primera predicación de Cuaresma: Jesús nos espera en el desierto. No lo dejemos solo

En el Vaticano del padre Raniero Cantalamessa realiza el primer sermón del perí­odo penitencial

El padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontifica, ha comenzado hoy en el Vaticano las tradicionales predicaciones que hace en Cuaresma y Adviento dirigidas a la Curia Romana. En la predicación de esta mañana, no estaba presente el papa Francisco, debido a que estaba regresando de los ejercicios espirituales en Ariccia.

El predicador capuchino ha tratado de descubrir qué hizo Jesús en en los cuarenta días en el desierto y así poder aplicarlo a la vida de cada uno.

A continuación la predicación completa del Padre Cantalamessa:

´Con Jesús en el desierto´

La Cuaresma comienza cada año con el relato de Jesús que se retira al desierto durante cuarenta días. En esta meditación introductoria queremos tratar de descubrir qué hizo Jesús en este tiempo, qué temas están presentes en elrelato evangélico, para aplicarlos a nuestra vida.

1. «El Espíritu empujó a Jesús al desierto»

El primer tema es el del desierto. Jesús acaba de recibir, en el Jordán, la investidura mesiánica para llevar la buena noticia a los pobres, sanar los corazones afligidos, predicar el reino (cf. Lc 4,18s). Pero no se apresura a hacer ninguna de estas cosas. Al contrario, obedeciendo a un impulso del Espíritu Santo, se retira al desierto donde permanece cuarenta días. El desierto en cuestión es el desierto de Judá que se extiende desde el exterior de los muros de Jerusalén hasta Jericó, en el valle del Jordán. La tradición identifica el lugar con el llamado Monte de la Cuarentena que da al valle del Jordán.

En la historia ha habido grupos de hombres y mujeres que han optado por imitar a este Jesús que se retira al desierto. En Oriente, empezando por san Antonio abad, se retiraban a los desiertos de Egipto o de Palestina; en Occidente, donde no existían desiertos de arena, se retiraban a lugares solitarios, montes y valles remotos. Pero la invitación a seguir Jesús en el desierto no se dirige sólo a los monjes y a los eremitas. En forma distinta, se dirige a todos. Los monjes y los eremitas han elegido un espacio de desierto; nosotros debemos elegir al menos un tiempo de desierto.

La Cuaresma es la ocasión que la Iglesia ofrece a todos, sin distinción, para vivir un tiempo de desierto sin tener que abandonar, por ello, las actividades cotidianas. San Agustín lanzó este ardiente llamamiento:

«¡Volved a entrar en vuestro corazón! ¿Dónde queréis ir lejos de vosotros? Volved a entrar desde vuestro vagabundeo que os ha llevado fuera del camino; volved al Señor. Él está listo. Primero entra en tu corazón, tú que te ha hecho ajeno a ti mismo, a fuerza de vagabundear fuera: ¡no te conoces a ti mismo, y busca a quien te ha creado! Vuelve, vuelve al corazón, sepárate del cuerpo... Entra en el corazón: examina allí lo que quizá percibes de Dios, porque allí se encuentra la imagen de Dios; en la interioridad del hombre habita Cristo»[i].

¡Volver a entrar en el propio corazón! Pero, ¿qué es y qué representa el corazón, del que se habla tan a menudo en la Biblia y en el lenguaje humano? Fuera del ámbito de la fisiología humana, donde no es más que un órgano del cuerpo por vital que sea, el corazón es el lugar metafísico más profundo de una persona; es lo íntimo de cada hombre, donde cada uno vive su ser persona, es decir, su subsistir en sí, en relación con Dios, del que procede y en el que encuentra su fin, con otros hombres y con la creación entera. También en el lenguaje común, el corazón designa la parte esencial de una realidad. «Ir al corazón de un problema» quiere decir ir a la parte esencial del mismo, del que depende la explicación de todas las demás partes del problema.

Así, el corazón de una persona indica el lugar espiritual, donde uno puede contemplar a la persona en su realidad más profunda y auténtica, sin velos y sin detenerse a sus lados marginales. Es en el corazón donde tiene lugar el juicio de cada persona, sobre lo que lleva dentro de sí, y que es la fuente de su bondad o de su malicia. Conocer el corazón de una persona quiere decir haber penetrado en el santuario íntimo de su personalidad, en el que se conoce a esa persona por lo que realmente es y vale.

Volver al corazón significa, pues, volver a lo que hay de más personal e interior en nosotros. Lamentablemente la interioridad es un valor en crisis. Algunas causas de esta crisis son antiguas e inherentes a nuestra propia naturaleza. Nuestra «composición», es decir el estar constituidos de carne y espíritu, hace que seamos como un plano inclinado, pero inclinado hacia lo exterior, lo visible y lo múltiple. Como universo, tras la explosión inicial (el famoso Big Bang), también nosotros estamos en fase de expansión y de alejamiento del centro. Estamos constantemente «saliendo», a través de esas cinco puertas o ventanas que son nuestros sentidos.

Santa Teresa de Jesús escribió una obra titulada El castillo interior que es, ciertamente, uno de los frutos más maduros de la doctrina cristiana de la interioridad. Pero existe, por desgracia, también un «castillo exterior» y hoy constatamos que es posible estar encerrados también en este castillo. Encerrados fuera de casa, incapaces de volver a entrar. ¡Presos de la exterioridad! Cuántos de nosotros deberían hacer propia la amarga constatación que Agustín hacía a propósito de su vida antes de la conversión: «Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé. Sí, porque tú estabas dentro de mí y yo fuera. Allí te buscaba. Deforme, me arrojaba sobre las bellas formas de tus criaturas. Estabas conmigo, y yo no estaba contigo. Me tenían lejos de ti tus criaturas, inexistentes si no existieran en te»[ii].

Lo que se hace en el exterior está expuesto al peligro casi inevitable de la hipocresía. La mirada de otras personas tiene el poder de hacer desviar nuestra intención, como algunos campos magnéticos hacen desviar las ondas. La acción pierde su autenticidad y su recompensa. El parecer toma la ventaja sobre el ser. Por eso Jesús invita a ayunar, a hacer limosna a escondidas y a rezar al Padre «en lo secreto» (cf. Mt 6,1-4).

La interioridad es la vía para una vida auténtica. Se habla hoy mucho de autenticidad y se hace de ello el criterio de éxito o fracaso de la vida. Pero, ¿dónde está, para el cristiano, la autenticidad? ¿Cuándo una persona es realmente ella misma? Sólo cuando acoge, como medida, a Dios. «Se habla mucho —escribe el filósofo Kierkegaard— de vidas desperdiciadas. Pero sólo es desperdiciada la vida de ese hombre que nunca se dio cuenta, porque no la tuvo nunca, en el sentido más profundo, la impresión de que existe un Dios y que él, precisamente él, su yo, está ante este Dios»[iii].

De una vuelta a la interioridad necesitan sobre todo las personas consagradas al servicio de Dios. En un discurso dirigido a los superiores de una orden religiosa contemplativa, Pablo VI dijo:

«Hoy estamos en un mundo que parece enfrascado en una fiebre que se infiltra incluso en el santuario y en la soledad. Ruido y estridencia han invadido casi cada cosa. Las personas ya no logran recogerse. Víctimas de mil distracciones, disipan habitualmente sus energías detrás de las distintas formas de la cultura moderna. Periódicos, revistas, libros invaden la intimidad de nuestras casas y de nuestros corazones. Es más difícil que en otro tiempo encontrar la oportunidad para ese recogimiento en el cual el alma consigue estar plenamente ocupada en Dios».

Pero tratemos de ver también cómo hacer, concretamente, para encontrar y conservar la costumbre de la interioridad. Moisés era un hombre muy activo. Pero se lee que se había hecho construir una tienda portátil y en cada etapa del éxodo fijaba la tienda fuera del campamento y regularmente entraba en ella para consultar al Señor. Allí, el Señor hablaba con Moisés «cara a cara, como un hombre habla con otro» (Ex 33,11).

Pero tampoco esto se puede hacer siempre. No siempre se puede uno retirar a una capilla o a un lugar solitario para recuperar el contacto con Dios. San Francisco de Asís sugiere por ello otro medio más al alcance de la mano. Al mandar a sus frailes por las carreteras del mundo, decía: Tenemos un eremitorio siempre con nosotros dondequiera que vayamos y cada vez que lo queramos podemos, como eremitas, entrar en este eremo. «El hermano cuerpo es el eremo y el alma la ermita que habita allí dentro para rezar a Dios y meditar». Es como tener un desierto siempre «debajo de casa» o mejor «dentro casa», en el que poderse retirar con el pensamiento en cada momento, incluso yendo por la calle.

Terminamos esta primera parte de nuestra meditación escuchando, como dirigida a nosotros, la exhortación que san Anselmo de Aosta dirige al lector en una obra famosa suya:

«Ay de mí, miserable mortal, huye durante breve tiempo de tus ocupaciones, deja un poco tus pensamientos tumultuosos. Aleja en este momento los graves afanes y deja de lado tus agotadoras actividades. Atiende un poco a Dios y reposa en él. Entra en lo íntimo de tu alma, excluye todo, excepto a Dios y a quien te ayuda a buscarlo, y, cerrada la puerta, di a Dios: Busco tu rostro. Tu rostro yo busco, Señor»[iv].

2. Los ayunos agradables a Dios

El segundo gran tema presente en el relato de Jesús en el desierto es el ayuno. «Después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, al final tuvo hambre» (Mt 4,1). ¿Qué significa para nosotros hoy imitar el ayuno de Jesús? Una vez, con la palabra ayuno se pretendía sólo limitarse en los alimentos y en las bebidas, y abstenerse de carne. Este ayuno alimenticio conserva todavía su validez y es altamente recomendado, naturalmente cuando su motivación es religiosa y no sólo higiénica o estética, pero ya no es el único y ni siquiera el más necesario.

La forma más necesaria y significativa de ayuno se llama hoy sobriedad. Privarse voluntariamente de pequeñas o grandes comodidades, de lo que es inútil y a veces incluso perjudicial para la salud. Este ayuno es solidaridad con la pobreza de muchos. ¿Quién no recuerda las palabras de Isaías que la liturgia nos hace escuchar al comienzo de cada Cuaresma?

«¿Acaso el ayuno que quiero no es éste:

que compartas tu pan con quien tiene hambre,

que lleves a tu casa a los desafortunados privados de techo,

que cuando veas a uno desnudo tú lo cubras

y que no te escondas a quien es carne de tu carne?» (Is 58, 6-7).

Semejante ayuno es también contestación a una mentalidad consumista. En un mundo que ha hecho de la comodidad superflua e inútil uno de los fines de su propia actividad, renunciar a lo superfluo, saber prescindir de algo, abstenerse de recurrir siempre a la solución más cómoda, de elegir lo más fácil, el objeto de mayor lujo, vivir, en definitiva, con sobriedad, es más eficaz que imponerse penitencias artificiales. Además, es justicia hacia las generaciones que sigan a la nuestra que no deben ser reducidas a vivir de las cenizas de lo que nosotros hemos consumido y desperdiciado. La sobriedad también tiene un valor ecológico, de respeto de la creación.

Más necesario que el ayuno de los alimentos es hoy también el ayuno de imágenes. Vivimos en una civilización de la imagen; nos hemos convertido en devoradores de imágenes. Mediante la televisión, la prensa, la publicidad, dejamos entrar imágenes en abundancia dentro de nosotros. Muchas de ellas son insanas, propagan violencia y maldad, no hacen más que incitar los peores instintos que llevamos dentro. Son producidas expresamente para seducir. Pero quizá lo peor es que dan una idea falsa e irreal de la vida, con todas las consecuencias que se derivan de ello a continuación en el impacto con la realidad, sobre todo para los jóvenes. Se pretende, inconscientemente, que la vida ofrezca todo lo que la publicidad presenta.

Si no creamos un filtro, una barrera, reducimos en breve tiempo nuestra imaginación y nuestra alma a vertedero. Las imágenes malas no mueren en cuanto llegan dentro de nosotros, sino que fermentan. Se transforman en impulsos para la imitación, condicionan terriblemente nuestra libertad. Un filósofo materialista, Feuerbach, dijo: «El hombre es lo que come»; hoy quizá habría que decir: «El hombre es lo que mira».

Otro de estos ayunos alternativos, que podemos hacer durante la Cuaresma, es el de las palabras malas. San Pablo recomienda: «Ninguna palabra mala salga ya de vuestra boca, sino más bien palabras buenas que puedan servir para la necesaria edificación y provecho de los que escuchan» (Ef4,29).

Palabras malas no son sólo las palabrotas; son también las palabras cortantes, negativas que ponen de manifiesto sistemáticamente el lado débil del hermano, palabras que siembran discordia y sospechas. En la vida de una familia o de una comunidad, estas palabras tienen el poder de cerrar a cada uno en sí mismo, de congelar, creando amargura y resentimiento. Literalmente, «mortifican», es decir, producen la muerte. Santiago decía que la lengua está llena de veneno mortal; con ella podemos bendecir a Dios o maldecirlo, resucitar a un hermano o matarle (cf. Sant 3,1-12). Una palabra puede hacer peor mal que un puñetazo.

En el Evangelio de Mateo figura una palabra de Jesús que ha hecho temblar a los lectores del Evangelio de todos los tiempos: «Pero yo os digo que de cada palabra inútil los hombres darán cuenta en el día del juicio» (Mt 12,36). Jesús, ciertamente, no tiene la intención de condenar cada palabra inútil, en el sentido de no «estrictamente necesaria». Tomado en sentido pasivo, el término argon (a = sin, ergon = obra) utilizado en el Evangelio indica la palabra carente de fundamento, por lo tanto, la calumnia; tomado en sentido activo, significa la palabra que no fundamenta nada, que no sirve ni siquiera para la necesaria distensión. San Pablo recomendaba al discípulo Timoteo: «Evita las charlas profanas, porque los que las hacen avanzan cada vez más en la impiedad» (2 Tim 2,16). Una recomendación que el papa Francisco nos ha repetido más de una vez.

La palabra inútil (argon) es lo contrario de la palabra de Dios que se define en efecto, por contraste, energes, (1 Tes 2,13; Heb 4,12), es decir eficaz, creativa, llena de energía y útil para todo. En este sentido, aquello de lo que los hombres deberán rendir cuentas en el día del juicio es, en primer lugar, la palabra vacía, sin fe y sin fervor, pronunciada por quien debería en cambio pronunciar las palabras de Dios que son «espíritu y vida», sobre todo en el momento en que ejerce el ministerio de la Palabra.

3. Tentado por Satán

Pasemos al tercer elemento del relato recogido sobre el que queremos reflexionar: la lucha de Jesús contra el demonio, las tentaciones. En primer lugar, una pregunta: ¿Existe el demonio? Es decir, ¿indica la palabra demonio realmente alguna realidad personal, dotada de inteligencia y voluntad, o es simplemente un símbolo, un modo de hablar para indicar la suma del mal moral del mundo, el inconsciente colectivo, la alienación colectiva, etc.?

La prueba principal de la existencia del demonio en los evangelios no está en los numerosos episodios de liberación de obsesos, porque al interpretar estos hechos pueden haber influido las creencias antiguas sobre el origen de ciertas enfermedades. Jesús, que es tentado en el desierto por el demonio: ésta es la prueba. La prueba son también los múltiples santos que han luchado en la vida con el príncipe de las tinieblas. Ellos no son «quijotes» que han luchado contra molinos de viento. Al contrario, eran hombres muy concretos y de psicología muy sana. San Francisco de Asís confió una vez a un compañero: «Si los frailes supieran cuántas y qué tribulaciones recibo de los demonios, no habría uno que no se pusiera a llorar por mí»[v].

Si muchos encuentran absurdo creer en el demonio es porque se basan en los libros, pasan la vida en las bibliotecas o en el despacho, mientras que al demonio no le interesan los libros, sino las personas, especial y precisamente, los santos. ¿Qué puede saber sobre Satanás quien no ha tenido nada que ver con la realidad de Satanás, sino sólo con su idea, es decir, con las tradiciones culturales, religiosas, etnológicas sobre Satanás? Esos tratan normalmente este tema con gran seguridad y superioridad, liquidando todo como «oscurantismo medieval». Pero es una falsa seguridad. Como quien presumiera de no tener miedo alguno del león, alegando como prueba el hecho de que lo ha visto muchas veces pintado, o en fotografía y nunca se ha asustado.

Es totalmente normal y coherente que no crea en el diablo quien no cree en Dios. ¡Incluso sería trágico si alguien que no cree en Dios creyese en el diablo! Sin embargo, pensándolo bien, es lo que sucede en nuestra sociedad. El demonio, el satanismo y otros fenómenos conexos están hoy de gran actualidad. Nuestro mundo tecnológico e industrializado pulula de magos, brujos de ciudad, ocultismo, espiritismo, adivinadores de horóscopos, vendedores de mal de ojo, de amuletos, así como de auténticas sectas satánicas. Expulsado por la puerta, el diablo ha vuelto por la ventana. Es decir, expulsado por la fe, ha regresado con la superstición.

Lo más importante que la fe cristiana tiene que decirnos no es, sin embargo, que el demonio existe, sino que Cristo ha vencido al demonio. Cristo y el demonio no son, para los cristianos, dos principios iguales y contrarios, como en ciertas religiones dualistas. Jesús es el único Señor; Satán no es más que una criatura «que ha ido mal». Si se le concede poder sobre los hombres es para que los hombres tengan la posibilidad de elegir libremente de qué parte están, y también para que «no se alcen en soberbia» (cf. 2 Cor 12,7), creyéndose autosuficientes y sin necesidad de ningún redentor. «El viejo Satán está loco», dice un canto espiritualnegro. «Ha disparado un golpe para destruir mi alma, pero ha fallado la puntería y, en cambio, ha destruido mi pecado».

Con Cristo no tenemos nada que temer. Nada ni nadie puede hacernos mal, si nosotros mismos no lo queremos. Satanás, decía un antiguo padre de la Iglesia, tras la venida de Cristo, es como un perro atado al palo: puede ladrar y lanzarse lo quiera; pero, si no somos nosotros los que nos acercamos, no puede morder. ¡Jesús en el desierto se ha liberado de Satanás para liberarnos de Satanás!

Los evangelios nos hablan de tres tentaciones: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan»; «Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo»; «Todas estas cosas te daré, si, postrándote, me adoras». Tienen un fin único y común a todas: desviar a Jesús de su misión, distraerlo del objetivo para el que ha venido a la tierra; sustituir el plan del Padre con un plan distinto. En el bautismo, el Padre había mostrado a Cristo la vía del Siervo obediente que salva con la humilad y el sufrimiento; Satanás le propone una vía de gloria y de triunfo, la vía que todos entonces se esperaban del Mesías.

También hoy todo el esfuerzo del demonio es el de desviar al hombre del objetivo para el que está en el mundo que es el de conocer, amar y servir a Dios en esta vida para gozarlo luego en la otra. Desviarlo, es decir, llevarlo de una parte a otra, en otra dirección. Sin embargo, Satanás también es astuto; no aparece en persona con cuernos y olor a azufre (sería demasiado fácil reconocerlo); se sirve de las cosas llevándolas al extremo, absolutizándolas y convirtiéndolas en ídolos. El dinero es una cosa buena, como lo son el placer, el sexo, la comida, la bebida. Pero si se convierten en lo más importante de la vida, en el fin, y no ya en medios, entonces llegan a ser destructivos para alma y a menudo también para el cuerpo.

Un ejemplo especialmente referido al tema es la diversión, la distracción. El juego es una dimensión noble del ser humano; Dios mismo ha mandado el descanso. El mal es hacer del juego el objetivo de la vida, vivir la semana como espera del sábado noche o de la ida al estadio el domingo, por no hablar de otros pasatiempos mucho menos inocentes. En este caso la diversión cambia el signo y, en lugar de servir al crecimiento humano y aliviar el estrés y la fatiga, los aumenta.

Un himno litúrgico de la Cuaresma exhorta a utilizar más parcamente, en este tiempo, «palabras, alimentos, bebidas, sueño y diversiones». Éste es un tiempo para redescubrir para qué hemos venido al mundo, de dónde venimos, a dónde vamos, que ruta estamos siguiendo. De lo contrario, nos puede ocurrir lo que sucedió al Titanic o, más cerca de nosotros en el tiempo y en el espacio, al Costa Concordia.

4. Porque Jesús se retiró en el desierto

He intentado sacar a la luz las enseñanzas y ejemplos que nos vienen de Jesús para este tiempo de Cuaresma, pero debo decir que he omitido hasta ahora hablar de lo más importante de todo. ¿Por qué Jesús, después de su bautismo, se acercó al desierto? ¿Para ser tentado por Satanás? No, ni siquiera lo pensaba; nadie va a propósito en busca de tentaciones, y él mismo nos ha enseñado a pedir que no caigamos en la tentación. Las tentaciones fueron una iniciativa del demonio, permitida por el Padre, para la gloria de su Hijo y como enseñanza para nosotros.

¿Fue al desierto para ayunar? También, pero no principalmente para esto. ¡Fue allí para orar! Siempre, cuando Jesús se retiraba en lugares solitarios era para orar. Fue en el desierto para sintonizar, como hombre, con la voluntad de Dios, para profundizar la misión que la voz del Padre, en el bautismo, le había hecho vislumbrar: la misión del Siervo obediente llamado a redimir al mundo con el sufrimiento y la humillación. En definitiva, fue allí para rezar, para estar en intimidad con su Padre. Y este es también el objetivo principal de nuestra Cuaresma. Fue al desierto por el mismo motivo por el que, según Lucas, un día, más tarde, subió al Monte Tabor, es decir, para rezar (Lc 9,28).

No se va al desierto sólo para dejar algo —bullicio, el mundo, las ocupaciones—; se va allí sobre todo para encontrar algo, más aún, a Alguien. No se va allí sólo para reencontrarse a uno mismo, para ponerse en contacto con el propio yo profundo, como en muchas formas de meditación no cristianas. Estar a solas con uno mismo puede significar encontrarse con la peor de las compañías. El creyente va al desierto, desciende a su corazón, para reanudar su contacto con Dios, porque sabe que «en el hombre interior habita la Verdad».

Es el secreto de la felicidad y la paz en esta vida. ¿Qué más desea un enamorado que estar a solas, en intimidad, con la persona amada? Dios está enamorado de nosotros y desea que nosotros nos enamoremos de él. Al hablar de su pueblo como de una novia, Dios dice: «La llevaré al desierto y hablaré a su corazón» (Os 2,16). Se sabe cuál es el efecto del enamoramiento: todas las cosas y todas las demás personas se retiran, se sitúan como en el trasfondo. Hay una presencia que llena todo y hace «secundario» a todo el resto. No aísla de los demás, sino que incluso hace aún más atentos y disponibles hacia los otros, pero indirectamente, por redundancia de amor. ¡Oh, si nosotros, los hombres y mujeres de Iglesia descubriéramos lo cerca que está de nosotros, al alcance de la mano, la felicidad y la paz que buscamos en este mundo!

Jesús nos espera en el desierto. No lo dejemos solo todo este tiempo.

Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

[i] San Agustín, In Ioh. Ev., 18 , 10: CCL 36, 186.

[ii] San Agustín, Confesiones, X, 27.

[iii] San Kierkegaard, La malattia mortale, II: Opere (C. Fabro, ed.) (Florencia 1972) 663 [trad. esp.: Enfermedad mortal (Madrid 2005)].

[iv] San Anselmo, Proslogion, 1: Opera omnia, 1 (Edimburgo 1946) 97 [Ed. lat./esp.: Obras completas de San Anselmo, I (BAC, Madrid 2008)].

[v] Cf. Speculum perfectionis, 99: FF 1798.

(14 de marzo de 2014) © Innovative Media Inc.
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