La emergencia ignorada de los cristianos perseguidos
Este año han sido 105.000, uno cada cinco minutos, los cristianos de todas las confesiones asesinados en el mundo a causa de su fe
por Vittorio Messori
Hace pocos días, el sociólogo Massimo Introvignone, hoy responsable del Observatorio sobre la Libertad Religiosa del Ministerio de Exteriores italiano, ha recordado en los micrófonos de Radio Vaticana que este año han sido 105.000, uno cada cinco minutos, los cristianos de todas las confesiones asesinados en el mundo a causa de su fe.
Introvigne ha explicado también que «la persecución de los cristianos es hoy la primera emergencia mundial en materia de violencia y discriminación religiosa».
En el 2011 se dieron reacciones de incredulidad, cuando no de rechazo, cuando el sociólogo, en una convención internacional en Budapest organizada por la Comunidad Europea, recordó que de media, cada año, eran más de cien mil los cristianos de todas las confesiones asesinados en el mundo por su fe.
Introvigne hablaba como representante italiano del OSCE, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, pero también como experto entre los más renombrados por ser fundador y director del CESNUR, el Centro de Estudios sobre las Nuevas Religiones, y autor de muchos estudios científicos.
A quienes le contestaron negativamente, Introvigne replicó con el habitual escrúpulo académico, indicando las fuentes incontrastables de las que se concluía que, aunque la cifra era incorrecta, lo era por defecto, no por exceso.
Efectivamente, el estudioso turinés había disminuido por prudencia el número de las víctimas que, según algunos institutos de investigación, es en realidad mayor. Al finalizar la refutación de quienes rechazaban sus cifras, observaba: «En estas reacciones de rechazo existe de por sí una lección: se infravalora tanto el problema de los cristianos perseguidos que los números —aún cuando son citados con exactitud, en todo su horror— a muchos europeos y americanos no les parecen creíbles».
Hace pocos días, con ocasión de la festividad de San Esteban «protomártir», es decir, el primer martir cristiano, lapidado por los judíos de Jerusalén porque anunciaba la resurrección de Jesús, Introvigne ha recordado en los micrófonos de la Radio Vaticana los datos del año que ha terminado: 105.000 muertos, uno cada cinco minutos.
Ateniéndonos a las investigaciones más fiables, el 10% de los dos mil millones de cristianos, —es decir, 200 millones de personas, casi todas en África y en Asia—, sufren a causa de su religión. Así, ha continuado Introvigne, ahora responsable del Observatorio sobre la Libertad Religiosa en el Ministerio de Exteriores, «la persecución de los cristianos es hoy la primera emergencia mundial en materia de violencia y discriminación religiosa. No existe ninguna otra fe que sea combatida de esta forma, incluso llegando al genocidio en masa de sus seguidores».
En Europa y en América se continua reprendiendo severamente a los creyentes, sobre todo a los católicos, por su pasado remoto de inquisiciones, de intolerancia, de cruzadas, de censuras: mientras tanto (más allá de la falta de historicidad de muchas de estas acusaciones) cuesta creer que precisamente hoy sea la sencilla fe en el Evangelio la que pueda ser causa de un peligro muy a menudo mortal.
Hoy, el Papa se encuentra practicamente solo denunciando la falta de libertad religiosa, y defendiendo no solamente a los cristianos, sino también a los creyentes de cualquier fe. «Esta libertad», ha repetido recientemente Benedicto XVI, siguiendo las huellas de su antecesor, «no concierne sólo a todos los cristianos, sino a todos los hombres, es un derecho reconocido como derecho natural, sea cual sea la propia perspectiva religiosa».
El Papa ha recordado que muchos países, sobre todo musulmanes, se defienden de las acusaciones sosteniendo que en sus territorios se reconoce la libertad de culto. Pero no existe una libertad verdadera, replica Benedicto XVI, cuando a los cristianos sólo les está permitido celebrar sus liturgias en las iglesias a puerta cerrada (en Arabia Saudí incluso esto está prohibido), mientras que está rigurosamente vetado manifestar la fe propia en público. No existe libertad cuando mostrar una cruz en el techo de una iglesia o colgando del cuello significa ser agredido y, a menudo, arrestado. No existe absolutamente ninguna libertad religiosa cuando se llega incluso a la pena de muerte para aquellos que eligen el bautismo, en contraposición a la religión del Estado.
Hoy en día, son tres los «ambientes» principales de persecución. Se da en los lugares donde aún permanece el comunismo (o algo similar): en China, donde la única militancia tolerada con dificultad es la de la Iglesia «patriótica», es decir, la creada y vigilada por el régimen, que llega incluso a nombrar a los obispos; en Corea del Norte que, según los observadores, «es probablemente el lugar donde es más peligroso declararse cristiano»; en Cuba, donde el castrismo actualmente moribundo alterna momentos de tolerancia y de intolerancia.
Están también los nacionalismos étnicos, las tradiciones «raciales» que suscitan explosiones periódicas de furor persecutorio precisamente entre aquellos que, según la «leyenda rosa» occidental, serían campeones de tolerancia y acogida: hinduistas y budistas. Por último, está el océano islámico que rodea los trópicos, donde las raras zonas de tranquilidad relativa y cuasi igualdad han desaparecido desde el renacimiento de un extremismo que (a menudo con la ayuda de Europa y USA: véase Medio Oriente y África del Norte) ha inundado gobiernos y culturas que intentaban poner en práctica una lectura del Corán más pacífica y abierta.
Se debería añadir otra zona de persecución sanguinaria: el África negra, donde las autoridades estatales son, a menudo, evanescentes e impotentes, superadas por un caos de continuas batallas entre tribus y étnias, ydonde la caza al cristianismo se sitúa entre los pasatiempos predilectos de las bandas de saqueadores, ilegales y discípulos fanáticos de hechiceros. ¿Remedios? Sugerirlos es muy difícil, casi imposible, vista la extensión, profundidad y diversidad de aquello que instiga al odio y a la masacre contra quien cree en el Evangelio. Se puede observar igualmente que, quizá desde hace ya más de dos siglos, los cristianos se encuentran siempre y solamente de la parte de los perseguidos, nunca de la parte de los perseguidores. Hay que decir, con la necesaria humildad y, además, con la verdad: en tanta tragedia existe un signo de nobleza espiritual. Ninguno que oprime o asesina a otra persona podrá encontrar jamás una instigación o una aprobación para ello en el Evangelio.
Traducción: Sara Martín
Introvigne ha explicado también que «la persecución de los cristianos es hoy la primera emergencia mundial en materia de violencia y discriminación religiosa».
En el 2011 se dieron reacciones de incredulidad, cuando no de rechazo, cuando el sociólogo, en una convención internacional en Budapest organizada por la Comunidad Europea, recordó que de media, cada año, eran más de cien mil los cristianos de todas las confesiones asesinados en el mundo por su fe.
Introvigne hablaba como representante italiano del OSCE, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, pero también como experto entre los más renombrados por ser fundador y director del CESNUR, el Centro de Estudios sobre las Nuevas Religiones, y autor de muchos estudios científicos.
A quienes le contestaron negativamente, Introvigne replicó con el habitual escrúpulo académico, indicando las fuentes incontrastables de las que se concluía que, aunque la cifra era incorrecta, lo era por defecto, no por exceso.
Efectivamente, el estudioso turinés había disminuido por prudencia el número de las víctimas que, según algunos institutos de investigación, es en realidad mayor. Al finalizar la refutación de quienes rechazaban sus cifras, observaba: «En estas reacciones de rechazo existe de por sí una lección: se infravalora tanto el problema de los cristianos perseguidos que los números —aún cuando son citados con exactitud, en todo su horror— a muchos europeos y americanos no les parecen creíbles».
Hace pocos días, con ocasión de la festividad de San Esteban «protomártir», es decir, el primer martir cristiano, lapidado por los judíos de Jerusalén porque anunciaba la resurrección de Jesús, Introvigne ha recordado en los micrófonos de la Radio Vaticana los datos del año que ha terminado: 105.000 muertos, uno cada cinco minutos.
Ateniéndonos a las investigaciones más fiables, el 10% de los dos mil millones de cristianos, —es decir, 200 millones de personas, casi todas en África y en Asia—, sufren a causa de su religión. Así, ha continuado Introvigne, ahora responsable del Observatorio sobre la Libertad Religiosa en el Ministerio de Exteriores, «la persecución de los cristianos es hoy la primera emergencia mundial en materia de violencia y discriminación religiosa. No existe ninguna otra fe que sea combatida de esta forma, incluso llegando al genocidio en masa de sus seguidores».
En Europa y en América se continua reprendiendo severamente a los creyentes, sobre todo a los católicos, por su pasado remoto de inquisiciones, de intolerancia, de cruzadas, de censuras: mientras tanto (más allá de la falta de historicidad de muchas de estas acusaciones) cuesta creer que precisamente hoy sea la sencilla fe en el Evangelio la que pueda ser causa de un peligro muy a menudo mortal.
Hoy, el Papa se encuentra practicamente solo denunciando la falta de libertad religiosa, y defendiendo no solamente a los cristianos, sino también a los creyentes de cualquier fe. «Esta libertad», ha repetido recientemente Benedicto XVI, siguiendo las huellas de su antecesor, «no concierne sólo a todos los cristianos, sino a todos los hombres, es un derecho reconocido como derecho natural, sea cual sea la propia perspectiva religiosa».
El Papa ha recordado que muchos países, sobre todo musulmanes, se defienden de las acusaciones sosteniendo que en sus territorios se reconoce la libertad de culto. Pero no existe una libertad verdadera, replica Benedicto XVI, cuando a los cristianos sólo les está permitido celebrar sus liturgias en las iglesias a puerta cerrada (en Arabia Saudí incluso esto está prohibido), mientras que está rigurosamente vetado manifestar la fe propia en público. No existe libertad cuando mostrar una cruz en el techo de una iglesia o colgando del cuello significa ser agredido y, a menudo, arrestado. No existe absolutamente ninguna libertad religiosa cuando se llega incluso a la pena de muerte para aquellos que eligen el bautismo, en contraposición a la religión del Estado.
Hoy en día, son tres los «ambientes» principales de persecución. Se da en los lugares donde aún permanece el comunismo (o algo similar): en China, donde la única militancia tolerada con dificultad es la de la Iglesia «patriótica», es decir, la creada y vigilada por el régimen, que llega incluso a nombrar a los obispos; en Corea del Norte que, según los observadores, «es probablemente el lugar donde es más peligroso declararse cristiano»; en Cuba, donde el castrismo actualmente moribundo alterna momentos de tolerancia y de intolerancia.
Están también los nacionalismos étnicos, las tradiciones «raciales» que suscitan explosiones periódicas de furor persecutorio precisamente entre aquellos que, según la «leyenda rosa» occidental, serían campeones de tolerancia y acogida: hinduistas y budistas. Por último, está el océano islámico que rodea los trópicos, donde las raras zonas de tranquilidad relativa y cuasi igualdad han desaparecido desde el renacimiento de un extremismo que (a menudo con la ayuda de Europa y USA: véase Medio Oriente y África del Norte) ha inundado gobiernos y culturas que intentaban poner en práctica una lectura del Corán más pacífica y abierta.
Se debería añadir otra zona de persecución sanguinaria: el África negra, donde las autoridades estatales son, a menudo, evanescentes e impotentes, superadas por un caos de continuas batallas entre tribus y étnias, ydonde la caza al cristianismo se sitúa entre los pasatiempos predilectos de las bandas de saqueadores, ilegales y discípulos fanáticos de hechiceros. ¿Remedios? Sugerirlos es muy difícil, casi imposible, vista la extensión, profundidad y diversidad de aquello que instiga al odio y a la masacre contra quien cree en el Evangelio. Se puede observar igualmente que, quizá desde hace ya más de dos siglos, los cristianos se encuentran siempre y solamente de la parte de los perseguidos, nunca de la parte de los perseguidores. Hay que decir, con la necesaria humildad y, además, con la verdad: en tanta tragedia existe un signo de nobleza espiritual. Ninguno que oprime o asesina a otra persona podrá encontrar jamás una instigación o una aprobación para ello en el Evangelio.
Traducción: Sara Martín
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